Número 63, marzo 2015

Vestir al enamorado
Eduardo Escobar. Ilustración: Elizabeth Builes

 

Por su insistencia en condenar la sexualidad a la cárcel del matrimonio, y la costumbre de los cilicios monacales, los críticos modernos de la cultura suelen atribuir al cristianismo la percepción del cuerpo como conflicto, como fuente de culpas, como una cosa que estamos obligados a esconder y soportar, como un antagonista perverso e imprescindible, como un añadido al alma inconsútil y pura, como un tirano inclinado a los deslices que nos complace y nos atormenta, y como una vileza que somos y no somos y que jamás nos pertenece del todo. Es decir, como un gran embrollo.

Pero el malestar es una constante a todo lo largo del desenvolvimiento de la especie humana y puede rastrearse en los umbrales de la historia en todas partes. Las arcaicas disciplinas chamánicas destinadas a domeñarlo por el ayuno, el tormento, el llanto o la danza sagrada; las sutilezas filosóficas de los místicos chinos y la milenaria yoga que pretende purificarlo amansando los potros de la mente, prologaron la desconfianza que el cristianismo solo refinó.

El mito fundador de Occidente nos recuerda que nuestros primeros padres fueron expulsados del paraíso después de la desobediencia y que esta los hizo conscientes de su desnudez, que los avergonzó, hasta que descubrieron la manera de vestirlo con hojas de parra, según unos, o con tapados de piel, según otros. Todos nos acordamos de la imagen de Adán en el libro de historia sagrada, cubriéndose los genitales con una mano y la otra sobre el gesto angustiado. Y de los reproches que debió merecer el rey David por danzar desnudo delante del arca de la alianza. El poeta llamado X-504 en tiempos del nadaísmo, que después se llamó Jaime Jaramillo Escobar, dedujo de la fábula del Génesis que para reencontrar el paraíso solo necesitamos estar desnudos. Y que para escribir bien lo mejor es hacerlo sin el estorbo de la ropa. De cualquier manera, las hojas de parra pronto se perfeccionaron en los taparrabos tejidos y el taparrabos se complicó en la túnica y de ahí para arriba hasta el sombrero y para abajo hasta los zapatos acabamos vistiendo lo demás.

En la tradición judía la desnudez espanta. Los hijos del patriarca Noé fueron maldecidos después de descubrir la de su padre borracho. Este molesto incidente doméstico se constituyó en el origen de la división de las razas, según algunos exégetas. En el texto del judío Franz Kafka, Investigaciones de un perro, este animal habla de unos desdichados compañeros suyos que al son de la música, arrojando toda vergüenza, hacían lo más ridículo e indecente: se desnudaban, dice Kafka a través de su perro, y exhibían procazmente su desnudez, y a veces se tapaban con las manos siguiendo un sano instinto, como si la naturaleza fuera un error, avergozándose de sus prácticas pecaminosas. Cervantes acudió a la desnudez con más desvergozanda inocencia en el episodio, uno de los más cómicos y tristes de su libro capital, donde don Quijote desnudo camina en las manos mientras Sancho se va con su carta en busca de Dulcinea del Toboso.

Los sacrificios corporales de los aztecas precolombinos que reseñaron los cronistas con asombro son un ejemplo tropical de la incomodidad que implicaba el cuerpo para las culturas que florecieron en América antes de la llegada de Colón y los misioneros cristianos, o mejor dicho católicos, porque ya casi nadie piensa que lo que se practica en el Vaticano tiene algo ver con el cristianismo. Los aztecas se autoinfligían terribles mutilaciones en honor de los dioses del maíz, el viento, la lluvia. Se laceraban con púas de maguey las mejillas, se horadaban los genitales ante pirámides oscuras de sangre, en un paroxismo sagrado que asombró a los primeros europeos, aunque ellos adoraban un Cristo doliente y macerado cuya figura lastimosa presidía un panteón abigarrado de seres estrafalarios que se habían dejado asar con alegría, habían caminado cantando a la boca de los leones, se habían sometido a penitencias escabrosas y se habían echado ceniza en la cabeza, humillando el pobre cuerpo en los raptos de confusión y remordimiento.

