Número 62, febrero 2015


Charlie encore
Ricardo Vargas Posada. Ilustración: Alejandra Congote

 
 
 
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El 7 de enero de 2015, los hermanos Sherif y Said Kouachi, franceses de ascendencia argelina, ingresaron a la redacción del semanario satírico Charlie-Hebdo armados con rifles kalashnikov y asesinaron a doce personas. Cuatro de los caricaturistas más mordaces de Francia estaban entre las víctimas.

El mundo se conmocionó con la noticia. El hashtag Je suis Charlie inundó las redes sociales. Era fácil dejarse llevar por el furor del momento; más que justo, era perentorio elevar el lápiz simbólico que los extremistas pretendían acallar. Se repitió hasta el cansancio el manido mantra: “no estaré de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.

La policía tardó poco más de dos días en dar con los sospechosos. Los Kouachi se refugiaban en una litografía, en la pequeña población de Dammartin- en-Göele, a las afueras de París. Un centenar de policías rodearon el lugar. Hubo intercambio de disparos. Al parecer, tenían rehenes. El reportero Igor Sahiri, de la cadena BFMTV, logró ponerse en contacto telefónico con Sherif. El menor de los Kouachi hablaba con calma: dijo haber sido enviado por la célula de Al Qaeda en Yemen, reafirmó su papel como defensor del Profeta.

—Nosotros no asesinamos a mujeres. No somos como ustedes. Son ustedes los que asesinan niños musulmanes en Irak, Siria, Afganistán.
—Pero asesinaron ustedes a doce personas —dijo el periodista.
—Exactamente, hemos vengado —respondió Kouachi.
Poco después, ambos hermanos fueron dados de baja por la policía. Said tenía 34 años. Sherif, 32.

¿Libertad de expresión?

Ese mismo domingo, Francia presenció la mayor manifestación en su historia. Casi cuatro millones de personas se convocaron en todo el país con el fin de rechazar la masacre y reafirmar el derecho absoluto a la libertad de expresión consagrado en la constitución francesa. Fue una necesaria reivindicación del carácter laico de la república y de los valores que la sustentan. Fue vergonzoso, sin embargo, ver en la marcha a líderes de países con un amplio prontuario de violaciones de los Derechos Humanos: Benjamin Netanyahu, primer ministro israelí; Sergei Lavrov, ministro de relaciones exteriores de Rusia; y Ahmed Davutoglu, primer ministro turco, entre otros, unieron sus manos y cantaron en favor de la libertad de expresión. Luego vino un momento de reflexión. Hubo quienes, silenciados en un primer momento por la dicotomía “eres Charlie o eres un defensor del terrorismo”, decidieron buscar un camino intermedio. Se preguntó por los límites a la libertad de expresión. Se habló del respeto a la dignidad del otro, tal y como lo consagra la constitución francesa. El Papa católico recordó las responsabilidades que conlleva el ejercicio de la libertad.

Poco después, el senado francés aprobó continuar participando de los ataques contra el Estado Islámico. El primer ministro, Manuel Valls, ordenó, además, el despliegue de tropas adicionales en sitios estratégicos de todo el país y redoblar los esfuerzos en la búsqueda de contenidos en internet que glorificaran los atentados. Al cabo de una semana, más de cincuenta individuos habían sido puestos bajo custodia por incitar al odio y al terrorismo en las redes sociales. Amnistía Internacional llamó la atención sobre cómo estas medidas ponían en riesgo el derecho a la intimidad y a la libre expresión.

Uno de los arrestos más sonados fue el del comediante francés Dieudonne M’bala M’bala por un comentario en su página de Facebook en el que decía sentirse como Charlie Coulibaly, un juego de palabras que hacía referencia a Charlie-Hebdo y a Amedy Coulibaly, autor de otro ataque terrorista, dos días después, en una tienda kosher donde murieron cuatro personas. Al comediante se le acusa de hacer apología del terrorismo y podría pasar hasta siete años en prisión.

La Jihad

Una semana después de los atentados, la célula de Al Qaeda en la Península Arábica difundió un video en el que se adjudicaba la autoría del atentado. Para entonces, los medios de comunicación ya habían filtrado información sobre la identidad de los asesinos. Se supo que al menos uno de los hermanos Kouachi había recibido entrenamiento militar en Yemen en 2011 y que ambos pertenecían a una red que enviaba personas a combatir al Medio Oriente. En 2005, Sherif había sido arrestado cuando se disponía a viajar a Irak a participar en la resistencia contra la invasión norteamericana. Pasó dieciocho meses en prisión.

