Número 75, mayo 2016

Sinfonía en movimiento
Julio César Orozco Ospina. Ilustración: Ximena Escobar

Ilustración: Ximena Escobar

Una mujer inglesa besa arrebatadamente a un árabe en Times Square, mientras una coreana, quien recorre el mundo por quinta vez, capta la escena con fascinante envidia. Esa guatemalteca, que pasa de afán rumbo a su tercer turno de trabajo, roza su brazo con el costoso abrigo de invierno que luce la oriental y siente envidia. Ese mendigo de Louisiana en Manhattan mira con envidia el café humeante que sostiene en la mano la hasta hoy ilegal centroamericana. Ese anciano ruso, exagente de espionaje, mira al mendigo, que mira a la empleada, que mira a la turista, que mira a los enamorados. El viejo se pregunta con asombro: “¿quién conspira en nombre del planeta?”.

New York no está en New York, tiene que parecerse a todas las ciudades del mundo o superarlas a la vez. A esta Babel la han rozado tantas manos que tiene más microbios que estrellas el firmamento. Para sobrevivirla hay que caminar en el mundo como Melvin Udall (Jack Nicholson) en Mejor imposible.

Un autobús en Buenos Aires es tan limpio como el metro de Medellín, pero su subte es tan sucio y bullicioso como el de Ciudad de México o el de Madrid. Allí donde un suicida se convierte en bomba humana y mata al gran amigo de su único hermano, un artista en el exilio nos recuerda con su violín que ha llegado la primavera, la de Las cuatro estaciones de Vivaldi.

Los chinos invaden el mundo. Son los dueños de los pequeños mercados en Madrid y del turismo en San Francisco. Son tan tiranos, como sucios, responsables y avaros; han creado un código de comunicación tan secreto como el de los judíos y se han tornado tan racistas como algunos negros en países capitalistas.

Una rumana pide monedas, acostada sobre sus rodillas, en el Puente Vecchio de Florencia. Mil humanos pasan cada hora a su lado con total indiferencia. Un belga se acerca para hacerle una foto que ganará un Pulitzer sobre las peores formas de trabajo en el mundo. Después de todo, se trata de una mendiga en la capital del Renacimiento.

Como una plaga, los migrantes desplazan la tierra de su eje. Medio África surca las costas del mar Mediterráneo. Cientos de negros venden sobre el piso de las principales capitales europeas malas imitaciones de carteras y bolsos Louis Vuitton y Gucci. Ahora corren, y seguirán corriendo con un talego sobre sus hombros cada vez que deban huir de la policía. En la calle Carabobo, en Medellín, los bolsos en el suelo no dejan caminar a los peatones. Aquí la policía huye del pillo.

Así son esos latinoamericanos osados que huyen de su patria en busca del sueño americano. Si logran traspasar el muro infame que se levanta en la frontera con México, de costa a costa, trabajarán veinte años entre baños, cocinas, perros y niños; verán crecer a sus hijos en postales y enviarán dólares al sur para tener derecho a recibir una flor el día de su funeral.

Un niño montando a caballo, por la gran estepa mongola, a cientos de kilómetros de distancia de cualquier metrópoli del mundo, ha sido captado por el lente del entrenado reportero brasilero Sebastião Salgado. Su foto es contemplada por otros cientos de miles de personas en el reconocido Fotografiska Museet de Estocolmo. El niño mongol morirá de viejo sin llegar a conocer su imagen y la imagen de aquellos que a diario habrán de verle, incluso en veinte siglos.

Lo mejor del arte y de la cultura de Oriente reposa en los grandes museos de Occidente: Louvre, Met, British Museum (estos tres se disputan con descaro tener en sus salas todo el arte egipcio, incluida la tumba y ajuares funerarios de Tutankamón). A aquellos solo les quedan dos mil años de saqueo y una destrucción que no cesa. En el World Trade Center ya se abre una exposición para rememorar la caída del último imperio.