La animadversión entre la ficción del espíritu hipotético, invisible y eterno, y el frágil cuerpo real, concreto y mortal, es universal y arcaica. Tal vez porque el cuerpo, compañero inevitable, nos condena a la búsqueda de compañía contra el crimen de la soledad, y nos impone esta certeza: la de que está destinado a desaparecer con su nombre, su apelativo y sus sueños. El cuerpo nos pertenece a medias. Es un compañero cuyas carencias debemos atender, un desvalido camarada que siempre está exigiendo cuidados, que suda y ventosea y tose cuando quiere y se yergue cuando le da la gana. El estornudo fue para los griegos antiguos lo mismo que entre los chibchas la manifestación de un dios, de otro que creían albergar y el hombre de hoy sigue deseándose salud cuando ataca el reflejo. Esta cortesía prolonga un asombro ante lo incomprensible de las costumbres corporales. Guardián del enigma del alma con un destino marcado, estuche del espíritu, el cuerpo nos obliga a establecer extrañas relaciones con nosotros mismos y divisiones innecesarias entre los seres.

La Contrarreforma agudizó la antigua enemistad con el cuerpo hasta extremos intolerables. Y extremó la condena de sus placeres más inocentes, incluido el baño, como transgresiones inadmisibles. Pero al mismo tiempo, en compensación, fueron tiempos cuando el traje que lo resguarda de la mirada ajena se convirtió en una forma del sibaritismo, en un elemento simbólico que ayudaba a refrendar unas singularidades, unos estados de ánimo y unas jerarquías. El vestido no solo cubre las llamadas vergüenzas de la carne, útiles, placenteras y deleznables. También las descubre y subraya, las destaca en el coqueteo y las exalta en las plumas del traje de gala. En la perplejidad, pronto comenzaron a ser vistos en Occidente como un problema los cardenales gozones del Renacimiento que desvestían a sus primas hermanas y a sus sobrinos, y amaban la opulencia, los armiños, el frufrú de las sedas, las hombreras para mejorar la estatura, los volantes para remedar la levedad en los físicos demasiado pesados. Entonces la gente dejó de vestirse solo para cubrir la cosa física y comenzó a hacerlo también para atraer las miradas, para ser deseada, en fin, por el puro goce, convertido en fin. El vestido tapa los defectos reales o inventados de la carcaza física al mismo tiempo que ostenta las cualidades secretas.

La culpa donde habitaba el cuerpo, los tormentos morales que causaba y las perversiones que nacen de su disimulo morboso también trajeron por contraste un juego de dichas inesperadas. Entre las cuales cuenta la gloria del pecado, de la conciencia del pecado. La exclusión valorizó el cuerpo y por las facultades de la imaginativa, según expresión de los viejos teólogos, el tobillo entrevisto y el hombro ofrecido con calculada discreción, se convirtieron en primicias de una revelación más minuciosa, hasta que el devastador y devastado siglo XX se empeñó en socializar el desnudo en un vano intento por rescatar su inocencia extraviada desde la expulsión del paraíso, y por vencer por la vía de la desfachatez las imposiciones de la moral y el falso pudor de los escribas y los fariseos.

 
Ilustración: Elizabeth Builes

 
 
La noción del cuerpo como pecado, como una cosa que debe embozarse, le concedió en el proceso civilizador un gusto que debieron desconocer las tribus pretéritas en cueros. El vestido como protección contra el polvo y la canícula, como resguardo o como adorno marcó un límite por conquistar y representó un desafío y una promesa de deleite. La frontera del vestido aumentó el encanto del cuerpo, envolviéndolo, para insinuarlo mejor y despertar el deseo de la posesión.

