Número 54, abril 2014
CAÍDO DEL ZARZO
 
THE SECOND CHANCE
 
Elkin Obregón S.

 
Antes de salir miró el diario sobre la mesilla: julio 25. Después, obedeciendo a un impulso mecánico, rodeó con un círculo rojo la fecha en el calendario de la pared. O tal vez –pensó– lo hacía por el oscuro gusto de dejar alguna luz acerca de su inexplicable desaparición. “Luz que nadie descifrará”, se dijo. Luego abrió la puerta, consciente y seguro de que nunca volvería.

Salió al prado, vedado por un seto alto. En la mitad lucía la carpa de lona, a la que daba entrada una cortinilla. Adentro de la carpa estaba la máquina del tiempo, estudiada y analizada durante largos años por Ignatius, quien ahora, muy seguro de su obra, se disponía por fin a inaugurarla. Tal como estaba diseñada, accionarla supondría un viaje sin regreso, siempre hacia el pasado. Era aquello lo que Ignatius ansiaba; siempre había soñado con esto, un viaje sin retorno. Quería irse, simplemente; quería ver, no volver. Echó un último vistazo a la casa; en el porche estaba Guardián, mirándolo. Le hizo un saludo con la mano; no se había olvidado de él, mañana vendrían a recogerlo. Luego corrió la cortina de lona, y entró.

La Máquina del Tiempo era un mueble rectangular, cerrado y compacto. A su izquierda había una palanca; accionada por la mano, se desplazaba de arriba hacia abajo, a lo largo de unos treinta centímetros: Ignatius la asió sin temor, y la desplazó con cautela, apenas un poco. No quería verse de pronto entre dinosaurios. La carpa tembló levemente. Ignatius corrió la tela de la entrada, y salió al exterior. Su decepción fue inmensa. Se halló de nuevo en el prado de su casa. Guardián correteaba a unos pocos metros.

Mascando su fracaso, volvió a la casa, y por pura rutina lanzó una mirada al calendario: no ostentaba ningún círculo. Corrió a la mesilla, miró el periódico: julio 24. Sintió algo próximo al desmayo, y también al júbilo. Así, pues, la máquina había funcionado. Estaba en el día de ayer. Él, y también ella. Tardó sólo un minuto en comprender lo demás.

Volvió de prisa al jardín, volvió a despedirse de Guardián. Corrió la cortinilla, entró a la carpa. Allí estaba la máquina, con la palanca arriba, nunca tocada, nunca inaugurada.

Ignatius ase por primera vez la palanca, y de un tirón la desliza hasta el fondo. La carpa se estremece.

 

 

 

Elkin Obregon

 
 
 
CODA

Compuesta para mostrar en la provincia, Fernando González, Velada Metafísica, del grupo Matacandelas, se ha paseado por Latinoamérica y Europa. Para sorpresa de los mismos autores, aunque pronto entendieron que esta especie de divertimento agónico llegaba a muchos públicos. Conozco personas que la han visto tres o cuatro veces; yo sólo la he visto una, hace poco, y me quito el sombrero. Es una urdimbre de perfecto tejido, fluye sin obstáculos, es un homenaje amoroso a un gran hombre, y es también, sin énfasis, un soberbio ejemplo de puesta en escena.

La obra, además, nos encima dos regalos. Uno es una hermosa canción, al parecer italiana (pero que acaso sea de los mismísimos matacandelas); y otro, dos estrofas de un precioso soneto de Ciro Mendía, recitado al alimón por Fernando y Ciro. No puedo reproducir aquí la canción, por desgracia. Pero sí el poema:
"Que una fiesta de viento y brisa alabe / tu cuerpo, cuerda que en las arpas debe, / el tallo de una risa rosa, leve, / en tallo Azul de nube y uva y ave. / Es un tallo de nieve y ola breve, / es un tallo de música tan suave, / que el corazón –tu corazón– no sabe / si es el amor o el tallo que se mueve".

 
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