Número 82, diciembre 2016

Contra las cuerdas
Julián Arias. Fotografías: Rodrigo Grajales

 
 

4:17 a.m.

Oa, oa, oa... Niña, Negra… Una a una van llegando las vacas, esperando su turno en la empalizada para ser ordeñadas. El hombre alista la distracción, limpia la cantina, manea la vaca y empieza con la faena.

Esta tierra, lejos de parecer un hato ganadero, es una pequeña granja con un puñado de vacas mansas, aquí los animales son llamados por su nombre, tratados con blandura. Norbey Betancur es un campesino encantador de habla atropellada, su gentileza se revela cada vez que desliza su mano por el lomo de la Negra o en la cortesía con que recibe a los visitantes que deciden atravesar el cerco para conocer su hogar. Un fuerte apretón de manos, un paseo por el bosque, una visita al río ambientada por relatos se llevan los forasteros. Norbey no es activista, ni líder político: es un montañero que lleva más de cuatro años luchando contra la maquinaria estatal y una empresa con capital de más de nueve mil millones de dólares —según la revista Dinero— que pretende instalar dos torres de alta tensión al lado de su casa.

El 14 de febrero de 2012 la vida tranquila de Norbey, su esposa y sus dos hijos comenzaría a cambiar. Funcionarios de la Empresa de Energía de Bogotá, a bordo de camionetas blancas de estacas, pasaron levantando polvo por las trochas del Parque Regional La Marcada en Santa Rosa y Dosquebradas. Gafas oscuras y botas amarillas vestían los personajes que tomaban fotos y medían los terrenos sin el consentimiento de los campesinos. Días después, las camionetas fueron vistas por la vereda Volcanes y alrededores del río Otún, aceleraron cuenca arriba, atravesaron las veredas La Bella, La Colonia, El Manzano en dirección al departamento del Quindío; entonces, los funcionarios llegaron al paraje El Bizcocho en el municipio de Filandia, sobre el Distrito de Conservación de Suelos Barbas Bremen. —La primera vez que nos dimos cuenta de las torres nos visitó una amiga, diciéndonos que los funcionarios de la Empresa de Energía solo querían medir los terrenos para ver si a largo plazo podían tirar unas cuerditas de energía.

Cuando le hablaban a Norbey de cuerditas, se referían a los 39 kilómetros de líneas de alta tensión que están siendo apostados en 81 torres desde el municipio de Circasia en el Quindío hasta Santa Rosa de Cabal en Risaralda. La historia del proyecto empezó el 11 de junio de 2009, cuando el Ministerio de Minas y Energía aprobó el proyecto UPME 02-2009 de la Unidad de Planeación Minero Energética. Se ejecutaría para solucionar problemas relacionados con el suministro eléctrico en los departamentos del Quindío y Risaralda: mejorar la confiabilidad del área y evitar racionamientos, permitir la incorporación de nuevos usuarios especialmente de tipo industrial, para promover el crecimiento económico de la región; esos fueron algunos de los argumentos utilizados para la ejecución del trazado. Según grupos ambientalistas y críticos del diseño, este no es más que un plan para abastecer de energía los grandes proyectos mineros en la zona. Todos piensan en La Colosa de Cajamarca, la que será la mina de oro a cielo abierto más grande de Colombia, entre las diez mayores del mundo. Para Norbey la cosa es mucho más simple.
—Si llegan a poner esas torres, me tocará irme.

Un total de 9.la651 hectáreas se encontraban bajo la figura legal de Parque Natural. De ellas, aproximadamente mil hectáreas de bosque impedían la realización de la obra. El 1 de julio de 2010 el entonces presidente firmó el decreto 2372, permitiendo la recategorización del Parque Regional Natural Barbas Bremen, con este papel firmado, las Corporaciones Autónomas Regionales, que son la autoridad ambiental en cada región, cambiaron la denominación del parque agregando solo dos palabras al texto original: uso sostenible. Con esto legalizaban los proyectos de infraestructura dentro del ahora rebautizado Distrito de Conservación de Suelos Barbas Bremen. El 14 de febrero de 2012 le adjudicaron el proyecto a la Empresa de Energía de Bogotá. Ese mismo día, Norbey empezaría un largo camino para defender su territorio.

