Número 80, octubre 2016

¿Puerto o Valdivia?
Paula Camila O. Lema. Fotografías por la autora

Fotografía: Paula Camila O. Lema

En el mapa de riesgo publicado por la Misión de Observación Electoral antes del plebiscito Valdivia es un punto rojo en uno de los departamentos con más puntos rojos del país: riesgo por presencia de Farc y ELN; riesgo alto por densidad de cultivos ilícitos y minería ilegal; riesgo extremo por presencia de Bacrim y de corrupción o constreñimiento al sufragante.

Valdivia queda en el norte, lo atraviesa la Troncal de Occidente y tiene 545 kilómetros cuadrados y 36 veredas. Está cerca del Nudo del Paramillo, cruce de montañas que pasa por cinco departamentos y comunica dos mares, corredor natural disputado por guerrilla y paramilitares. Es vecino de Tarazá, Ituango, Briceño, Yarumal y Anorí, y está cerca de Cáceres y Campamento, municipios sembrados de coca y de minas antipersona. La cabecera urbana, al sur, tiene como centro una iglesia sin plaza en la que convergen calles llenas de comercios, el clima es fresco y la vida tranquila. Pero en sus dos corregimientos —Puerto Valdivia, al noroccidente del casco urbano, y Raudal, al nororiente— el calor es intenso y el sol rechina, y por sus poblados y veredas dispersas rondan guerrilleros de los frentes 18 y 36 de las Farc y bandidos del Clan del Golfo (Autodefensas Gaitanistas de Colombia). En Puerto Valdivia comienza el Bajo Cauca.

Tan dividida como Colombia está Valdivia, y en el preconteo el Sí ganaba por tres votos, pero su abstención fue mayor a la del país: de las 12054 personas habilitadas, solo 2261 votaron. Según una investigación de Colombiacheck y CdR Lab, la cifra de abstención del país fue la más alta de las elecciones nacionales en los últimos dieciocho años (62,5 %), y Valdivia hace parte del 4% de municipios donde fue superior al 80%. “La gente que no votó es como ajena —me diría después Benjamín Mesa, Promotor de Desarrollo Comunitario del Municipio y parte de la Asociación Campesina del Bajo Cauca, Asocbac—. Que qué ganaban ellos con ir a votar, le decían a uno”.

Puerto Valdivia sale tanto en las noticias —enfrentamientos, paros armados, ataques de las Farc contra la fuerza pública— que a veces se cree que es municipio y no corregimiento. Ocupa más de la tercera parte de Valdivia, y a su poblado a orillas de la Troncal le dicen El Puerto. Fue de Puerto Valdivia de donde salieron los 150 paramilitares que perpetraron la masacre de El Aro, en Ituango, cuando Álvaro Uribe era gobernador; fue en la vereda Puquí, la más lejana del corregimiento, donde hicieron la primera estación. Es por los campesinos de Puquí y de las veredas más alejadas que más tarde se le encharcarán los ojos a Benjamín, en una tienda del casco urbano: “Llegar hasta aquí y votar y ver que no se llegó al objetivo... es muy frustrante, de verdad que sí...”. Pero ahora, en la vereda Cachirimé, a pocos minutos de El Puerto, la que se quiebra es Teresa Jaramillo, también de Asocbac, por ese No tan tibio que sin embargo dijo tanto, tantísimo, de Colombia. Porque los habitantes del casco urbano “no han visto la pobreza, no han visto cuando nos riegan con glifosato, no han visto al Ejército coger un campesino con un kilo de coca y llevárselo como narcotraficante, entonces qué les importa. Ellos nunca nos han defendido, y el proceso de paz nos defiende, nos abarca. Esa es toda la razón de ese No para mí”.

La gente del pueblo no entiende la guerra, y menos aún sus matices. Digamos, la relación con “la guerrillerada” que a fuerza de años se ha vuelto lo que hay, la autoridad, la única protección contra otros actores armados. Al otro día alguien me diría que su Sí, personal, marginal, se debió justamente a eso: “Cuando estaban en ese tema yo me alejaba porque era un tema caliente. Pero en lo personal, yo miro el trabajo que se hace en las veredas de adentro, y trabajan muy bien. Y como hablan los presidentes... Yo digo: lo que esta persona está diciendo no lo aprendió sola. Lo que está haciendo en su vereda tampoco. Y el Estado no está ahí. Alguien más está enseñando... Esas juntas funcionan a la perfección, entonces yo digo: hay cosas buenas”.

