Número 80, octubre 2016

Breve defensa de Bob
Fernando Mora Meléndez. Ilustración: Hernán Franco Higuita

Está bien que uno no esté de acuerdo con que a Bob Dylan le hayan dado el Nobel de Literatura, así como a otros, los del noviciado del No, tampoco les gustó el nombre de Juanpa para el de la paz. Pero creo que hay un tufillo desdeñoso, sobre todo cuando se califica a Bob de tonadillero o se llama a la canción un subgénero o género menor. El enunciado implícito es que hay otra Literatura, con mayúscula, donde estaría gente como Dohn DeLillo o el best seller japonés Haruki Murakami. Esto es, a todas luces, no solo injusto con la composición poética de artistas como Leonard Cohen o Joan Manuel Serrat, para citar solo dos casos, sino también demasiado ingenuo al creer infalible a una academia que también le otorgó el máximo galardón de las letras a sir Winston Churchill.

Dice en el acta que a Churchill se lo concedieron por “su dominio de la descripción histórica y biográfica, así como por su brillante oratoria en defensa de los valores humanos”. En suma, el primer ministro escribió un libro de memorias y varios discursos, suficiente para que los lectores de Estocolmo lo ungieran como maestro de la escritura universal. Otra cosa es pensar que la medalla tenía, como siempre se dijo, un tinte más político que poético, pero eso es otro cantar.

Si un Nobel puede ser tan discutible como un Óscar, no veo por qué haya que votar tanta pólvora (tal vez de la otra que inventó Alfred) en un galardón así, que ha premiado a poetas desabridos, ya justamente olvidados, o a novelistas de medio pelo como Pearl S. Buck, por ejemplo. Pero lo que sí me parece preocupante es que se ignore que Bob Dylan es un poeta, o que la poesía subyace en toda buena canción, o que haya aparecido en sus comienzos junto con la épica, como ya lo sabemos, no solo por Aristóteles sino por una larga tradición que va desde los aedos, los rapsodas y tantos otros que escribieron para cantar. Recuerdo que en un recital en un bar de Caracas, mientras el poeta Jaime Jaramillo Escobar se preparaba para leer sus textos, con su habitual entonación, algún espontáneo le gritó: ¿Va a cantar? Sí, respondió él, estamos cantando, porque la poesía también es canción.

Si a este paso vamos, habría que revaluar el Nobel de García Márquez puesto que el propio autor dijo: “Cien años de soledad no es más que un vallenato de trescientas cincuenta páginas”.

Quizás a Bob también le hayan anunciado el premio, como contrapeso a Trump, dados sus gestos contestarios y hasta iconoclastas (una semana después ni siquiera les había pasado al teléfono a los suecos), pero también es cierto que no se lo puede mirar como si fuera un metalero de barrio. Antes de juzgarlo de un modo tan ligero habría que empezar por buscar buenas traducciones, no las que han hecho los payoleros de su música. Así nos daríamos cuenta de que tampoco es un tonadillero, como afirma el profesor Orrego, y menos que los de la Academia se la fumaron verde para inspirar su decisión, en una frase que recuerda al mejor Ordóñez.

Para entender un poco por qué Dylan es más poeta que cantante es suficiente con rastrear cómo la crítica musical ha destrozado su gangoso sonsonete. Otros, bajo el mismo rasero, no le atribuyen mayor valor melódico a la banda sonora que acompaña sus letras. He aquí un caso donde la música y la poesía se mezclan, de modo prostituto, como dice el articulista, que también la embiste contra la mezcla impura de las artes, que no deberían confundirse entre sí, ya que hay unas más verdaderas que otras.

 
Ilustración: Hernán Franco Higuita

En el otro sentido, la admiración del mundo literario por el maestro se expresa en múltiples libros, como la bella crónica del escritor norteamericano Sam Shepard, Rolling Thunder: con Bob Dylan en la carretera. A Dylan le sobran fieles desde hace décadas, y no creo que necesite justificarse, ni le importe que su elección haya “mandado a los infiernos a Philip Roth”, mucho menos que sea un irrespeto con “escritores verdaderos y pacientes” que esperaban que “el sol del Nobel los alumbrara de nuevo en su país”.

También llama la atención la alusión que se hace al premio concedido en el 2015 a la escritora rusa, Svetlana Aleksiévich, y que, según cuenta Orrego, pasó en blanco sin leerla. Debe ser porque tampoco es una autora de ficción, en el riguroso sentido en que él lo entiende, sino una cronista que utiliza las técnicas y la estética del periodismo narrativo para contar las historias que le interesan, bajo un rótulo que hace rato acuñaron los gringos, el de non fiction. Esto tampoco debería ser premiado puesto que es un subgénero o género menor, al lado de Murakami.

Es curioso, sobre todo, este prejuicio, cuando sabemos que quien desdeña de ese modo la narrativa periodística es autor de dos libros de crónicas, a saber: Viaje al Perú y Tumba de indios, este último recién aparecido.

Le sugiero al querido Juan Carlos que no desdeñe sus libros de periodismo, ni tenga escozor por tales géneros, por muy espurios que le parezcan. Algún día la Academia se lo reconocerá. UC

 
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