Farid Benyettou fue el primer contacto que tuvieron los Kouachi con el islam radical. Trabajaba en la mezquita que los hermanos frecuentaban en un barrio de clase baja al nordeste de París. Corría el 2003. Benyettou hablaba continuamente de las guerras contra los musulmanes en Irak y en Afganistán, de la responsabilidad de los gobiernos de Occidente en las masacres de civiles en esos países, de la obligación que tenían de ir a hacer la jihad en Irak para defender a sus correligionarios.

El término jihad suele traducirse como “guerra santa”, pero sería más apropiado traducirlo como “lucha”. En su acepción más compleja, habla de esa guerra interior que el individuo tiene continuamente consigo mismo en su proceso de crecimiento personal. Esa es la jihad mayor; la más importante, donde se confronta al enemigo más difícil. Pero existe también la jihad menor, volcada hacia afuera, con los otros, el espacio donde corresponde defender y difundir el islam. Esto puede hacerse de muchas formas, la violencia es una de ellas, pero debe ser sancionada por una autoridad religiosa competente y no es común que esto suceda. La particular interpretación del Corán con la que los musulmanes radicales justifican su violencia es rechazada por la amplia mayoría de teólogos en el mundo islámico.

Con un grupo de seguidores, entre los que se encontraban los hermanos Kouachi, Benyettou empezó a realizar prácticas militares en el parque de Buttes- Chaumont. En ese entonces, ya las autoridades tenían pleno conocimiento de sus actividades. Incluso, Sherif participó en un documental que la cadena TV5 grabó sobre el creciente islamismo en los barrios pobres de París.

Contrario a lo que suele pensarse, islamismo y jihadismo no son lo mismo. El islamismo es una interpretación política radical del islam, pero no es necesariamente violenta. El jihadismo, en cambio, es violento por antonomasia. La gran mayoría de los musulmanes en el mundo no son ni lo uno ni lo otro. Lo anterior parece una obviedad, pero un error común entre los analistas está en tratar de entender a una comunidad de más de mil millones de personas como un todo monolítico en el cual las características más censurables de unos pocos son entendidas como prácticas cotidianas de todos. El islam es también una religión de paz y tolerancia: el mensaje del sufismo, su corriente mística, es un sofisticado ejemplo de ello.

La cárcel

En 2005, atizados por los excesos de los soldados estadounidenses en la prisión de Abu Ghraib, y sin mayores perspectivas laborales en Francia, Benyettou y Sherif Kouachi decidieron viajar a Irak a combatir. Pero poco antes de abordar el avión, ambos fueron arrestados y condenados a seis años de prisión por terrorismo. Fueron enviados a Fleury-Mérgois, la cárcel más grande de Europa, a las afueras de París, donde se hacinan más de cuatro mil reclusos en precarias condiciones. Fue allí donde Sherif Kouachi entró en contacto con otros potenciales jihadistas: Amedy Koullibaly, autor del atentado en el supermercado kosher, y Jamel Beghal, islamista radical franco-argelino, encarcelado por terrorismo, y que al parecer había planeado volar la embajada de Estados Unidos en París.

Las cárceles francesas, donde más de la mitad de la población es musulmana, se han convertido en un espacio ideal para difundir la ideología jihadista. El coordinador de imames en la prisión de Fleury-Mérgois, Abdelhak Eddouk confiesa que no hay suficientes clérigos para atender a los internos. Según él, los reos son presa fácil de las ideologías más radicales. La cárcel los confronta consigo mismos, los obliga a preguntarse quiénes son y para qué viven. Y el islam radical les ofrece respuestas.

 

Fenómeno mundial

Francia no es la excepción. En otros países de Europa, así como en Estados Unidos, Australia y Rusia, cientos de jóvenes escuchan el llamado de la jihad. Los señalamientos de los que han sido sujetos las minorías musulmanas han empujado a las nuevas generaciones a buscar un asidero y muchos de ellos lo encuentran en grupos radicales. Quilliam, un centro de pensamiento especializado en contra-extremismo, calcula en 2.580 el número de europeos combatiendo para el Estado Islámico en Irak y en Siria en 2014. El número de franceses que viajó a Irak a engrosar las filas del Estado Islámico aumentó en un 69 por ciento en el último año.

Sin duda, la exitosa campaña mediática del Estado Islámico tiene mucho que ver. Competentes en el uso del internet como ninguna otra organización terrorista en el pasado, han desarrollado aplicaciones para teléfonos inteligentes, creado su propio sistema de mensajería en línea y diseminado sus ideas de una manera muy atrayente.

