Número 72, diciembre 2015

Desafiando el milagro
Por: Gilma Montoya. Ilustración: Titania Mejía

 
 
 

Era la década del noventa y Medellín hervía. El fuego que cocinaba la ciudad era atizado por narcos, guerrilleros, paras y delincuentes comunes. Todos tras las mieles de una actividad que generaba grandes dividendos.

Las balas reventaban el aire y atravesaban la ciudad. Sus habitantes podían ver cómo se inscribía en sus frentes, con letra mayúscula y en negrilla, un rótulo que los mostraba como los pobladores de “la ciudad más violenta del mundo”.

El estigma se volvió condena. Además de ser su lugar de origen pasó a ser la sala de velación de sus sueños.

Las bombas del narcotráfico estallaban en las zonas céntricas como parte del espectáculo. En la periferia la guerra era más anónima. Sus muertos no eran dignos de los periódicos. Las comunas 1, 2, y 13 estaban en la lista de las zonas rojas.

En medio de grandes batallas apareció un ser pequeño de nombre Raúl*. Tenía trece años y vivía en Granizal, en la zona nororiental de Medellín. Nació a los cinco meses de gestación y, aferrado a la vida, terminó de fabricarse en el pecho de su madre canguro.

En el bachillerato, mientras todos se estiraban, Raúl se encogía. Cuando estaba en octavo jamás se quedaba quieto. Entre su rutina estaba jalar orejas, eructar, lanzar borradores asesinos y pegar chicles en las cabelleras de las niñas.

Como su profe, yo le decía: “Vos lo que tenés de chiquito, lo tenés de cansón”. Acto seguido sus compañeros afirmaban. “No profe, lo que tiene de chiquito lo tiene de güelengue”. Raúl dedicaba sus días a molestar a sus compañeros, a fumar marihuana y, si de pronto le quedaba un tiempito libre, a estudiar.

Cuando me di cuenta de sus andanzas llamé a su mamá. Al enterarla de la situación, Raúl, que ya era alias ‘El Piojo’, le dijo: “Relájese cucha, desestrésese que la marimba no hace daño”. Y entre la cantaleta dejaba clara su versión: “No se preocupe cucha que cuando yo esté más grande a mí me va a alcanzar pa sostenerla a usted y a la ‘mata que mata’”.

En los descansos me le acercaba a darle consejos: “Vea Raúl, usted es un milagro de la naturaleza. En el mundo pocos pueden contar ese cuento. Cuando naciste, todavía eras un gusano. Agradecé eso, no te tirés en tu vida por el vicio”. Él se reía y me contestaba: “Desestrésese profe, que yo la controlo”. Ese era el caballito de batalla de él y de muchos de sus compañeros.

El Piojo se concentró en encogerse y meter todo lo que le cabía en su boca y su nariz. Vendía el refrigerio: “Pillen muchachos, les tengo la lechita, el pastel y la naranja en quinientos. Aprovechen que estoy botado”. Llaveros, audífonos, diccionarios y lapiceros empezaron a ser inventario de su improvisado almacén.

Cuando lo veía, lo molestaba: “Dejá de ser tan vicioso que a vos es esa marihuana la que no te deja crecer”..

En noveno ingresó a ‘Los Lampiños’, una banda emergente en el barrio Granizal. Chiquito y todo, podía sostener un arma en la mano, brincando como un grillo por todos los callejones del sector.

La droga que “controlaba” se hizo más habitual. Empezó a impactar su espíritu y su apariencia. Le hundió los pómulos, le puso los labios negros y les dio una mirada perdida a sus ojos color ratón. Sus ausencias en el aula empezaron a ser cotidianas. Los profesores lo extrañábamos a él y a sus compañeros de faenas. A ‘Moco Eterno’, por ejemplo, su asistente, quien le ayudaba a guardar lo que se robaba.

En Los Lampiños empezó a imperar un mandato: “Queda prohibido el vicio”. Por eso, agarrado por los tentáculos de la guerra y la droga, decidió irse a las filas del bando contrario. Allí trabarse era un punto obligado en la agenda. Esos tentáculos lo tenían atrapado. Había territorios vedados, mundos que se reducían a una cuadra. Muchos sueños puestos en un 38.