Los que dijeron Sí son los del campo, explica Teresa mientras las tractomulas pasan a toda velocidad por la Troncal, en este punto paralela al río Cauca que tantos cadáveres ha arrastrado. Cuando empezaron los acuerdos los guerrilleros les contaron, insistieron en la organización de las Juntas, agradecieron por todo. Que así como los perdonaban a ellos por las atrocidades, dijeron, también tenían que perdonar al Ejército por sus atropellos: limar asperezas para cuando llegaran a ocupar los territorios que ellos abandonarían. Muchos se fueron, se dice que para las zonas de concentración de Ituango.

Fue en el campo, en veredas lejanas y otras no tan lejanas, donde más se “socializaron” los acuerdos. Lo hizo la Asocbac intensamente, un poco menos la Asocomunal, otro poco Usaid, la Red Nudo de Paramillo y la Asociación de Productores de Valdivia —Asproval—. Veían videos, leían y hablaban y debatían. “Yo digo que en el campo se hizo una buena pedagogía —me diría luego Benjamín—, aunque es claro que el campesino siente mucho temor. Y el temor no es porque la guerrilla se quede, no; el temor es porque la guerrilla se va”. Las mismas preguntas escucharon Teresa y Hernán Torres, presidente de Asocomunal: qué iba a pasar cuando la guerrilla se fuera, si iban a entrar otros grupos, si llegaría la fuerza pública a acusarlos de narcotraficantes y guerrilleros. Qué va a pasar con la coca, de qué vamos a vivir. Los líderes explicaban lo mejor que podían lo que el Acuerdo contempla: programas para la sustitución de cultivos, titulación de tierras, reformas para que no sean perseguidos penalmente y otras medidas para “cerrar la brecha entre la ciudad y el campo”. A Patricia Palacio, de Asproval, le preguntaban cómo era posible que “ellos” recibieran beneficios mientras los campesinos que abastecen las ciudades eran vulnerados, y ella les respondía que la paz tenía que incluirlos a todos.

Cuenta Teresa que el día del plebiscito “la votación dura fue de once a tres de la tarde. Y a las carreras, porque muchos votaban en Yarumal, otros en Tarazá, otros en Caucasia, otros en Valvidia”. El consorcio de Hidroituango —en cuya zona de influencia está el municipio— puso dos carros para transportar votantes, y la Alcaldía otros dos. Ningún político ofreció almuerzos, hojas de zinc, bulticos de cemento ni puestos en la administración, que es lo que se ha hecho siempre en este pueblo tan parecido a todos, y por eso la abstención dobló la de las últimas elecciones locales (46%). En una nota publicada en Teleantioquia un día antes, una representante del Movimiento Ríos Vivos declaró que paramilitares habían amenazado a los habitantes. “Cuidaíto con votar, y cuidaíto con votar por el Sí”, dijo que dijeron, pero ninguno de los líderes con los que hablé pudo confirmarlo, y Teresa incluso dice que estuvieron muy calmados ese día. Días después circuló por Whatsapp un panfleto firmado por el Estado Mayor de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia. “El proceso que condujo a la firma del Acuerdo final [...] es beneficioso para el país, como oportunamente lo hemos hecho saber —rezaba el papel con membrete—. Llamamos entonces a conservar la calma y a buscar de manera incesante y creativa salidas al limbo al que ha conducido el resultado del plebiscito”. Repetía varias veces que para lograr la paz es necesario “incluir todos los actores armados generadores de violencia”, y convocaba a esos “generadores” a cesar “todas las extorsiones y homicidios y otros que generan violencia en contra de la población civil” los días 16, 17 y 18 de octubre.

