Número 79, septiembre 2016

Si la literatura sueña con arrojar como fruto algún tipo de
sabiduría o algo similar, tal vez sea porque ya está muerta.

Ko Un, poeta aficionado al vino

 

 
Un acróbata barriendo la cocina

Santiago Gallego. Ilustración: Samuel Castaño

 

Casi al final de Corea: apuntes desde la cuerda floja, Andrés Felipe Solano —nombre que no puedo escribir sin imaginarme a un niño bueno, sentado muy juicioso en la esquina del patio central— transcribe una cita de Baudelaire, citado por Hrabal, que tal vez responde a esa pregunta que nos hicieron insistentemente en casa cuando leímos algunos pasajes del libro en voz alta: ¿Pero por qué se fue ese tipo a vivir a Corea? ¿A quién se le ocurre hacer eso? Dice Baudelaire: “A mí me parece que siempre estaré bien donde no estoy, y este asunto de la mudanza es uno que estoy discutiendo constantemente con mi alma”. Montaigne ya se había manifestado sobre la razón de viajar, en un famoso pasaje: “Sé de lo que huyo, pero no sé lo que busco”. Esa indeterminación, tan moderna, es la que resuena en el fondo de la presente obra de Solano.

El argumento de este libro de no ficción es sencillo: un escritor joven se va a vivir a Seúl con su esposa surcoreana. Tienen poco dinero y más preguntas que respuestas. “Nosotros no tenemos nada, ni siquiera una cama, mucho menos una nevera, un sofá o un escritorio. Nuestra vida está empacada en cuatro maletas. Aun así, somos felices y no tenemos miedo. Quién sabe cuánto nos dure la fortaleza”. Durante un año ese escritor se dedicará a componer un diario, que él con modestia bautiza “apuntes”: un conjunto de notas diversas —narraciones breves, pensamientos, observaciones etnográficas, temores, citas de libros, llamadas de auxilio—, agrupadas bajo el paso de las estaciones, que dan cuenta de su vida en Corea del Sur; es decir, que dan cuenta de su vida y de Corea.

En tierras tan ignotas, es fácil sucumbir a la tentación de lo exótico y abandonarse al recuento de lo distinto. Solano, cómo no, construye una cámara de las maravillas para el lector de curiosidades y nos describe, por ejemplo, las múltiples formas de la prostitución que existen en Seúl y que abarcan modalidades tan dispares como las casas de besos y el sexo oral practicado en ropa interior. Nos describe algunos de los platos locales, los problemas políticos con Corea del Norte, el hiperconsumismo surcoreano, los tatuajes prohibidos, las amas de casa comprando medidores de radioactividad portátiles, las funciones de cine a las tres de la mañana, la blancura hiriente del invierno, el melancólico calor intenso del verano, los frutos malolientes de algunos árboles, la belleza de los cerezos en flor, los exorbitantes depósitos de arriendo, las ubicuas supersticiones, las tribus urbanas de mujeres maduras que usan viseras y reparten carterazos, los parques temáticos para adultos donde parejas en yeso practican “un cunnilingus eterno, el difícil e inestable 69 de pie, o un furioso doggy style”, algunos letreros en las calles escritos en letras latinas (“Café Rabia y un almacén de ropa para mujeres llamado Madam Polla”), la inexistencia de las drogas; el hombre que fumó la marihuana que cultivaba en su jardín durante años, en un parque, sin ser denunciado, porque nadie conocía el olor de la yerba; los coreanos escupiendo en la acera e interrumpiendo cualquier ensoñación de esas que llamamos “poéticas”, la ausencia de filas, la obsesión por el maquillaje, la preocupación asfixiante por el cuerpo entre hombres y mujeres: por las cejas, la nariz, el pelo, el acné; las férreas jerarquías familiares, la transformación de la educación en el más pesado de los fardos.

Esas y otras rarezas pueblan estas páginas, pero ninguna de ellas responde a las preguntas que es lícito formular y a las que el libro también contesta: ¿Por qué nos vamos? ¿Por qué permanecemos en la distancia? ¿A qué renunciamos cuando renunciamos? ¿Qué ganamos y perdemos con las penurias lejanas y autoinfligidas?

Solano entra a una tienda y recibe el cambio equivocado por parte del dependiente. Una vez fuera, fantasea con el apocalipsis cotidiano que ve venir cuando reclame el dinero faltante. “Pensé en la batalla que se avecinaba, en que debía mostrarme firme, en lo agotado o furioso que saldría si el hombre no estaba dispuesto a devolverme el dinero. El cajero me defraudó. Reconoció el error con una sonrisa pacífica y me pidió disculpas. Salí y me sentí extraño, perdido y sin saber qué hacer con la pequeña descarga de adrenalina que aún sentía en mis venas. Me costó aceptar que todo estaba bien, que el mundo podía funcionar”. Nos habla, claro, de ese estado colectivo de histeria que vivimos todos los días en Colombia: prevemos que nada funcionará, que nos intentarán correr la silla al sentarnos, que en el supermercado nos cobrarán de más o nos engañarán de alguna forma, que la interminable fila en la oficina del gobierno culminará con la exigencia de regresar con un remoto papel desconocido que no llevamos, que el banco nos tendrá en vilo durante días antes de devolvernos el dinero que se esfumó de nuestra cuenta y que cualquier cosa, pública o privada, insignificante o de importancia, nos costará la dulce vida, esa que parece existir solo en los remotos versos de Homero. Llevamos con nosotros todas nuestras tragedias nacionales adondequiera que vamos.

