Número 62, febrero 2015

Aporofobia
Líderman Vásquez. Ilustración: Camila López

 

El argumento que más se repetía en las radionovelas de los años sesenta era el del matrimonio de un joven apuesto, perteneciente a una de las llamadas familias de bien, con la sirvienta de la casa. Ésta, proveniente del campo, vestía ropas pasadas de moda y se expresaba en el habla sumisa de las campesinas, contraviniendo el buen uso del idioma. El joven, recién llegado de Europa, donde se había preparado para dirigir el emporio económico de la familia, estaba comprometido con la rica heredera de los García-Valdecasas, de rancio abolengo.

Desde el primer capítulo, la novia del joven galán maltrataba a la pobre sirvienta. Le decía torpe, india patirrajada, ridícula, todo en un tono de voz que la hacía odiosa ante los miles de radioescuchas, en su mayoría campesinos recién llegados a las ciudades, sacados de sus tierras por el horror de la violencia de los años cincuenta.

A medida que avanzaban los capítulos la gente se imaginaba a los personajes. La hija de los García-Valdecasas, antipática y grosera, terminaba siendo fea, y la sirvienta, a pesar de su delantal, de sus ásperos zapatos, de su habla desmañada y sus trenzas de campesina, era como un diamante sin pulir que ganaba puntos en los radioescuchas y en el corazón del joven Marco Antonio.

No resultaba extraño que el joven, seducido por la belleza silvestre de María, la sirvienta, terminara consolándola, secando sus lágrimas, sintiendo en su pecho los pechos agitados de ella, que sufría, asediada por el maltrato de la odiosa Teresita García-Valdescasas.

Los encuentros furtivos en los cálidos salones de la gran mansión, en la cocina, en las escaleras y en los amplios corredores se hacían cada vez más frecuentes, hasta que los labios de Marco Antonio buscaban ávidos los labios de María y ésta huía, sintiendo en los suyos el ardor de los labios secretamente deseados. Esto ocurría un viernes, para que los radioescuchas pasaran el fin de semana emocionados, columbrando posibles desenlaces.

Al final, por encima de las convenciones y de los prejuicios sociales la sirvienta se casaba con el señorito y eran felices y comían tantas perdices que se pensaba en una indigestión y la radionovela debía acabarse.

Pero lo único real de esta historia era el desprecio que Teresita García- Valdecasas sentía por María. El resto eran puras fantasías de los libretistas.

Las muchachas del campo que venían a la ciudad en busca de trabajo traían en su haber historias amargas: abusos de padres, tíos, hermanos, padrastros y ricos hacendados que en los días aciagos de la violencia habían cortado cabezas a nombre del partido liberal o del partido conservador. En las fábricas, eran asediadas por los jefes, y si no lo daban salían despedidas y debían afrontar el rigor de las calles. O entraban a servir en una casa, donde un señorito Marco Antonio, que no podía tocar a su amada Teresita ni con el pensamiento, pues ésta debía llegar virgen al matrimonio, asaltaba el dormitorio de María, que, después de una fingida resistencia, recibía las sacudidas del fogoso muchacho, más placenteras que las del padre, el tío o el padrastro.

El peor final de estas historias reales era duro como los andenes. La muchacha salía expulsada, con un bastardo creciendo en su vientre, no muy segura de si el autor era Marco Antonio junior o Marco Antonio padre. Ahora, el único oficio posible era la prostitución.

Los bastardos nacían a montones en La Colonia, en los días de la gloriosa República, y después, y después… Fueron carne de cañón en las guerras de independencia, en todas las guerras del siglo XIX, en La Guerra de los Mil Días, y sus descendientes fueron Chulavitas y Cachiporros durante la violencia de los años cincuenta, y radioescuchas y guerrilleros comunistas a partir de los sesenta, y carne de cañón en la guerra contra los comunistas, y sicarios al servicio del narcotráfico; y fueron paramilitares al servicio del Estado y policías al servicio del comandante, y atracadores, y campeones mundiales de algo, y falsos positivos y soldados y campesinos… Poblaron de barriadas las ciudades y vendieron su voto a los candidatos del Frente Nacional, y mendigaron puestos a los caciques de los directorios, y se enfrentaron a piedra y se siguen enfrentando, y son víctimas de las EPS y de los bancos y de las balas perdidas.

Los ricos por su parte construyeron burbujas dónde poder dormir, soñar y vivir tranquilos, lejos de la bastardía, que cada día era más mala, más comunista, más champeta. El miedo, el horror y el desprecio guiaban sus relaciones con los zarrapastrosos.

Aún hoy el mundo de los pobres les es tan desconocido que, en la misma ciudad, parecen blindados contra las palabras que estos utilizan para referirse a cosas cotidianas. Recuerdo a un secuestrado de los estratos altos de la costa que en una entrevista, recién liberado, decía que sus captores le daban arroz y un poquito de lentejas que ellos llamaban liga, que a veces podía ser un pedacito de carne o un huevo. Hasta ese día pensé que la palabra liga era usada por todos los estratos sociales de la costa para referirse a lo que acompaña al seco en las comidas. ¿Pero cómo podían usar la palabra liga si en ella está, inherente, el esfuerzo para conseguirla?

La liga es algo que se embolata casi todos los días del año. A fin de mes se ve, o en las quincenas. Mientras tanto la gente se las arregla con el cucayo, la parte del arroz adherida al caldero, doradita, crujiente. La sirven sobre la montaña de arroz y hace las veces de liga.

Hace algunos años los políticos descubrieron la palabra inclusión y la usan como muletilla. Dicen, de dientes para afuera, que la sociedad debe ser más incluyente. Envían a los colegios expertos en el tema, hasta que la palabra de marras queda tan vacía como la palabra calidad, y, de esa manera, creen resolver el problema. Pero si llega un alcalde que no solo habla de inclusión sino que la practica y propone construir al lado de sus burbujas viviendas de interés social, les da urticaria, organizan protestas, dan ruedas de prensa, se contradicen, y se les ve en la cara el miedo, el horror que les producen los menesterosos. De lejos se ven mejor, como las crestas de las montañas, piensan. UC

 

Ilustración: Camila López

 
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