Los días en esta tierra empiezan mucho antes de que el canto del gallo saraviado anuncie la salida del sol. Norbey no disfruta otro tipo de vida; orgulloso, dice ser montañero. A los cuatro años conoció el rigor del campo; aprendió a cultivar la tierra, a criar animales, a cuidar a la familia. Es el mayor de cuatro hermanos. La adolescencia le llegó recorriendo potreros, arriando y ordeñando vacas en compañía de su madre. Así creció; en la finca formó su hogar. Pero hace unos años cambió la vida tranquila en su parcela por la experiencia de conducir un autobús en Pereira.

El último día de su profesión como transportador transcurría con normalidad en medio de los trancones; entonces, un joven disgustado con la lentitud del servicio, apuntaló una navaja en el cuello del piloto.
—Todos los choferes tienen una peinilla de dieciocho pulgadas debajo del asiento —cuenta sonriente este hijo de María Layos.
Tres planazos se llevó el joven incauto y hasta ese día duró el trabajo del conductor. La vida lo separó de ese trabajo que repudiaba y lo devolvió al campo. El campo que las torres le quieren quitar.

Mientras la legislación favorece el megaproyecto, campesinos y organizaciones ecológicas se oponen a su diseño. El 17 de octubre de 2014 Norbey Betancur terminó antes que de costumbre el ordeño, entregó la leche y marchó hacia el pueblo para participar junto a un grupo de ambientalistas y pobladores en la llamada “aullatón”, uno de los muchos plantones que se han realizado en el municipio de Filandia en contra del proyecto.

Norbey no entiende por qué tanto empeño de la Empresa para instalar las torres de alta tensión. Él entiende la importancia del parque, del río, comprende el valor de cuidar los animales y el monte. No descifra el beneficio de un tendido eléctrico invadiendo estas montañas. No se explica por qué, si existen en la región sectores sembrados de coníferas donde no habitan comunidades, el único trazado fue aprobado sobre zonas de reserva natural y hogares campesinos. Por eso, ha luchado durante cuatro largos años, sin recursos económicos ni formación académica, con mucho valor. Y con su machete de dieciocho pulgadas.

5:27 a.m.

El montañero continúa el ordeño. El cielo bermejo presagia la luz de la mañana. Una lluvia lenta golpea el rostro de Norbey mientras sus manos se mueven armónicamente vaciando la ubre de la Pinta. Cuatro perros buscan calor entre las patas de las reses. De repente un aullido retumbante se trepa hasta la parte alta del cañón.
—Ya empezaron a hacer bulla los viejos; ahora, por ahí a las nueve, apenas empiece a hacer calorcito, suben hasta el borde de la finca. Ahí los ve uno trepados en los yarumos—. Se refiere obviamente a los monos aulladores, alegoría de la riqueza natural del Barbas.

Norbey es alto, delgado, forzudo. Tiene la piel blanca, los ojos claros y los rasgos finos. En sus venas converge una mezcla de sangre muy particular. La familia de su padre —montañeros antioqueños de poncho y carriel— es oriunda de Don Matías, un municipio del norte de Antioquia. La historia de la familia materna parece una novela escrita en la época de la conquista: su abuela era indígena de El Carmen de Atrato; su abuelo, un español de apellido Layos que nunca quiso contar su historia.

Norbey tenía cuatro años cuando su padre, preocupado por la creciente violencia en la Comuna 4, decidió dejar Medellín y buscar un sitio apropiado para él y su familia. En 1976 llegó la familia a la vereda El Manzano del municipio de Pereira. Con el empuje típico de los paisas, Julio Betancur empezó a hacerse con las propiedades del fallecido Juan Chatarra. Compró la finca, algunas casas de la vereda, cabezas de ganado y hasta el sobrenombre del finado pasó a ser posesión del antioqueño.

Cada vez que Norbey relata la historia de su familia, sus palabras recrean jubilosas aquellos días cuando, acompañado por sus hermanos, se descolgaba en un carro de balineras por las calles de la comuna. El tono de su voz se llena de nostalgia si recuerda la memoria de su padre. Su rostro amable se altera describiendo estos años de resistencia.

