Número 53, marzo 2014

Nicolaza Balanta
J. Arturo Sánchez. Ilustración: Mónica Betancourt

 

Después de verlo alucinado,
engañosamente feliz y lúcido,
ella también quiso sentir lo mismo
.

 

De pronto apartó sus caderas calientes, sudorosas, imantadas de libido. Se soltó de mis manos y piernas, que se habían entrelazado como serpientes a su cuerpo, y sentándose bruscamente en el borde de la cama hizo una vehemente exigencia: "¡La próxima vez yo quiero probar eso!... Pues si usted la goza sin despelucarse, yo también puedo… Así me amañe o me raye... Y punto". Me extrañó su inusual lenguaje. No le dije nada, prendí otro en silencio y lanzándole unas bocanadas la dejé elucubrar mientras negaba con mi cabeza. No era común la ocurrencia en una veterana empleada de las comunidades religiosas, pero pensé que si jodía mucho al final ese era su bienparido "santo" asunto. Si por atrevimiento, felicidad, o ganas de qué sé yo… quería seguirme en los fumones, simplemente me daba lo mismo. Lo importante era que la negra disfrutara, entera, total; eso sí, sin perder los estribos, como le sucedía cada vez que probaba sus vinos. Y quizá fue por eso que decidí detenerla mucho tiempo en sus impulsos atravesados.

Le conocía bien sus alborotos. Apenas se tomaba una copa le asaltaba su escondido espíritu de tormenta africana, y era mejor huir. De inmediato su rostro titilaba peligrosamente y sus manos empezaban a agitarse entre mis ropas, mientras recitaba una perorata morbosa que tenía de estribillo un: "¡Lo que sea papá Dioj!". Y tan desenfrenada reacción se hacía inclusive a las vistas de todo el mundo, en sitios públicos, de manera que nunca faltaba algún fastidioso entrometido gritando con sorna: "¡Pagále pieza¡" o "¡soltálo!". Aquello era el infierno. Me sentía raptado, brutalmente atrapado en una incómoda escena del llamado arte en vivo.

Nos volvimos a ver en diciembre, meses después del solemne ultimátum. Ella era una vendedora itinerante de utensilios y baratijas fabricadas por monjas artesanas, quienes después de recogerla muy niña en un orfanato y hasta su mayoría de edad, le dejaron de herencia dicha labor y unos pesos para que se defendiera como independiente. También heredó buen hueso de doctrinas y creencias fundamentalistas, las mismas que le negaron la posibilidad de utilizar la red, pues odiaba las computadoras, las consideraba cosas de Satanás.

Por eso debía viajar ofreciendo sus mercancías personalmente. Durante semanas se la pasaba llevando vinos, medallitas, estampas y candelabros por los deshabitados conventos de los pueblos, jactándose de ser alojada allí gratuitamente. Aunque no faltaba quien regara la especie de que pagaba su hospedaje a los monjes con el servicio de pajillera, ese trabajito que hicieran en el siglo XVIII las religiosas en España y América, dando consuelo con maniobras de masturbación a los soldados heridos en batalla.

¡En fin! Siempre que la negra Nicolaza Balanta retornaba a la ciudad después de una de sus giras, de inmediato pasaba por mi buhardilla en la "calle del burladero"; un palenque de casas de citas con ventas ilegales en el Centro de Medellín. Eso le significaba colgar sus hábitos para un encuentro de alegres condenados que nunca duraba menos de tres días con sus noches. De manera que la mujer tenía una ardiente rutina: de las pajisas casas de dios en los pueblos a mi cama. Y viceversa.

Nos habíamos conocido muchos años atrás en un mercado de San Alejo, en el Parque Bolívar, cuando con ayuda de los curas de la basílica consiguió allí un toldillo de ventas. Recuerdo que el sol brillaba a medias y al vernos a quemarropa llegó el otro medio brillo. Yo era entonces un joven callejero en apuros que el primer sábado de cada mes, cuando se realizaba esa feria, ejercía de ayudante en el montaje de puestos en el parque.

A eso de las seis de la tarde pasé por su lado y me pidió que le ayudara a guardar los chécheres en un lugar que le habían asignado en la casa cural, supuestamente gratis.

Luego de pagar generosamente mi servicio, se inventó un buen cuento sin espabilar: "Acaba de llegar desde Roma un nuevo vino de consagrar", dijo, y me invitó a degustarlo. Siendo yo diestro en seducir a mujeres mayores, pericia aprendida en noches de sodomía por la destartalada urbe, supuse intenciones y me hice el loco esperando los visajes que daba. Unos minutos después del trago le atacó la carne y estuvo lista. Ligero caímos uno sobre otro en el piso del salón parroquial. Desde tal resbalón fuimos amantes en la buhardilla de la calle salvaje.

Luego de muchas idas y venidas en las cuales 'Sor Nalgas', como yo le llamaba por sus celestiales caderas, presionó por el derecho a "sentir lo mismo", a "probar eso", llegó el día de realizar su capricho. Me susurró que ahora sí, que le preparara un tabaco de esos bien cargado. Le advertí del riesgo que corrían UCsu cerebro y su corazón acostumbrados a lo sacro; le expliqué que uno ahí, a pesar de las falsas apariencias, podía quedar convertido en un idiota autómata, cero sesos, con solo piernas y espaldas, oyendo coros no celestiales que gritaban: "¡El otro! ¡Prenda el otro!"; le insistí que emocionarse con "¡eso!" era peor que venderle el alma al diablo, al de los cachos sería mejor decir.

Nicolaza se cruzó de brazos chapoteando en el piso con sus sandalias rojas y amenazó con no desvestirse. No tuve opción. Hacía tres meses que no la veía. Además, empezó a alzar las cejas dejando ver el seductor destello de sus grandes ojos de reina de Saba y agachándose un poco mostró también sus tetas que siempre despedían ese irresistible olor a canela.

Abrí uno de los paquetes reservados para mi consumo esa noche, saqué un cigarrillo, lo froté entre las dos palmas y en dos patadas, una vez aflojada la picadura, lo repleté del polvo. Ella no esperó a que lo alineara con unos golpecitos en el filtro, se abalanzó y me lo quitó de la mano, en medio de esos afanes que puede causar una curiosidad convertida en delirio pasional.

Nos saboreamos el primero y ahí mismo quiso el otro y uno más; casi gastó todos los cigarros en una hora, sin detenerse. Cuando quedaban unos pocos, empezamos por fin a sacarnos la candela. En pleno jaleo, montada ella encima, cabalgando a fondo, extrañamente azul, inusualmente muda y con la mirada perdida, se las arregló para fumarse los últimos ya armados que estaban a mano en la mesita de noche.

Llegado el gran clímax sacudió la cabeza y vomitando sangre, antes de caer desgonzada sobre mí, dijo temblorosa: "¡Lo que sea papá Dioj!", y murió.

No hay paso del calendario que no evoque ese doloroso cuadro; y sobre todo hoy –día de la Virgen de la Merced que siempre espero se apiade de mí–, once años después del desenlace fatal de aquella guachafita amorosa, y de esa muerte accidental que me trajo a estos muros; acusado del supuesto asesinato doloso de mi amada Nicolaza, un maldito crimen que no cometí.UC

(Tomado del libro inédito Relatos oscuros de Barbacoas.
Enero de 2013)

 

Imagen: Mónica Betancourt

 
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