Entre la insinceridad y la hipocresía y la obscenidad y lo pornográfico que a veces se parece tanto a lo sagrado, siguen oscilando nuestras relaciones con la querida y odiaba carne. En Opus nigrum, Marguerite Yourcenar, menciona una joven tan espiritual con sus párpados nacarados, sus pálidos ojos grises y su boca un poco abultada que parecía a punto de exhalar un suspiro o la primera palabra de una oración o un canto, que inspiraba la ambición de desvestirla ya que era difícil pensarla desnuda. El traje ayuda a fantasear, sirviendo a la transgresión, mientras pretende salvarnos de la caída en el deseo.

Así, contradiciendo el propósito aparente de servir al pudor, con el pecado y el traje llegaron un montón de alegrías nuevas y sobre todo, la felicidad de desvestir que propicia la última lectura del otro y nos permite penetrar en la verdad de su carne encubierta, pelándole las conchas del disimulo para entrar en el coto prohibido de su verdad. Todos recordamos el día milagroso cuando un cuerpo se entregó a nuestro abrazo con toda franqueza, la primera vez, redimiendo las vergüenzas del propio con su presencia monda y lironda, entregado en el gesto supremo de confianza que representa abandonarse en otro despojado de artimañas.

En una lectura casual encontré, sin embargo, un placer inusual añadido al problema de la trinchera del vestido, distinto del placer de desnudar el objeto del deseo que es el más socorrido, y que me recuerda el personaje de El amor en los tiempos del cólera que enamorado de América Vicuña, su niña de catorce años, la sube en una mesa para hacerle el lazo de los zapatos del uniforme que ella siempre se hacía mal. Y le da besos en la cuquita de papá. Fray Juan de Santa Gertrudis, un misionero franciscano que corrió entre Cartagena y las selvas del Putumayo en el siglo XVIII, autor de un libro titulado Maravillas de la naturaleza, un texto farragoso pero lleno de curiosidades botánicas, antropológicas y geográficas, de historias de pícaros y conversiones increíbles, propone un gusto inédito para estos tiempos cuando todo el mundo aspira, en rebelión contra la tiranía de la moral y en detrimento de los fabricantes de trapos, a empelotarse o a empelotar.

Fray Juan, que no era de palo, confiesa en el libro la perturbación que le causaban dos indias que había tomado para el servicio de su casa. Y dice que por no ver desnudas todo el día delante de sus ojos a las dos mocitas tomó unas telas que tenía y les trazó una camisa a cada una. Para pollera cortó las faldas de una túnica suya. Y como llevara algunos peines y cintas, le pareció buena idea acicalarlas. Entonces les ató criznejas, les puso zarcillos de cobre en las orejas y con abalorios y unas cuentas de cristal que traía de España les hizo gargantillas.

La tarea espiritual del franciscano resulta excitante para el lector. Por el amor y la morosidad que pone en el relato uno quisiera haber estado presente para ayudarle al curita en la sagrada liturgia. Es obvio que cumpliendo su deber misionero sobrepasaba la obra de misericordia de vestir al desnudo. Pone tanta ternura en la mención de las gargantillas, los abalorios, los peines y las polleras que sacó de su propia túnica sacerdotal, que es imposible que no gozara. Uno juraría sin faltarle al respeto al santo fraile que estaba encantado. Y que el diablo de los franciscanos, que es de los más acuciosos, estaba ahí, presente, atento, disfrutando mientras cumplía su labor civilizadora en las dos muchachitas desnudas.

Por desgracia, termina el fraile su relato, después de la faena, del esmero que puso en hacer con sus manos los trajes de sus amores, después de las curias de peinador, modisto y joyero, cuando sus jóvenes indias emperifolladas abandonaron la habitación y se presentaron vestidas ante la tribu, esta las recibió con grandes carcajadas. De modo que las recién vestidas, llenas de vergüenza, tiraron lejos sus atuendos recién estrenados y, dice el fraile con amargura, no hubo manera de convencerlas para que volvieran a vestirse.UC

 
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