Una tarde de 2013 volvía del pueblo. Desde la portada observó con extrañeza cierto tumulto en el corredor de la casa. Obreros de la Empresa de Energía (acompañados por funcionarios del gobierno y hasta de policías) se habían adentrado sin permiso en su terreno. Su hermano manoteaba, un hombre trataba de imponer sus credenciales, la hermana desde la casa pedía que los sacaran. Norbey levantó la voz.
—Esto es tierra privada, aquí no queremos torres ni plata. Se van de acá.

La Empresa de Energía ha intentado negociar con algunos campesinos de la región. Muchos han claudicado ante las presiones: gente necesitada, con pequeñas parcelas que terminan ocupadas por los inmensos enrejados de acero. Ya son terrenos devaluados e inhabitables, pues a las enormes columnas de cien metros cuadrados en la base se suma una servidumbre de 32 metros de ancho que no permite construcciones para viviendas o animales, ni cobertura vegetal que supere los tres metros de altura.

Según la organización ambiental Chinampa, con la realización del megaproyecto energético será inevitable el desplazamiento de pequeños y medianos propietarios, por efecto de los riesgos de la llamada contaminación invisible, que se desprende de la transmisión de 230 mil voltios.

El gerente del proyecto, Mauricio Acevedo Arredondo, asegura que ha habido mucha desinformación, por tanto ya han realizado más de 43 jornadas de socialización con los habitantes de la zona para contarles lo que se está haciendo. El funcionario manifiesta que se va a minimizar el impacto ambiental y no va a haber deforestación ni brechas que dañen los terrenos. Norbey no cree estas palabras, no imagina su finca con semejantes columnas metálicas, pues, tal y como está el trazado, la franja de 32 metros partiría su hogar en dos.

Él prefiere caminar, adentrarse en la arboleda, contemplar el verde frondoso de la montaña. Aquí, en su tierra, una sinfonía natural emerge todas las mañanas: el silbido de los pájaros, el aullido de los monos, el golpe del río contra la roca, parecieran protestar contra el proyecto de las torres. A un lado de la finca, cedros y yarumos blancos recubren la quebrada El Pencil; al otro extremo, el enorme cañón abriga con su follaje al río Barbas. Estos son los linderos naturales del terreno de los Betancur. Diecisiete cuadras cubiertas de bosque protegen la cuenca, trece de pastos alimentan las vacas para sostener la familia.
—Yo sueño con la libertad y acátengo libertad, acá no hay peligro de nada, uno puede andar por todo lado tranquilo.

El Plan Ambiental del municipio de Filandia y el proyecto de conservación de la biodiversidad en los Andes colombianos del Instituto Humboldt negociaron con los lugareños la rebaja del impuesto predial a cambio de cuidar las cuencas y los corredores biológicos que atraviesan sus fincas. En el año 2005 el Instituto Humboldt destacó que esta “es un área prioritaria para la conservación. La estrategia (…) diseñada para la cuenca incluye la protección de dos grandes fragmentos de bosque húmedo andino: el cañón del río Barbas y la reserva forestal de Bremen, y la necesidad construir corredores para restituir la conexión de estos dos parches de bosque en el paisaje”.

Después de décadas de deforestación, los bosques de Barbas y Bremen volvieron a enlazar sus ramas. Yaguarundíes, pavas y monos empezaron a utilizar los cuatro corredores. Se atravesaron del Bremen al Barbas, se treparon por el cañón del río hasta Morro Azul para luego descolgarse por el Santuario de Flora y Fauna a la cuenca del río Otún; hasta allí llegaron los monos, que se quedaron en el camino agarrando espigas de yarumos. Felinos y aves marcharon río arriba al parque Ucumarí. Las pavas no subieron más, pero algún yaguarundí a lo mejor terminó recorriendo el parque Los Nevados, persiguiendo conejos hasta el Cañón de las Hermosas en el Tolima.

Milenios de evolución formaron estos dos tramos de bosque. Cinco años y dos millones de dólares se invirtieron en el primer proyecto de corredores biológicos en Sudamérica. Mucho tiempo y esfuerzo levantando vacas le ha costado a Norbey mantener estas tierras. Pero nada más tres años le bastaron a la Empresa de Energía de Bogotá para sembrar con torres la región.

8:25 a.m.

