Número 75, mayo 2016

Nuevos testamentos
Pascual Gaviria, Ilustración: Verónica Velásquez

Las historias truculentas tienen casi siempre un testigo inadvertido, una casualidad que las hace comprensibles, un héroe que resulta algo fatuo luego de las grandes exclamaciones de asombro. Pasa igual con los descubrimientos científicos y con las crónicas rojas: el empaque final, la versión pública, esconde casi siempre a los primeros protagonistas.

Olga Behar publicó en 2011 su libro El clan de los doce apóstoles basado en sus conversaciones con el mayor Juan Carlos Meneses, quien había sido comandante de policía en Yarumal a comienzos de los noventa. El cuarto capítulo, llamado “Campamento”, tiene escasas cinco páginas. Pero revela un secreto clave en toda la historia del grupo paramilitar que daba las últimas bendiciones en Yarumal, Campamento y Santa Rosa de Osos. Allí aparece el sacerdote Gonzalo Palacio Palacio, quien asistía al párroco de la iglesia Las Mercedes en Yarumal en tiempos de Meneses y su antecesor. La actuación del cura Palacio en los hechos de los apóstoles sirvió para bautizar al grupo, y el capítulo cuarto lo descubre en una escena reciente, en la iglesia San Joaquín en Medellín, frente a una familiar de las víctimas de una masacre ocurrida en 5 de junio de 1990 en la vereda La Solita, en Campamento. El capítulo describe el peregrinaje de la familia vinculada a la UP luego de unos asesinatos en Valdivia. La correría llevó a unos a refugiarse en Medellín y a otros en Campamento con la idea de seguir rumbo a Anorí. La masacre dejó seis muertos de la familia López Gaviria, dos hombres, dos mujeres y dos niñas de 11 y 8 años. María Eugenia López, hija de Marta María López Gaviria, una de las víctimas, se salvó luego de elegir la ruta camino a Medellín. Darwin, su hijo de ocho años, estaba en la casa provisional de su abuela en Campamento y fue el único sobreviviente del ataque. Hay una frase que no se le olvida: “Necesitamos un testigo que diga que fue la guerrilla la que los mató”. El capítulo termina con María Eugenia López enfrentando al cura Palacio en la sacristía de San Joaquín. La escena pone las armas en un expediente hasta ahora plagado de letras: un revólver calibre 38 guardado en una biblia y una navaja entrevista bajo una sotana.

Olga Behar sigue el rastro de la familia a la distancia, leyendo un texto publicado en agosto de 2010 por la Corporación Jurídica Libertad, bajo su apartado Derechos Humanos. Para encontrarlo en Google basta escribir “Veinte años de la masacre de Campamento”. Andrea Aldana es la periodista que reconstruyó la historia en su momento. En ocasiones quienes trabajan detrás de la puerta blindada de una ONG terminan más en una especie de activismo humanitario que en la sencilla pesquisa de una historia. Ta vez eso permitió que la relación de Andrea y María Eugenia se convirtiera en algo más que charlas esporádicas entre periodista y fuente. Buscaron juntas durante años el rastro del sacerdote Gonzalo Palacio y juntas entraron a la sacristía el día del improvisado careo. Andrea fue quien bautizó a Darwin para la historia escrita con el fin de proteger al pequeño sobreviviente. En este caso la periodista es una protagonista tardía de la historia, parte del relato.

El capítulo del libro de Olga Behar no tiene un solo hecho distinto a los narrados en el texto original de la Corporación Jurídica Libertad. Y el niño sobreviviente se llama Darwin, lo que prueba que no hay otra fuente posible que el texto de Aldana. La fuga se repite según el mismo libreto, las palabras calcadas aparecen y desaparecen, las amenazas que solo Aldana conocía se reseñan. Solo cuando se cita el testimonio del menor sobreviviente y las respuestas del cura en la sacristía, la señora Behar remite al texto original. Pero en el pie de página no aparece la Corporación Jurídica Libertad, solo dice “Tomado de la Red de Solidaridad y Hermandad: www.redcolombia.org/index.php”, una página que agrupa noticias, informes y opiniones de múltiples colectivos sociales y políticos colombianos. No me animé a buscar el texto de la Corporación Jurídica Libertad escrito en 2010 en ese amplio mapa de enlaces. Debe estar por ahí en un rincón. Me pregunto por qué Olga Behar no citó la fuente original y solo se me ocurre pensar que no quería entregar un acceso directo al texto que nutre por completo, hasta el calco por momentos, el capítulo de su libro. Encontrar una versión creíble, usarla con una fe ciega y esconderla en el ovillo incierto de la web.