Después de votar, los campesinos de este lado del municipio hicieron olla comunitaria y se fueron a sus veredas a esperar los resultados. A Teresa, en el pueblo, la entristeció la soledad del coliseo, que en elecciones normales se llena de gente. Después recibió la noticia del pírrico triunfo del Sí, la confirmación de que el Sí lo había puesto el campo y el No la cabecera, el anunció de la derrota en todo el país. Se sabe ahora que en Valdivia no ganó el Sí sino el No, por 19 votos de diferencia, y que en Puerto Valdivia y Raudal el Sí ganó por 268 votos y en la cabecera perdió por 387. “Uno de los jurados me dijo: ‘los votos del Sí que hubo en el pueblo, y mas sin embargo no ganó ninguna mesa, fue porque los llevaron del Puerto”, cuenta Teresa.

 

Como en el país, donde las encuestas y casi todos daban por ganador al Sí por amplio margen, en Valdivia el resultado fue una sorpresa que a la luz de todo lo que ha pasado resulta cándida, por decir lo menos. “No hubo una buena publicidad —explicaría Patricia—. Muchos de los que llegaban a votar no sabían qué estaban votando. Que qué era eso, que para qué. El 70% de Valdivia es rural, y hay gente que no escucha ni radio, no sabe leer, y no todos pertenecen a una Junta, entonces dígame cómo va a llegar a algo masivo si ellos no tienen conocimiento de nada”. Además, muchos no tenían las cédulas inscritas, porque desconfían tanto de la institucionalidad que les da lo mismo un candidato que otro. Y a otros simplemente no les interesaba.

Después de despedirme de Teresa, mientras espero taxi en un acopio de El Puerto, doña Fanny, tendera de unos cincuenta años, me dice que votó Sí para reclamar el certificado, y don William, un cliente, que hizo lo propio porque “uno vota por la paz, es mejor la paz”. No muy distinto a lo que me diría al día siguiente don Antonio, propietario de esa tiendita de puertas y ventanas rojas a orillas de la Troncal, en la vereda La Habana, no muy lejos de allí: “Yo voté ahí como por votar sería, porque yo de eso no entiendo. Medio entendí después que el No era de Uribe y el Sí de Santos”.

Pero el taxista que me lleva al casco urbano está indignado. Dice que no lo puede creer, que no entiende cómo no se acuerdan de las reses robadas de Ituango que los paracos hicieron desfilar por la Troncal días después de la masacre: “Me tocó ver en carne viva todo eso. Y la gente con pereza de votar por la paz. Yo les digo: ‘cuando les vengan a quitar las vaquitas que les quedan ahí sí lloran’. Entre más poquitos grupos haiga, mejor, pero la gente no piensa en todas las cosas que pasaron. Pero tan lindo Bogotá, como se lanzó de lindo, bregó y luchó, ¿cierto?”, dice el señor de sesenta años, y luego me cuenta que acá, en esta curva, durante el paro armado del 31 de marzo pasado, las Bacrim le quemaron el taxi y este en el que viajamos es prestado.

En el campo tenían esperanza porque están cansados de lo mismo, algunos viven de la coca, no tienen vías y la informalidad de la tierra es un problema serio. Ahora tienen miedo, creen que puede pasar cualquier cosa. Temían por represalias de las Farc, pero los guerrilleros les pidieron paciencia. Temen por sus cultivos, y alguno debió enterarse de la propuesta que días antes del plebiscito hizo Néstor Martínez, fiscal general, de reanudar las aspersiones con glifosato.

No

Todos los municipios que rodean a Valdivia votaron Sí: Tarazá (60,07%), Anorí (64,92%), Briceño (69,35%) e Ituango (69,34%). Todos salvo Yarumal, donde el 67,43% de los votantes dijo No, porque es bastión uribista aunque allí hayan surgido Los Doce Apóstoles, grupo paramilitar que asesinó a más de quinientas personas; aunque el hermano de Uribe, Santiago, enfrenta un juicio por conformarlo. “Hay gente de aquí pa abajo uribista que fue víctima de Los Doce Apóstoles”, me diría esa noche un funcionario de la Umata.