Norbey para de ordeñar. El sol aparece incrustado en las ramas de un yarumo. Las vacas corren de vuelta al potrero. Una Yamaha RX 115 negra hace las veces de mula. En la parte trasera un guacal de madera sirve de soporte para el acarreo. El campesino levanta las cantinas, las ajusta en el cajón apretándolas con la soga.
—Ya voy a llevar la leche; ahora que venga del pueblo bajamos al río, pa que vea la belleza y la libertad que se siente. Eso es lo que no ven los de las torres. En cualquier momento llegan y empiezan a hostigar.

Una mañana el sol postergaba la salida. Norbey casi terminaba con su rutina cuando tres personajes misteriosos se asomaron en los potreros. Con voz amenazante preguntaron por el dueño de la finca.
-La patrona no está —contestó él. Ese día, por primera vez desde que empezó este conflicto, el campesino sintió miedo.
—Entonces firme acá —replicaron los personajes levantando el tono.
—Yo no firmo nada —les dijo mientras empuñaba el machete—, no estoy autorizado.
—Dígale a su patrona que le quedan colgados en una guadua siete millones de pesos.

Este tipo de amenazas se volvieron comunes. No pasan ocho días sin que los funcionarios de la empresa aparezcan. Aprovechan cuando Norbey sale en las mañanas a entregar la leche para ingresar a su predio, medir y delimitar la zona donde irán las torres. Él ha denunciado en varias oportunidades los atropellos a los que ha sido sometido: ante las autoridades, en los medios de comunicación, hasta la gobernadora del Quindío escuchó estas acusaciones. Nunca nadie le dio repuesta.

Como sufre este montañero sufren muchos. El boletín 18 de Peace Brigades International Colombia informa que el ochenta por ciento de las violaciones de los derechos humanos que ocurrieron entre los años 2001 y 2011 se produjeron en regiones con vocación minero energética, y el 87 por ciento de las personas desplazadas proceden de estos lugares.
—Esa gente no puede entrar acá, esto es propiedad privada, la patrona dijo que acá no va a dejar poner ninguna torre.

La patrona es su hermana. Hace más de veinte años, la madre, cansada de ver su esposo jugando al dado todas las pertenencias, vendió lo poco que quedaba, agarró a su hija de la mano y emprendió una travesía por Centroamérica para cruzar el río Grande. Madre e hija lograron el anhelado sueño americano. Con el tiempo las dos hicieron vida en Estados Unidos, ahorraron dinero y compraron estas treinta cuadras a la vera del Barbas.

Poco tiempo después de comprar la finca, el 2 de enero de 2013, Julio Betancur, el padre, el jugador de dado, el negociante antioqueño de Don Matías, apareció muerto en un misterioso evento.

Golpe fuerte para Norbey, la muerte del padre junto a la presión ejercida para instalar esas torres, en los campos por donde corren sus hijos, justamente ahí, en los potreros donde alimenta sus vacas, en el bosque donde aúllan los “viejos”. Todo parece impulsarlo a vender la tierra para comprar un camión alejándose del trabajo en el campo, la única vida que disfruta.

Pero antes de la muerte del padre, una noche perdida, un cuatrero cuerda en mano llegó sigilosamente al potrero, quitó el broche, enlazó una novilla y agarró carretera arriba hasta perderse en la sombra. Esa fue la última vez de Chiquita pastando en esos potreros. Los días siguientes padre e hijo anduvieron las praderas de las fincas vecinas pero nadie vio nada. Al parecer Chiquita se encontraba ya recorriendo pastizales de otra región. Norbey creía saber quién era el bandido. Se decidió a enfrentarlo. Su papá, entendido en los agites de la vida, lo instó a estar tranquilo, asegurándole que no se le iba a perder la ternera.
—Y no me la dejó perder—asegura Norbey.

Cuatro meses después, la dolorosa noticia llegó a la tierra de los Betancur. Cuando terminaba el ordeño de la tarde una llamada fue la advertencia. Habían encontrado a Julio tirado en la vereda Cruces con un fuerte golpe en la cabeza. Norbey soltó todo, nervioso prendió la moto y aceleró hacia el pueblo. El camino se hizo pedregoso, lento, brumoso. Desesperado entró al hospital. Allí estaba, abatido en una camilla. Nada que hacer: al viejo Julio se le habían acabado las jornadas de dado y fiesta. Nadie vio nada, nadie supo qué pasó.