Esa conducta tiene una doble y paradójica relación con la fuente primaria. Por un lado, una absoluta confianza frente a lo cazado en la pantalla del computador y por el otro, un desdén por el trabajo de quien investigó y escribió la historia de amenazas y muertes. Olga Behar nunca se preocupó por constatar la versión que allí se entrega ni por dar al menos la referencia cierta de la organización que la publicó. Es verdad que era imposible saber el nombre de la autora, pues no aparece en la publicación original. Pero luego de una comunicación de la autora del texto perdido en internet con la periodista consagrada, en la que le señalaba el error de atribuir el texto a la Red de Solidaridad y Hermandad y se presenta como la persona que escribió el relato, la respuesta fue por lo menos temeraria: “Buenos días, lamento mucho la confusión es difícil arreglarla cuando hay más de veinte mil ejemplares editados y vendidos. En todo caso, lo que supongo (voy a revisar) es que fue una reproducción de la red. Siento inmensamente por todo lo que han oasado (sic) y espero que al fin haya justicia. Un abrazo solidario”.

 


 
Ilustración: Verónica Velásquez

 

 
El párrafo más revelador del cuarto capítulo de El clan de los doce apóstoles es copiado exacto de la versión original. No se ponen comillas al inicio y al final se cita de nuevo a la Red de Solidaridad y Hermandad:

Sólo veinte años después, el pasado 28 de mayo, pudo cuestionarlo sobre la masacre de su familia, pero el párroco se puso notoriamente nervioso y le dijo que él no sabía nada, que preguntara en la fiscalía, que él era inocente. No obstante, María Eugenia le recordó que a él lo habían arrestado el 22 de diciembre de 1995 y que le habían encontrado un revólver calibre 38 dentro de una biblia. El cura, debido a su nerviosismo, primero lo negó, pero a los pocos segundos, algo desconcertado, lo reconoció. “¿Y es que yo no puedo tener una arma? ¿Acaso el que yo tenga esta navaja significa que la voy a matar?”, le dijo el sacerdote a María Eugenia, haciendo ademán de sacar la supuesta navaja de los bolsillos del pantalón. El párroco dio por cerrada la conversación al ponerse la sotana y diciendo que el arma en cuestión se la había regalado “el general Pardo”. Para el momento de la masacre, el comandante de la IV Brigada era el general Gustavo Pardo Ariza.

La falta de claridad es suficiente para plantear una reflexión entre las deudas que muchas veces quedan sin saldar entre quienes hacen el trabajo periodístico en el terreno y quienes publican las versiones vendedoras. Es imposible leer los dos textos completos y no sentir que hay una deliberada ambigüedad para encubrir algo muy cercano a la reproducción.

Pero ese texto que parecía olvidado no solo sufrió por imitación. Hace unos meses Gonzalo Guillén retomó la historia en un texto llamado El cura de las dos biblias. Aquí se trata sobre todo de un periodista que termina novelando la realidad para que su versión sea efectista y favorable a sus intuiciones. La secuencia demuestra que Guillén está en mora de escribir una obra de ficción:

“—Usted mató a mi familia —lo increpó María Eugenia.
—No sé de qué me está hablando — contestó el cura atolondrado.
—Usted asesinó a mi familia, en La Solita, con el ejército y ‘Los doce apóstoles’ —le gritó de nuevo María Eugenia mirándolo a los ojos.
—Lo que quiera saber pregúntelo en la Fiscalía, yo soy inocente —murmuró el cura con el aliento agitado y próximo a alcanzar los 80 años de edad.
—A usted lo apresaron el 22 de diciembre de 1995 y le encontraron el revólver que escondía entre una biblia y después quedó libre, pero usted es un asesino —afirmó María Eugenia con un coraje que jamás en su vida había experimentado.
—¿Y es que yo no puedo tener un arma? —replicó el ahora anciano cura.
Con el pulso tembloroso, sustrajo de un bolsillo de su sotana una navaja y desdobló la hoja bruñida y filosa—. ¿El que yo tenga esta navaja significa que la vaya a matar? —preguntó haciendo una embestida fallida hacia la garganta de María Eugenia, que la esquivó.
—¡Ese revólver me lo regaló el general Gustavo Pardo Ariza! (el que fue destituido por haber protegido a Pablo Escobar para que huyera de la cárcel en 1991).”

Los hechos de sangre siempre son oscuros, y ahí están las versiones creíbles para sacar el papel carbón y los efectos especiales.UC

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