Al Qaeda no se queda atrás. La revista Inspire es una publicación de propaganda jihadista en inglés que busca reclutar seguidores en países como Estados Unidos, Australia e Inglaterra. Su lenguaje es fresco, cercano a los jóvenes, su diseño impecable, con imágenes que invitan a la guerra y glorifican el martirio. La publicación empezó a editarse en 2010 y cuenta ya con catorce números. En su edición número 13, aparece una lista de diez “enemigos del islam”, y a su lado la frase: “una bala al día mantiene alejado al infiel”. El escritor Salman Rushdie, Flemming Rose, editor cultural del diario Jyllands Posten —que en 2005 publicó imágenes ofensivas del profeta Muhammad—, y Stéphan Charbonniere, más conocido como Charb, antiguo editor de Charlie- Hebdó, están en la lista.

¿Quién ganó con los atentados?

El principal ganador es, sin duda alguna, la industria armamentista, pues la estrategia de enfrentar la violencia con violencia garantiza el crecimiento del negocio. El fervor militarista está en alza y las compañías de defensa están facturando como nunca. La coalición ha llevado a cabo más de mil cuatrocientos ataques aéreos sobre Siria e Irak en los últimos seis meses, muchos de ellos con misiles Tomahawk, fabricados por la compañía Raytheon. Cada misil de estos vale 1.4 millones de dólares. Solamente el primer día de los bombardeos sobre el Estado Islámico se lanzaron 47. Otras compañías como Lockheed Martin, General Dynamics y Northrop Grumman, que también proveen arsenal a la coalición, han visto crecer el valor de sus acciones a niveles récord desde el comienzo de los bombardeos en agosto del año pasado.

Los gobiernos también ganan, pues aprovechan la indignación general para aumentar la vigilancia y el control de la población. No solo el gobierno francés; el primer ministro de Canadá, Stephen Harper, aprovechó el momento para presentar ante el congreso una nueva legislación que busca ampliar las facultades del servicio de espionaje canadiense e incrementar los poderes de la policía. Inglaterra también debate actualmente, sin mucha oposición, una drástica ley antiterrorista. En Francia gana el Front National, partido de extrema derecha, liderado por Marine Le Pen, que viene de obtener la más alta votación en las pasadas elecciones de mayo para el parlamento europeo. Seguramente sabrá aprovechar el miedo que se siente en amplios sectores del electorado de clase media tradicional y en las zonas rurales para aumentar sus posibilidades presidenciales en 2017.

¿Quién perdió?

Según el Observatorio sirio de Derechos Humanos, desde que los bombardeos de la coalición comenzaron en agosto del año pasado, han ocasionado la muerte a por lo menos cincuenta civiles. Hace poco más de un mes, el Pentágono aceptó por primera vez la posibilidad de víctimas inocentes en los ataques contra el Estado Islámico. A pesar de ello, una semana después de los atentados de París, la asamblea francesa votó de manera casi unánime por continuar apoyando los bombardeos liderados por los Estados Unidos. Ninguna iniciativa había tenido tanto consenso en la presente magistratura.

Los senadores franceses se dejan llevar por un ánimo de revancha. Pero tales decisiones obran un efecto contrario al esperado. Existe una relación directa entre las campañas militares de los gobiernos de Occidente en países musulmanes y la radicalización de los jóvenes musulmanes en todo el mundo. Ahí anida el germen del terrorismo. La formación de diferentes milicias jiihadistas y la multiplicación de atentados en los últimos años se nutre del rechazo que generan las guerras de la Otán en Afganistán y Paquistán, la invasión de Estados Unidos a Irak, los excesos cometidos por los soldados norteamericanos en la prisión de Abu Ghraib, la tortura sistemática de los internos en la cárcel de Guantánamo y otros centros de detención de la CIA en todo el mundo, así como de los bombardeos en Siria e Irak contra el Estado Islámico o los ataques con drones en países como Yemen y Somalia.

Todos, la sociedad en general, hemos perdido con esta masacre. Las religiones, los proyectos europeos de nación, los defensores de la democracia y de las libertades individuales. Pero, el principal perdedor es, en última instancia, el islam. Las cifras hablan por sí solas. De acuerdo con un informe del Centro internacional para el estudio de la radicalización y la violencia política, la gran mayoría de víctimas de ataques jihadistas son musulmanas. Solo en el mes de noviembre más de ochocientas personas fueron asesinadas en Nigeria y Afganistán, el 51 por ciento de las cuales eran civiles. Si se cuentan, además, los atentados en Yemen, Paquistán y Somalia, el número de muertes supera los cinco mil.

Los musulmanes que viven en Europa o Estados Unidos, muchos de ellos ciudadanos de segunda o tercera generación, verán aumentar la estigmatización social de la que ya son objeto. Esto, unido a la poca representación que tienen sus comunidades en los espacios del poder, afianzará, a la larga, las condiciones que permiten al jihadismo apelar a las nuevas generaciones de ciudadanos marginados que buscan algo en qué creer y lo encuentran en las antípodas de los principios fundamentales que las sociedades occidentales defienden. UC

Ilustración: Alejandra Congote

 

 

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