Número 82, diciembre 2016

Entre todos
David Betancourt. Ilustración: Cachorro

 
 
Ilustración: Cachorro

Le dije que ya no había caso ni tiempo, que no valía la pena tanto esfuerzo y sacrificio a estas alturas de la vida, que en un mes era muy difícil, casi imposible, imposible, hacer lo que no había hecho en un año de estudio, que esta era una causa perdida. Eso sí, le pedí excusas por perder, por tercera vez consecutiva, quinto de bachillerato, y me encerré en la pieza a fingir que lloraba. Mamá subió y tocó y tocó hasta que le abrí, y me repitió que la suya era una gran idea, que pusiera de mi parte, que entre todos, entre todos me ayudarían a pasar el año, a ganar los exámenes de las doce materias que debía habilitar. A la fuerza, accedí.

El abuelo, muy atento, pasaba cada cinco minutos por la mesa de estudio a dejar el tinto, las aromáticas y el agua, además sus ánimos cantando “Sí sepuede, mijita, sí se puede, sí se puede, sí se puede…”. Paloma me daba clases de El lazarillo de Tormes, La Odisea, La Iliada, Don Quijote de la Mancha y Cien años de soledad, me decía de qué trataba cada uno, sus autores, los personajes, la fecha de publicación, además me hablaba de las palabras agudas, graves, esdrújulas, sobresdrújulas, del hiato, del diptongo y de puro blablablá que yo memorizaba. La abuela se aparecía con el almuerzo, el algo, la comida y apuraba al abuelo para que no se durmiera con el tinto. Mamá repasó el Álgebra de Baldor y me llenó de números y letras la cabeza. Lucas me enseñó física. La tía Yiyi, sociales, geografía y medioambiente.

El cura del barrio, por pura caridad, me dio clases de La Biblia, civismo, ética y valores. El tío Javier, olvidando su Alzheimer, me recordó lo que era el aparato de Golgi, la mitocondria, los ribosomas. La vecina, entendiendo que lo mío no era la química, que mi cerebro no la asimilaba, con letra chiquita y legible elaboró un “pastel” que respondería por mí el examen. Un profesor particular me explicó el verbo to be a la perfection. No perdí misa, porque no iba; ni las otras restantes, porque los profesores no iban. Casi pierdo descanso, por negarme a desayunar. Entre todos. Así pasó un mes.

Antes de salir para el colegio a presentar las pruebas, cada mañana, durante quince días, todos, hasta el curita, me tiraban bendiciones, rezaban y prendían velas, me deseaban toda la suerte del mundo. A diario, siempre apurada, lista para irme, escuchaba distintas voces que repasaban: Agamenón, esdrújulas, agudas, cateto adyacente, Aquiles, Nuevo Testamento, hipotenusa, Aureliano Buendía, ribosomas, vector, epopeya, he is, Homero, she is, ambiente verde, las hormigas no duermen, Adán y Eva, la manzana del pecado, polinomio, Linfen es la ciudad más contaminada del planeta, trinomio, Dhaka es la peor ciudad del mundo para vivir, polinomio, factorización, la capital de Bolivia es Sucre y no La Paz, nomenclatura, no es lo mismo comunismo que socialismo, Sí se puede, mijita, sí se puede, sí se puede, sí se puede, balanceo, tranquility... Huía, con la cabeza a punto de estallar.

A diario presentaba un examen, a veces dos. Muy complicados. Muy extensos. Los profesores me querían ver repitiendo quinto. La directora de grupo siempre estaba ahí, vigilante, y me presionaba, me odiaba y por eso no me quitaba los ojos de encima. Me acompañaba al baño. Cuando iba ella, dejaba las gafas en el pupitre mirándome. El último día, cuando terminé la prueba de química, casi de noche, me fui sin despedirme de ella, feliz porque no me había sorprendido haciendo trampa. Llegué a la casa, que echaba humo y olía a misa. No comí, estaba fundida, no le dije nada a nadie. Era viernes y el lunes iría por los resultados. Antes de dormir intenté recordar las preguntas y las respuestas dadas en los días más traumáticos de mi existencia. Mi cabeza estaba delirando y me decía que, en las pruebas, sumé letras, multipliqué los ribosomas con la mitocondria, tildé números, dividí fronteras, metí el Cirio Pascual en el conjunto del retículo endoplasmático, respondí que Aquiles era agudo, el medioambiente grave, la democracia grave, el Nuevo Testamento agudo, que Boccaccio había escrito el Agamenón, calculé el área del Triángulo de las Bermudas, contesté Santa Inquisición en vez de Santísima Trinidad, que Adán, Eva y la manzana del pecado eran una hipérbole, el big bang un fenómeno literario que surgió entre 1960 y 1970 en Latinoamérica, yes a todas, tranquility, tranquility... Desperté confundida, angustiada, era mucha información.

El lunes me organicé a la carrera y fui por los resultados. En la casa, mamá y la abuela se quedaron rezando. El colegio estaba cerrado. Ni un fantasma desaplicado había por el sector. La bruja hipócrita de la directora de grupo me esperaba en la puerta y al verme se me abalanzó. “Feliz Navidad y feliz año”, dijo, y me entregó un sobre de manila, luego le puso la mano a un bus, se montó y desde la ventanilla me gritó: “Felicidades, mamita, y disfrute las poquitas vacaciones que le quedan. Adiós”. Me senté en un murito al frente del colegio, abrí el sobre que contenía los exámenes, que miré por encima, y una carta firmada por la directora, que resumía el contenido de todos esos papeles y hablaba de mi suerte. Busqué un teléfono público, con paciencia, haciendo tiempo para que en la casa se alcanzaran a comer las uñas. Contestó mamá y le pregunté, por molestar, qué se sentía tener la mejor hija del mundo. “No sé, mija, no sé, toca preguntarle a su abuela”, respondió. Luego le pedí que los reuniera a todos, a todos los que me habían colaborado que yo llegaría en treinta minutos más o menos con la noticia. Aunque no le conté nada, a mamá se le sentía la felicidad en la voz, y el orgullo. Me divertí leyendo mis respuestas y las observaciones de los profesores en cada examen. Me paré del murito y antes de montarme al taxi insulté al colegio: “Fuck off!”, le dije, como me enseñó el profesor particular, y luego en español, como sabía: “¡Andate a la mierda!”.

En la sala estaban todos, todos. Para mi sorpresa había pizza, natilla, buñuelos, hojuelas, malteadas… “Silencio, por favor, silencio”, les pedí. Después le di las gracias al abuelo por su valiosa ayuda, por mantenerme despierta. Todos aplaudieron. “¿Hago tintico para todos?”, preguntó emocionado y levantó las manos como un ídolo. Les agradecí a la abuela, a mamá, a Paloma, a Lucas, al cura, a los tíos, a la vecina, al profesor de inglés. Más aplausos. Muchos aplausos, abrazos y sonrisas. “¡La unión hace la fuerza!”, gritó mamá. “¡Entre todos!”, gritó la vecina. Más y más aplausos. “Gracias”, les dije mil veces gracias, “gracias, gracias a cada uno por su granito de arena, gracias a todos”, y, para no alargarme más, les di la noticia: “¡Perdimos el año!”.UC

 
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