Número 68, agosto 2015

Estrellas
Sebastián Giorgi G. Ilustración: Hernán Franco

Ilustración: Hernán Franco

 

Bambi, Bunny y Baby, las Barbecue Ketshup Girls, estrellas contemporáneas del mundo de la música pop, me visitaron en mi casa, a cuatro horas de Medellín. Arrebatadas y violentas como nadie, me atacaron a preguntas. Estaban deseosas de mejorar su imagen. Las ventas iban de mal en peor. Sus últimos discos, Tu bragueta abierta señala claramente tus intenciones, Sexo de carnaval y Un trampolín hacia tu sexo habían sido un absoluto fracaso comercial.

Luego de varios años de aparecer por todos lados en prensa, internet y televisión, de hacerse cirugías plásticas que prácticamente reinventaron sus cuerpos, convirtiéndolas en masmelos humanos de tetas hinchadas, muslos gruesos y traseros regordetes; luego de contratos millonarios para películas pornográficas, y de trabajar al lado de actores del cine de acción como Mike Steve Bronson y Hugh Lazzarus, las chicas se enfrentaban al peor momento de sus carreras.
Llamadas “las nuevas Beatles femeninas del mundo del pop” por la prensa sensacionalista, eran famosas por sus escándalos y excesos con las drogas y el alcohol.

A los diecinueve años, Bambi era una incorregible neoyorquina a la que le encantaba andar descalza por todos lados. Había vivido su infancia en un pueblo pequeño, y se caracterizaba por ser sumamente agresiva y rebelde. A los quince años se había ido a probar suerte a Nueva York con su novio Bobby Mc- Queen, un harlista de tiempo completo, amante de los deportes extremos. Bambi se enamoró de su cuerpo fornido y sus bruscos tatuajes de cráneos y ensaladas en llamas. Al llegar a Nueva York montaron un sex shop, donde vendían desde ropa de cuero y látigos para quienes gustan de la dominación, hasta condones y vibradores con forma de gatos, alacranes y arañas para celebrar la noche de Halloween como se debe.

En sus fiestas y correrías, la feroz Bambi, que no soportaba que le alzaran la voz, conoció en un bar latino a Bunny Rodríguez, puertorriqueña de veintidós años que había sido conejita de Playboy y ahora trabajaba en McDonald’s como una “sofisticada mesera”, según sus propias palabras.

Mientras compartían goma de mascar y las infaltables dosis de ácido y éxtasis, Bunny le propuso a Bambi hacer algo verdaderamente radical con sus vidas. Bunny tenía en su casa un altar a la “Diosa Madonna”, como ella la llamaba, y cargaba en su billetera fotos de Britney Spears, Kylie Minogue, Jennifer López y Kate Perry. Bunny decía que le hablaban en sueños y se le aparecían vestidas de colegialas y con ligueros, provocándola para que hiciera algo con su vida. “No puedo ser una tontarrona y exhibir mi cuerpo toda la vida a una partida de imbéciles que gustan de manosearte mientras tragan hamburguesas –decía–. La vida tiene que ser algo más que esto”.

Robaron algo de dinero para comenzar su aventura, y decidieron conformar un grupo de rock, acelerado y sinuoso, llamado Las Monta-varones. Aunque empezó como un clásico grupo de garaje, se hizo muy popular en la movida underground. Las Monta-varones arrojaban al público platos untados de mantequilla, envoltorios de papas fritas y hasta sus propios almuerzos, en protesta contra un mundo laboral tóxico y depredador que no dejaba respiro para la libre expresión del alma humana.

En uno de sus toques, Las Monta-varones conocieron a la chica que les hacía falta para alcanzar el estrellato: la coqueta Baby, de dieciocho años, lindas pecas y un escote que incitaba todo el tiempo a arrebatos carnales. Baby era la típica chica de papá, sobreprotegida de un mundo cruel y devorador. Ansiosa y aburrida de la burbuja que sus padres habían creado para ella, Baby se había tatuado una cruz gamada en la nalga derecha y otra en la izquierda, para formar el que, decía ella, era el rostro del anticristo: Barack Obama.

 

Era evidente que había una química magnífica entre ellas, jóvenes y talentosas, pero sobre todo provocadoras. Continuaron tocando en pequeños bares y entregando la música personalísima que creaban. Baby se apropió de un taladro y empezó a destrozar sillas, tableros y mesas en pleno show. Más de un asistente perdió sus tímpanos por tales excesos.

Hasta que tuvieron la suerte de conocerme. He sido mánager y asesor de cantidad de bandas, desde los famosos Crucifictioned Ones hasta los Employers of Self-destruction. Por mis manos han pasado Los Agujetes del Mal, Los Hincha-pelotas Descerebrados de la Quinta Dimensión y Los Bipolares del Verso. Vi un concierto de Las Monta- varones y lo nuestro fue amor a primera vista. Aunque un poco desaliñadas, vi su potencial, el brillo de su talento, y lo proyecté hacia el futuro. Las agarré y las transformé en lo que son ahora: las Barbacue Ketshup Girls, quienes con su encanto demoledor, su propuesta sexual y sus letras pegajosas –que hablan todo el tiempo de revolcarse, frotándose y satisfaciendo al hombre como corresponde– han tenido a más de medio mundo enloquecido por largo tiempo.

Me miran un largo rato entre tragos de whisky, desde sus tetas y sus culos y esa mezcla de hedores de sótanos y tumbas. Pero no me molesta ese olor, lo conozco bastante bien. De tanto estar en estos ambientes he aprendido a saborearlo.
Son unas muñecas, unas divas absolutas. Representan la última versión de aquel becerro de oro en tiempos de Moisés. Alguna vez las tuve a las tres jugueteando en mi cama: uno de los grandes regalos que me ha dado la vida.

Les prometí el cielo y lo obtuvieron. Una rara mezcla entre cielo e infierno. Lo mordieron entre sus gomosos labios de carmín y silicona, hinchados hasta más no poder.

Se quejan, rebuznan, chillan y patalean. Quieren seguir ganando tanto como antes. Quieren ir con Bobby a Disneylandia, a Universal Studios, al Steve Jobs Temple, y hasta a Tierra Santa a hacer un concierto por la paz mundial en honor a Los Niños Cantores de Viena, que, según sé, ya no son tan niños y se están muriendo de física hambre.

Ya las “chicas” no son moda. No son las estrellas que eran. Debo confesar que a veces me gustaría darles un buen bofetón para que aprendieran a comportarse, a ponerles límites a sus hormonas. Ya no son las mismas que mojaban los calzones cada cierto tiempo. Debería darles vergüenza, malditas mujerzuelas malcriadas.

Ya es tiempo de que hagan un pacto con la vida. De tanto estarse revolcando, de tanto ruido, solo quedan estos bultos inmundos, estos híbridos de silicona y carne jadeante y húmeda.
Confieso que a veces me gustaría jalar el gatillo de una vez por todas.

Al final del día es duro darme cuenta de lo que he hecho. He apoyado a unas locas descerebradas. Sí. Ahora me percato de algo insoportable. He colaborado en la creación de monstruos, en toda la extensión de la palabra. UC

 
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