Número 58, agosto 2014

Truman Capote
1924 - 1984

A tinta fría
Pascual Gaviria. Ilustración: Verónica Velásquez

 

En noviembre de 1959 Truman Capote lee el titular de una pequeña noticia en The New York Times: “Rico granjero y tres miembros de su familia asesinados”. Unos días después está en Holcomb y Garden City, en Kansas, en compañía de su amiga, la escritora Harper Lee. Había convencido a The New Yorker de enviarlo en busca del clima de terror que los asesinatos habían generado en esos pueblos rodeados de trigales. Capote ya era un escritor célebre que se movía con soltura en los estanques de Hollywood y Broadway. Hacía poco había publicado Breakfast at Tiffany’s, y años atrás había escrito un pequeño libro sobre el viaje de una compañía de ópera compuesta por artistas negros, que se presentó en Moscú y Leningrado en pleno auge de la Guerra Fría. Ese era hasta entonces su experimento más elaborado con el reportaje. Un crítico lo describió con unas palabras que bien podrían ajustarse al autor: “Pérfido, ingenioso y completamente demoledor”.

Luego de cerca de dos meses en Kansas Capote viaja a Europa, donde comienza la escritura de lo que en una carta de enero de 1960 llama un “librito” y poco después considera una “obra maestra”. Pasarán seis años hasta la publicación de In Cold Blood. Buena parte del libro se alimenta por correspondencia. Capote escribe a los nuevos amigos que ha dejado en Kansas a la caza de recortes de prensa, detalles para una escena, fechas, chismes del pueblo, actas de juzgado, resultados de elecciones regionales y demás certezas que puedan llegar hasta su refugio en la Costa Brava española. En octubre de 1960 le escribe al director de The New Yorker con el tono de un empleado al que no le alcanza el tiempo: “Ha sido toda una odisea conseguir estos documentos: basta con decir que invierto más de la mitad del día en cartearme con los varios informantes que tengo en Kansas”.

La primera de esas cartas, después de su visita a Holcomb, viaja en compañía de una botella de Whisky J&B. El destinatario es Alvin Dewey, el director del equipo del Kansas Bureau of Investigation que se ocupa del asesinato de los Clutter. Alvin y su esposa Marie se habían convertido en sus amigos y corresponsales en Kansas. Las cartas viajarán durante años e incluirán besos para los hijos de la pareja y lametazos para sus perros.

A Alvin Dewey
Hotel Warren
Garden City, Kansas.
6 de enero de 1960

Querido Foxy,

Después de tu largo y heroico viaje, estamos convencidos de que agradecerás un buen trago de esto. Así que: ¡bienvenido a casa!

De parte de tus fieles historiadores, Truman, Nelle.

El viaje del que habla Capote fue un extraño paseo desde Las Vegas hasta Garden City con Perry Smith y Dick Hickock, los asesinos, esposados en el asiento de atrás de un carro de la policía. En un comienzo, los recelos de Alvin impidieron la entrada de Capote a los expedientes y secretos del caso. Foxy fue el regalo perfecto, en forma de apodo, que dejaron los primeros tanteos y el habitual almíbar de Capote.

Apenas tenía unas notas y los recuerdos del paisaje y de sus conversaciones con los protagonistas, pero Capote ya sabía que había encontrado algo extraordinario que describe a Cecil Beaton, su amigo desde los días de estudios en Cambridge: “Volví ayer, tras casi dos meses en Kansas: una experiencia extraordinaria, en muchos aspectos lo más interesante que me ha pasado en la vida”. Al final se duele de estar desconectado de las noticias y los chismes de Nueva York.

El 22 de enero firma contrato para un libro con la gente de The New Yorker y Random House. Hará una nueva visita en compañía del fotógrafo Richard Avedon y estará listo para partir a Europa. El domingo de Pascua de 1960, desde el trasatlántico Flandre, camino a Le Havre, escribe con el tono de una madame a los Dewey en Kansas: “Querida familia, finalmente logré subir a bordo (con 25 maletas, 2 perros, 1 gata y mi querido amigo Jack Dunphy), y aquí nos tenéis, en la mitad del Atlántico”.

A las cinco de la mañana lo despierta el alboroto de los pescadores españoles cerca de su casa en la costa. Ya comenzó a escribir y se ha dado cuenta de que la historia tomará más tiempo y más páginas. Las cartas preguntan por los diarios de la señora Clutter, por la fecha en que se construyó la casa donde sucedieron los hechos, por quién fue la persona que encontró el reloj de pulsera de Nancy Clutter en uno de sus zapatos. De algún modo Capote hace el papel de jefe de investigación a la distancia. Con su encanto y su melosería indica quién debe ir a las audiencias, pide descripciones por escrito, encarga análisis electorales, celebra la llegada del informe oficial del FBI. Una carta a Donald Cullivan, quien había conocido a Perry Smith en el ejército y lo visitó en la cárcel, da cuenta del trabajo del jefe: “… en el tramo final quiero insertar una larga escena entre tú y Perry en la que usaré algunos materiales que obtuve de mis propias conversaciones con Perry […] Esta escena girará en torno a los platos de codorniz (¿?) que la señora Meier os sirvió para cebar cuando estabas en la celda con Perry. Lo que necesito es una descripción física detallada de la escena, de lo que os sirvió la señora M., de cómo estaba puesta la mesa, etc. Todas y cada una de las cosas que recuerdes”.