Pero el libro de Solano no es una invectiva contra Colombia. Apenas encontramos en él algunos indicios que nos explican el porqué del autoexilio del autor. Refiriendo una conversación que sostiene con una suerte de mecenas, por ejemplo, nos informa: “Vamos de la familia a la política, en una carrera de largo aliento para establecer qué país está peor, Colombia o Corea. Entiendo sus razones pero entonces me toca sacar el as bajo la manga, la infalible baratija: por lo menos aquí no matan gente para robarle el teléfono celular. O, mejor, simplemente no matan a nadie”. Y también: “Es extraño: en Corea no he sentido el peso de los domingos. En Bogotá me pesaban como ver a un familiar muerto en sueños”. Y este otro: “Camino en la madrugada a mi aire, sin tener que mirar sobre mi hombro a la espera de que me asalten”. Y, quizás, una observación definitiva — que aparece con un énfasis poco usual en la prosa más bien sosegada de Solano—, al pensar en la idea del regreso: “¿Y después del regreso a Bogotá? Acaso volver a partir, entregar a la humedad y a los bichos los libros comprados, hacer el mismo plato de espagueti a la carbonara en varias cocinas, en lugares tan diferentes pero tan iguales. Largarse otra vez, seguramente. Porque Bogotá me enferma. Tan avara y mezquina, tan llena de drogas y desesperación. […]. La violencia en la punta de los dedos. […]. Aquí, lejos de todo pero tan lleno de mí mismo, son las cinco de la tarde, que siempre es la hora más difícil de todas”.

 
Ilustración: Samuel Castaño

Acompañamos a Solano durante un año, nos metemos en su casa, vamos con él al trabajo, conocemos a sus pocos buenos amigos, que son en verdad muy pocos: Cecilia, su esposa, y John, un profesor de literatura. Y en esa fotografía, nítidamente borrosa, nos vemos también a nosotros mismos: con la rodilla temblorosa el primer día de ese nuevo empleo, sintiendo culpa por haber pasado mucho tiempo en internet, ebrios de tedio en las reuniones familiares, abandonados a la autoindulgencia de los programas culinarios en la televisión. Sin la necesidad de convertir lo prosaico en poético a fuerza de disquisiciones o maromas verbales, o de pretender vivir en el Olimpo de las ideas dignas de ser pensadas, vemos ahí a Solano sacudiendo y barriendo la casa, contándolo todo con una tranquila y cálida ironía. Es como ese amigo que perdimos —o que nunca tuvimos— y que nos cuenta una historia insustancial sin esperar mucho a cambio, salvo cuidar ese momento de generosa inutilidad que estamos compartiendo. En este libro nos habla un hombre.

¿Y qué nos dice, ya sentados en la sala de su apartamento? Que está solo y en silencio, sin amigos, con el amor siempre frágil de una mujer a su lado, sin respuestas. “Desde hace unos días Cecilia tiene una nueva rutina. Se va en la mañana y no regresa hasta las nueve de la noche. Son largas horas en silencio que me llevan a formas de ansiedad desconocidas”. “Dónde viviré en diez años, en veinte años, qué me pasará por la cabeza cuando vuelva a ver este retrato. ¿Estaremos aún juntos, todavía escribiré o habré abandonado esta lucha que por momentos me parece tan estéril?”. “No sé qué es mejor, si envejecer junto a Cecilia en paz y en medio de un dulce aburrimiento, o vivir creyendo que se puede amar a varias mujeres, una tras otra a la vez”. “[Cecilia] ahora da lecciones de coreano en una academia para extranjeros y regresa a casa siempre de buen humor. Parece estar en paz consigo misma. La envidio”. “He terminado por estar sin amigos, pero la angustia ya no es la misma de hace unos meses”. “Mi libro es mi coartada, mi patente de corso para sentarme a solas en un jardín a beber té”.

Esto último, que casi podría pasar desapercibido, es el corazón latiendo furibundo tras estas confesiones surcoreanas: Solano nos habla de la vida del escritor y de la materia de su escritura. No solo menciona a los autores que le gustan (Genazino, Sebald, Cossery, Onetti, Yun Heung-Gil, Vonnegut, Fonseca, Araki, Nosaka, Hamsun), sino que nos habla todo el tiempo, desde el principio y sin énfasis, del oscuro alimento del escritor: la observación, el silencio, el aislamiento, los sonidos de las palabras, la soledad, la compañía reconfortante y buena del alcohol y del tabaco. En suma, la vida insustancial, amorfa, aburrida, casi insoportable, de la que nos desentendemos o liberamos cuando la llamamos “costumbre”, y que regresa, viva y única, en la escritura. Alimento que se consume mientras nos balanceamos sobre la incertidumbre y el peligro inminente de la cuerda floja, convencidos de que agitarnos sobre esa cuerda es un oficio.

Corea: apuntes desde la cuerda floja es un libro sobre la paciencia, porque el tiempo, que se nos presenta como recuerdo o esperanza, siempre amenaza con derrotarnos. Es un libro sobre el silencio, porque el ruido propio y ajeno siempre amenaza con ensordecernos. Y es un libro sobre el amor, que en medio de la desesperación y el miedo siempre promete salvarnos. Me he preguntado si este libro seguiría siendo valioso si hubiera sido escrito en un lugar menos pintoresco que Corea, digamos, por poner un ejemplo, en un lugar plomizo como Bogotá o como Londres. Seguramente lo sería, porque el vaivén de estas doscientas páginas oscila más allá de las rarezas culturales del lejano país asiático; finalmente, ¿quién no tambalea, de una u otra forma, sobre la cuerda floja? ¿Quién no es, dondequiera que esté, un eterno inmigrante? UC

 
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