Un tren atraviesa el Valle Sagrado de los Incas y se precipita sobre un río de aguas turbulentas cuyas piedras también parecen huevos prehistóricos.

 

En el tren, que viaja de Ollantaytambo a Aguas Calientes, una pareja de esposos alemanes conversa animadamente, en un inglés fluido, con una cubana como si ese fuera su idioma nativo. 

La cubana es máster, doctora y posdoctora en historia. A sus 40 años es la primera vez que sale de su país. Lleva veinte años sin ver a su única hermana y ya no sabe si podrá volver a la isla donde está su madre enferma. Repite, a todo amigo que hace en el camino su sueño de conocer las cataratas de Iguazú y la aurora boreal. Machu Picchu ya es un deseo realizado.

La pareja de alemanes viene de conocer la aurora boreal en Noruega, en un viaje que, durante seis meses, los ha llevado por una veintena de países en tres continentes. Hace años que no ven a su único hijo, estudiante de medicina en la Brown University. El dinero les sobra pero los separa un océano, un mundo que se acuesta cuando el otro se levanta y unas agendas que nunca coinciden.

En el Gran Bazar de Estambul se venden más picantes que en las mejores cocinas mexicanas y se habla en tantos idiomas como en la principal sede de Naciones Unidas. Un turco de ojos profundos, verde esmeralda, seduce a una rubia a quien saluda en cinco idiomas pensando, con certeza, que procede de algún país de la comunidad europea. La mujer lo mira con simpatía y responde en un inglés cantado: “I'm from Colombia”. El turco intenta venderle una costosa manta, en medio del regateo y el coqueteo, mientras le repite un nombre que ella ya está cansada de escuchar: “¡Colombia! ¡Ah! ¿Pablo Escobar?”. Sin quererlo, el turco ha perdido una clienta potencial.

Miles de europeos viajan a Cuba cada año huyendo del frío del norte, en busca del calor que les proporcionan el tabaco, el ron y el cuerpo de los hombres y mujeres de la isla. Miles de cubanos quieren huir de Cuba y no pueden hacerlo, entonces embrujarán con sus encantos a esos europeos para que vuelvan una y otra vez en busca de su costoso amor.

Países que son demasiado fríos en invierno: parece que durmieran en un sueño eterno; países demasiado cálidos en verano: las ratas en el subway corren con tanta rapidez como el sudor en los cuerpos de los pasajeros; países demasiado secos en otoño: un beso podría herir los labios; la primavera nunca dura. Los países tropicales viven veranos eternos y sus aguaceros generan diluvios universales.

La belleza está muy mal repartida. De tanto admirarla puede uno terminar con tortícolis en una calle de Madrid o de Buenos Aires, pero en un antro de Quito o de Seúl, se es tuerto en reino de ciegos. Colombia huele a leche, Argentina a pan congelado, Madrid a ajo, las calles y los metros de las grandes ciudades a aceite quemado, orín y mierda. La limpieza no es una cualidad de lo humano.

Un chileno, haciendo un gran esfuerzo, compra un par de anillos de compromiso en una lujosa calle de Punta del Este, serán sorpresa para su novio ecuatoriano con quien comparte un estrecho piso en un suburbio de París, una ciudad que defiende ese amor, pero mira con recelo a todo aquel que no habla en un perfecto francés. La moneda con que ha pagado viajará cerca de cien mil kilómetros, pasando de mano en mano, antes de morir en un burdel de la India; la moneda que le han devuelto quedará congelada en el tiempo, en una caja de viejos recuerdos sin la posibilidad de ser usada de nuevo, excepto por la siempre esquiva memoria.

Así suena la sinfonía de la vida en esta aldea contemporánea. Cada causa dará origen a un nuevo movimiento. Alguien más me piensa mientras yo lo pienso a través de estas letras que escribo en las alturas, sin que lleguemos a saber quién nos pensó y qué fue lo pensado. En algún lado, como en el Ajedrez de Borges, otro dios mueve al Dios que nos gobierna.UC

 
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