En el pueblo la gente repetía los argumentos del No que luego confesaría Juan Carlos Vélez, de los que se enteraban por los noticieros y por cadenas de Whatsapp. País castrochavista, país en manos de ‘laFar’, país homosexual, país de viejos sin pensión, país de pobres sin subsidios. Ninguna valla ni alocución del alcalde desvirtuaron las mentiras. Patricia me diría que vio a la alcaldesa de Tarazá muy comprometida con el Sí, invitando a líderes y organizaciones a votar, “y en Valdivia nada”. El alcalde le iba al Sí, dicen, pero nunca lo promulgó. Como el de Medellín. Y el de Antioquia. Cuando Hernán le preguntó si iba a hacer campaña, respondió: “A mí nadie me lo impide, pero es mejor que las comunidades decidan”.

En la administración, me dijeron, el único que le hizo campaña al No fue el personero, Didier García, moreno petiso que debe rondar los cuarenta años. Le digo, después de presentarme, que en Valdivia los resultados casi dieron empate, pero a él no le parece: “Porque un solo hombre contra toda la clase política, contra las cortes, contra los emporios empresariales, contra toda la publicidad engañosa que hubo... Yo no soy uribista, porque no lo puedo ni ver, pero yo lo admiro porque él solo revirtió todas esas cosas”. Que no es uribista, dice, y me llama doctora, y cuando le menciono a Juan Carlos Vélez dice “no, no, no, yo vi debates entre Paloma Valencia y Roy Barreras, y eran con argumentos”. Después casi jura que a Leo Dan le ofrecieron el Nobel de Literatura pero se negó a recibirlo porque era cantante y no escritor. Que no, le digo, ya desconcertada hasta la risa, y responde “yo la invito a que averigüe, hay que leer cositas, no lo que le dice a uno Caracol”. Que no es uribista, insiste, y dice que Santos “compró un Nobel como comprándose un juguete”, y que él, abogado, leyó los acuerdos y tienen “unos verbos rectores que no los entiende ni Fernando Londoño”. Le digo que eso se parece mucho a la propaganda engañosa del No, me dice “yo soy izquierdocito, hay izquierda buena”, como la de Salvador Allende, “un tipazo”, y me parece muy curioso que admire a un izquierdista asesinado por una dictadura hace 43 años, pero no se lo digo porque a estas alturas la conversación ya se ha convertido en un diálogo de sordos en el que intervienen también sus subordinados, defensores del No, que me dicen doctora aunque yo les pida que por favor No.

Termino la noche en el negocio de un señor muy respetado en el pueblo, quien no más entrar me cuenta que es amigo personal de Uribe —“¡desde muchachos somos amigos él y yo!”—, y de Santos dice que es “un perro sarnoso, engatusador, embaucador, sinvergüenza que traicionó miserablemente a Uribe”. Por qué, pregunto, haciendo acopio de toda la paciencia en la que me entrené antes del Plebiscito: “Porque le hizo creer al pueblo colombiano que él había firmado la paz de Colombia, y lo que se firmó fue el acuerdo entre él y ‘laFar’”. Habla con mucha vehemencia: “¡Ojalá pudiera haber votado diez veces! No solo voté sino que hice votar a mucha gente”. Sube el tono cuando le pregunto por la reducción de confrontaciones después del cese al fuego, me obliga a apagar la grabadora, me exige que no ponga su nombre. Dice que el cese al fuego “era un engañabobos”, que al procurador lo destituyeron por “unas cosas que no valen la pena”, que a Piedad Córdoba le restituyeron sus derechos porque “la Corte fue presionada por ‘laFar’”, y que Valdivia es un pueblo de paz porque “la zona caliente es allá abajo”. Al final cometo el error de preguntarle la edad, y él responde que qué me importan a mí sus años, si es casado o tiene hijos, me dice “insidiosa” y me manda a coger a otro de bobo.

Es, más o menos, la misma historia de tantos municipios, y la conclusión es más o menos la misma: el campo votó Sí pese a miedos reales, y la ciudad — el pueblo— votó No por miedos infundados. Tiene razón Patricia cuando dice que antes le fue bien al Sí. Tiene razón el personero cuando dice que a los del Sí “los mató fue el triunfalismo”. Y tiene razón el viejo cascarrabias cuando dice que fue la soberbia lo que más contribuyó a la derrota del país en las urnas el 2 de octubre de 2016. UC

Fotografía: Paula Camila O. Lema

 
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