Con ese método Capote reúne cuatro mil páginas de anotaciones mecanografiadas y comienza su “encaje de bolillos”. Trabaja y tiembla, mantiene contacto diario con Kansas, fuma y se extraña de tener entre manos un libro de 125 mil palabras: “Nunca habría pensado que yo, de entre todos los escritores, fuera a tener problemas de extensión […] Pase lo que pase debo seguir con el libro. Supongo que sonará pretensioso, pero me siento en la obligación de escribirlo, aun cuando los materiales que barajo me dejan cada vez más exhausto y paralizado, por no decir horrorizado. Cada noche tengo pesadillas. De verdad que no sé cómo se puede ser tan insensible y ‘objetivo’, sobre todo al empezar”.

Durante los primeros dos años de escritura Capote pasa de la casa de pescadores en la Costa Brava a un chalet en las montañas de Ginebra, vuelve a España a otra casa en Playa de Oro, va a Inglaterra en busca de una psicóloga que había tratado a Dick y a Perry, y viaja a Berlín para atender conferencias y seguir con su “punto de cruz”. Ya no solo piensa en su “gran obra” sino también en un género que está a punto de encontrar un artista. La historia entrega datos, tragedias, interpretaciones, incertidumbres, y Capote sigue acumulando hilo. Tiene que acomodarse a los hechos mientras intenta contarlos. Newton Arvin, profesor de literatura y uno de sus amores, recibe sus reflexiones sobre ese juego con una historia que no se deja dominar: “Este será mi último intento en el mundo de los reportajes; y en cualquier caso, si salgo vivo de esta, habré dicho todo lo que tengo que decir sobre el género. Mi interés por él siempre ha sido completamente técnico; no me parece, ni me ha parecido nunca, que a esta disciplina le hayan dado alguna vez forma artística. Creo que In Cold Blood tiene bastantes oportunidades de convertirse en una obra de arte. Por desgracia, estoy demasiado implicado emocionalmente con el material; por Dios, ojalá se acabe esto”.

En medio de sus cartas de felicitación a los Kennedy y sus encuentros con Charles Chaplin, Capote llora la muerte de uno de sus perros y escribe sus ganas infinitas de fumar. Como tantas veces, su familia en Kansas sirve como paño de lágrimas: “Tengo mucho trabajo y estoy terriblemente tenso porque he tenido que dejar los cigarrillos (por orden del médico). Después de veinte años fumando como un carretero, no resulta nada fácil: no puedo pensar en otra cosa que en el horrible antojo que tengo de encender un Chesterfield”.

El médico le había dicho que sus muchos martinis habían contrarrestado la intoxicación por nicotina. Pero el escritor de ficción sufre al no saber cómo terminará su libro. Lo atormentan los tiempos judiciales como si fuera un secretario de juzgado, y sueña con el final que más le conviene a su pluma. Las cartas son también una terapia de chismes: en medio del regateo por los derechos de In Cold Blood, mezcla burlas sobre un encuentro con Cary Grant y su triste obsesión con la hipnosis y los complejos vitamínicos.

Todo termina en la horca. En abril de 1965, desde Brooklyn, como quien se ha quitado un peso de encima y ha encontrado un vacío, Capote entrega el desenlace con un sello de correos: “Queridísimo Cecil, esto son tan solo unos garabatos apresurados, pero quería deciros a ti y a Kin que el caso está cerrado, que mi libro saldrá el próximo enero. Perry y Dick fueron ejecutados el martes pasado. Lo presencié porque así lo quisieron ellos. Fue una experiencia horrible. Es algo de lo que nunca me recuperaré. Algún día te lo contaré, si es que puedes soportarlo”. Las cartas siguientes enfatizan en una expresión: “¡Nunca más!”.

In Cold Blood se publica completo en cuatro ediciones de The New Yorker, y Truman Capote, quien era un preferido de los nobles, los actores, los políticos y los millonarios, se consagra como un genio. Sus invitados a un baile de máscaras en blanco y negro para celebrar su libro sirve, según The Washington Post, como sentencia irrebatible de una época: “Asociado a una lista de invitados que parece el Quién es Quién en el mundo, ha logrado que su fiesta suba al altar de los eventos sociales que hacen historia”. UC

 

Verónica Velásquez

 
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