Mientras Medellín seguía hirviendo, El Piojo seguía encogiéndose. El gobierno ensayaba estrategias para negociar con el narcotráfico, pero en las calles la muerte se volvía innegociable. En los callejones, parques y cañadas diariamente aparecían jóvenes que no llegaban a los veinticinco años y que sabían que su destino era el plomo y el olvido.

Raúl recorría el barrio levitando. Su vuelo era impulsado por alas invisibles, no tenidas en cuenta por la geografía. Allá arriba se veía a El Piojo, con los ojos puestos en todas partes y en ninguna. Coqueteaba a las niñas con una mano y a la guerra con la otra. Poco se le volvió a ver por el colegio. Iba cuando no había a quién matar en la calle, o cuando no había qué fumar o se escondían los parceros para molestar.

Una mañana se enteró de que un petardo había explotado en su casa. Los Lampiños no le perdonaron haberse ido a dar bala en la banda enemiga. Sus familiares salieron despavoridos. Se fueron a vivir a la Comuna 13. Allí, otros personajes distintos, y al final iguales, se dedicaban al juego macabro de la violencia.

El Piojo no podía acompañarlos. Sabía que desertar por segunda vez era ponerse la lápida encima. Su mente la retrataba: “Aquí yace El Piojo, el plaga, el gusano y desestresado”. Viéndolo bien, mantenerse en ese lugar no era tan malo. Había armas, plata, niñas, mecha, perico y marihuana. Muuucha marihuana.

 

 
Ilustración: Titania Mejía

Meses más tarde, contra todos los pronósticos, creció. La mata que “no lo mató” pareció servirle de vitamina y lo dejó en una posición donde podía coger con más confianza un arma y una mujer. Ya era objetivo militar de las nenas del sector, todas querían estar con él. Entre más degenerado, más atractivo se hacía. Además, ya no era pequeño, la afortunada ya no se arriesgaba a ser llamada ‘La Pioja’.

Un día lo vi sentado en una acera, fumándose un pucho como de tres metros, y me llamó: “Entonces qué pioja, salude al que no iba a crecer”. Y soltó su inolvidable carcajada de niño.

En la cotidianidad de la guerra, una tarde Raúl le prestó su arma a un compañero para hacer una vuelta y el hombre no se la devolvió. Cuándo el jefe se dio cuenta le dio dos días para conseguir el millón que costaba. Como era imposible pagarlo, no tuvo otra opción que volarse y buscar refugio en la Comuna 13, donde vivía su familia. No llegó solo, a su lado venía la nena de dieciséis años que logró cazarlo, con una “piojita” de tres meses en su barriga.

Viviendo de nuevo en el barrio, me lo encontraba con frecuencia. Aseguraba que necesitó más cojones para conseguir trabajo y depender de un mínimo que para coger un arma. Repartir ese salario para sus recién adquiridas obligaciones y su infaltable dosis de marihuana era para valientes. Una vez que lo vi, acababa de dejar a la niña en la guardería. Ella tenía cuatro años y la estatura que él tenía a los ocho.

Le pregunté por su vida y sus negocios. Quería saber si ya tenía un cultivo en el patio. Con su risa juguetona, me contó que un día llegó todo trabado a la casa y le iba a dar un beso a la niña cuando ella lo apartó: “Gas. No me vuelva a besar que usted huele a aguardiente podrido”, le dijo. Nunca más volvió a fumar marihuana. Por un beso de lo que más quería, era capaz de tirar un laboratorio entero.

La última vez que vi al Piojo iba montado en una AKT, sonriendo. Cuándo me vio me gritó: “Pille pues profe que no solo se le creció, sino que se le ajuició el enano”. Detrás de él pude ver la guerra extendiendo sus tentáculos. Agitada y rabiosa, miraba decepcionada a El Piojo que escapaba milagrosamente. UC

----------
Crónica ganadora del concurso de medios de comunicación del convenio Cátedra Comuna 13 convocado por la Corporación Comunicación Siglo XXl.
* Algunos nombres fueron cambiados por seguridad.

 
blog comments powered by Disqus