Pasaron las semanas y Norbey empezóa escuchar una voz. Historias sobre vacas paridas y terneras extraviadas le narraba su papá en los sueños. Cada noche cerraba los ojos y la imagen del viejo aparecía. Los días no eran distintos: caminando por la finca, en las calles de Filandia, en la cafetería del parque… miraba a su padre. Hasta que un día, por una finca vecina, la sombra café en uno de los potreros llamó la atención de Norbey. Sigilosamente se acercó al pastizal. Allí estaba el animal que meses antes le habían robado. Empezó a decir suavemente:
—Chiquita, Chiquita…
La ternera no dudó en atender el llamado. En un santiamén llegó la policía, el dueño de la finca, los mirones y un tal Potranco. La discusión se agitó. Potranco decía que la había comprado en un criadero en Circasia. Norbey levantaba la voz contestando que la ternera era suya. Un funcionario de la notaría trataba de resolver la pelotera.
Como en disputa por la custodia de un hijo, el animal fue puesto en medio de los padrastros.
—Le dije a Potranco: “Viejo, ahí está esa ternera, ¿es suya?”. Me dijo que sí. “Llámela entonces”. Empezó a llamarla: “Mona, Mona, Mona…”, la ternera nada, ni siquiera lo volteó a mirar. “Vea viejo, esa ternera es mía”, le dije, “y la ternera se llama así: Chiquita, Chiquita, Chiquita”. Ahí mismo el animal vino berreando tras de mí.

Ante la irrebatible evidencia, Chiquita volvió a sus pastos. El tal Potranco la había comprado robada.
—Mi papá antes de morir dijo que no me preocupara por la ternera, que ella aparecía, y vea, me la devolvió. Se la llevaron hasta Circasia, luego pa La Florida. ¿Por qué no la vendieron allá? Mi papá desde el cielo dijo: “Esa berraca tiene que volver a Filandia”, y la voltió pa acá, a los desechos míos. Estaba lindando conmigo. Él me ayuda mucho. Yo le pido todos los días pa que no deje poner esas torres.
Destrozado por la muerte de su padre, harto de la pelea con los funcionarios de la Empresa de Energía y de tanto embrollo, Norbey decidió contarles a su esposa y a sus dos hijos los planes de marcharse. La respuesta de la niña de ocho años lo dejó conmocionado.
—Papá, y si vendemos la finca, ¿quién va a cuidar a los perritos? ¿Quién va a cuidar las vacas y las gallinas? ¿Qué va a pasar con el caballo que dejó el abuelo?

Esas palabras borraron cualquier idea diferente a la de luchar por lo suyo. No había que vender nada, solo levantarse contra el dolor y oponerse al proyecto.

9:47 a.m.

En medio de estos pastizales rodeados de bosque, una humilde casa con corredores de guadua es el refugio de la familia Betancur. Norbey asoma arriba, en el filo; lentamente se descuelga hasta el patio de la casa. Cacareos, graznidos y ladridos reciben al montañero. Aparca la moto, descarga las cantinas vacías.
—Camine pues, bajemos para que vea la belleza. Ese es el río Barbas, para allá es Risaralda, nosotros estamos en el Quindío.

En la entrada a la finca, colgados del cerco, los avisos de propiedad privada buscan frenar la entrada de esos visitantes incómodos. Como él mismo dice, ni las advertencias impiden que la gente de las torres atraviese los predios. Es común encontrar a los funcionarios del proyecto del cerco para adentro. Hace un mes estaban en la parte de atrás de la casa, en el sitio donde será instalada la torre 40. Sin autorización alguna cortaban el pasto y enterraban mojones. El campesino los enfrentó arrancando las señales, enfurecido los exhortó —por enésima vez— a abandonar su terreno.
—Esto es propiedad privada, ustedes no pueden estar aquí. Si quieren que los eche como sacando pulgas, no es sino que lo digan. En el sitio donde será instalada esta torre, un par de años atrás, encontraron vestigios arqueológicos. Hay fotos y videos de la excavación. Para Norbey es claro el daño que pueden hacer las torres a la historia. Instintivamente levanta la mano y señala las terracetas que se presentan a lo largo del trazado, asegura que la zona fue habitada por comunidades indígenas y que posiblemente allí hay entierros de muchos años.
—Aquí nosotros sacamos unas ollas; quién sabe cuántos miles de años tendrá eso. Oiga, lo bonito que construye la tumba esa gente, a mí nunca me había tocado ver algo así —dice.

Sobre otro punto del proyecto, en la vereda Volcanes de Santa Rosa (Risaralda), el 21 de julio de 2015 los trabajadores de la Empresa se encontraban perforando el suelo hasta que el golpe de la pala contra unas rocas detuvo la obra. Tumbas de cancel de más de 1 500 años de antigüedad se encontraron en la terraceta donde sería instalada la torre 61. Según la Empresa de Energía de Bogotá, la compañía siguió los protocolos establecidos por el Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH) para el debido cuidado y exploración de este importante descubrimiento arqueológico. Pablo, el propietario del terreno, afirma que el hallazgo lo hicieron ocho días antes y que solo hasta que la comunidad se hizo presente detuvieron la construcción. Habitantes de la zona y grupos ambientalistas acamparon en el lugar para impedir que continuaran la perforación.

En varias partes del trazado se ha presentado algún tipo de violación ambiental. Norbey manifiesta que la torre 39 que será instalada en su terreno tiene que ser movida pues se encuentra a menos de cien metros de un nacimiento de agua. El estudio “Diagnóstico dimensional, evaluación de impacto ambiental y plan de manejo proyecto UPME 02-2009”, realizado por estudiantes de Administración del Medio Ambiente de la Universidad Tecnológica de Pereira en el año 2013, identifica los posibles efectos negativos generados.

A Norbey no le interesan las palabras raras, ni los tecnicismos utilizados en esos estudios, a él le basta con observar el tropel de aves que cruza el cañón en las mañanas para entender que quizás esas cuerdas les pueden cortar el vuelo. Norbey no sabe qué es fragmentación del área o pérdida de cobertura vegetal, él simplemente se imagina cuántos años tuvieron que pasar para que ese monte que está siendo tumbado pudiera crecer. Piensa en los animales que vivían allí, imagina hacia dónde tendrán que correr. Si alguien le pregunta sobre modificación de las actividades productivas, lo más seguro es que no obtenga respuesta; eso sí, cada vez que levanta la mirada y observa los enrejados que están siendo clavados en las fincas de sus vecinos, reflexiona cómo sostendrá a su familia cuando debajo de esas torres ya no pueda sembrarse nada. Sin ningún tipo de análisis o estudios, Norbey deduce con su mirada el impacto del proyecto, razona y concluye:
—No es justo que al mismo campesino lo atropellen así.

12:12 p.m.

Norbey observa cautivado el monte que rodea su finca. Desde la pequeña colina donde será instalada la torre 40 nos enseña unos monos aulladores que brincan entre los yarumos. Su hijo Anthony, de cuatro años, sonriente se pasea entre sus piernas.
—La pelea va a ser larga, aquí va a haber guerra —dice.
La figura de Norbey se aleja totalmente de cualquier cliché revolucionario. Tal vez, inconsciente de su papel, hoy es un símbolo de la resistencia campesina. Envuelto por esta selva y este río, alentado por su familia, por la memoria de su padre, lúcido y corajudo, asegura:
—Aquí no dejamos poner nada.

Ahora está esperando el fallo de una demanda instaurada por la Empresa de Energía de Bogotá, que probablemente se pronunciará en su contra. Entonces, los funcionarios recibirán el poder para atravesar el cerco sin permiso, como ya ha pasado con otros campesinos que habían cerrado las puertas de su finca al proyecto. También es cierto que el montañero de nuevo desenfundará el machete; cuando eso suceda, seguramente el aparato estatal se hará presente, con sus escudos, sus bolillos, sus gases y sus balas.

Norbey tiene razón: la pelea para defender el patrimonio de su familia es larga, muy larga. UC

 

Fotografías: Rodrigo Grajales

Fotografías: Rodrigo Grajales

Fotografías: Rodrigo Grajales

Fotografías: Rodrigo Grajales

 
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