Número 49, septiembre 2013

Un cura no es lo mismo que un padre. Aunque un bautizo a las carreras pueda significar una adopción. Cuando las incubadoras escaseaban el cura Diógenes hizo de padre canguro de Joseph. Había escogido su nombre y le había dado su primera bendición dos semanas atrás. Historia de una familia singular, apostólica y romana.

Un milagro para Diógenes
Doris Bustamante.
Fotografías: Juan Fernando Ospina y archivo familiar

Diógenes es sacerdote y tiene un hijo. Un milagro los ensambló como la única familia que han conocido. Al menos así lo cree este cura sin parroquia, que no tiene otra explicación para sus vidas, la de él y la de Joseph, dos sobrevivientes de una sociedad intolerante que condena a inocentes.

"A veces sueño. Sueño muchas veces con tomates. Entonces pienso que de pronto me monté en un camión que llevaba tomates de Urrao para Abastos y resulté allá". Allá es la calle del Cartucho en Bogotá, esa zona de miseria que durante cuarenta años fue tierra arrasada a solo dos cuadras de la Casa de Nariño, donde niños y adolescentes superaban la existencia a punta de aspirar pegante bóxer y cocinol. Ese es el escenario de los pocos recuerdos que el padre Diógenes tiene de su niñez.

"De esos primeros tres años y medio lo que te puedo decir es que era adicto al bóxer. No me acuerdo de marihuana o esas cosas. Sé que aspirábamos bóxer y cocinol. Eso lo trababa a uno, y así aguantábamos el hambre y el frío", recuerda.

'El Paisita', como le decían cuando llegó a Bogotá, tenía escasos cuatro años cuando emprendió su viaje a ese inframundo en el imaginado camión de tomates desde el puerto de Bolombolo, en el Suroeste antioqueño. Allí lo había dejado una señora a la que le habían pagado para que lo cuidara desde que nació en el municipio vecino de Ciudad Bolívar. "Con el tiempo le dejaron de pagar. La señora era de edad, de demasiada edad. Llena de achaques y enfermedades, me llevó y me dejó ahí, junto al puente. No sé cuántos años tendría yo. De eso me enteré después".

Lo que sí recuerda son los dos balazos que se ganó cuando tenía seis o siete años y trataba de paliar el frío bogotano debajo del puente de la 26. Ahí lo alcanzó otra realidad nacional, un movimiento de limpieza social autodenominado "Muerte a indigentes", que por la época, 1978, lo hizo blanco de su política de exterminio. "Esa época difícil cuando mataban a los indigentes porque estaban proliferando", explica con tono diáfano, como si no estuviera hablando de su propia sentencia a muerte, de la que lo salvó el Dios que aún no había encontrado.

La misma locura de muerte que le arrebató la familia a Joseph en el Urabá antioqueño en 2005 y lo empujó, literalmente, a los brazos del padre Diógenes. Durante tres meses el sacerdote tuvo a Joseph enfermo y débil entre sus brazos, aferrado a su pecho y a la vida. "Cangurearlo", dice, era la única posibilidad para que ese bebé, de menos de dos meses, con hipotermia, sobreviviera; no podían dejarlo en una incubadora que otros con más esperanza de vida necesitaban. Eso le explicaron en el Hospital San Vicente de Paúl cuando fue convocado de emergencia para que lo bautizara y el bebé no muriera como NN. Joseph era huérfano de una masacre, y además sufría de leucemia linfoide aguda congénita.

En el 2005 hubo una matanza en Urabá en la que los paramilitares asesinaron a 39 miembros de una familia. Solo un bebé sobrevivió, explica. El padre prefiere no entrar en detalles sobre su hallazgo, "porque es parte de la historia de mi hijo y de las circunstancias que debo callar por su seguridad". Lo que sí detalla es que el Ejército encontró al niño y lo trajo al San Vicente de Paúl cuando le faltaban seis o siete días para cumplir los dos meses.

"Llegué alrededor de las nueve de la noche en una moto desde Guarne. Cuando fui a bautizarlo había unos señores de Bienestar Familiar y me dijeron: 'padre, el niño ya se va a morir, no queremos que quede como NN, póngale un nombre y unos apellidos'. Le puse Joseph, que significa 'Dios proveerá'; yo siempre he admirado a San José". En medio del crudo relato el padre Diógenes se permite un chiste religioso: "San José es el santo más noble y justo, es el único que ha levantado a los hijos de los demás y no ha chistado para nada", y ríe con ganas.

Sigue explicando la razón del nombre, y con entusiasmo casi infantil dice que además también le gustaba por Joseph Blatter, el presidente de la FIFA. Aun en la urgencia, sucumbió a esa costumbre tan colombiana de rendir homenaje a los ídolos: "me fascinaba Michael Joseph Jackson, me encantaba Karol Józef Wojtyła, y de casualidad el papa era Joseph Ratzinger".

Así que lo bautizó Joseph, le puso sus propios apellidos, y sin intención lo convirtió legalmente en su hijo. Cuando regresó al día siguiente Joseph había sobrevivido, seguía en estado crítico y lo iban a sacar de la incubadora de cualquier manera. Decidió entonces darle una oportunidad de vida y se lo llevó a la fundación que dirigía en ese momento, dedicada a ofrecerle un hogar de paso a niños con leucemia. "Me lo dejaron llevar porque se iba a morir. Lo tuve tres meses en el pecho. Además hubo una persona muy especial que tuvo un bebé al que nunca le gustó la leche materna, y toda la disfrutó Joseph".

Sin querer el sacerdote repetía su propia historia. Casi treinta años atrás, otro sacerdote, el jesuita Bernardo Díez, le dio al Paisita del Cartucho la posibilidad de dejar ese mundo de hambre y miseria, y se convirtió en la única figura paterna que Diógenes conoció. El Paisita, que debía tener siete u ocho años y llevaba más de tres en la calle, fue recogido por la policía en una de sus típicas batidas. Lo llevaron a una estación, "no recuerdo bien si era la cuarta o la quinta, una que quedaba al pie de Monserrate. Nos pusieron debajo de esos chorros de agua, nos bañaron con jabón Rey y nos motilaron. Yo estaba muerto de frío tomándome un chocolate caliente cuando él apareció".

El Paisita no sabía su propio nombre, no tenía idea de cómo había llegado a Bogotá ni de dónde era, pero tenía claro que no quería seguir viviendo en la calle. "Nos dijo que si queríamos tener una casa, alguna comodidad. Y yo pienso que cuando no naces para estar en la calle, no estás en la calle. ¿Si me entiendes? Y yo no quería estar en la calle, me fui con él". El padre Díez no solo le dio techo y comida en un orfanato manejado por monjas, sino que también le devolvió su identidad.

Pero Diógenes no recuerda con alegría a las religiosas: "son las personas más horribles del mundo. Son las comunidades que más dinero tienen y las que más te humillan. Y allá era humillación tras humillación tras humillación". Comenzó a decirle papá a Díez, el hombre que, como él mismo haría años después con Joseph, le dio un nombre y una historia. Y por él, dice, soportó el maltrato: "yo no quería volver a la calle".

A través de sus huellas digitales el jesuita averiguó los registros de ese niño que apareció abandonado al lado de un puente en Bolombolo. Así supo que fue hijo ilegítimo de dos personas provenientes de familias muy ricas. "En el 71 mi mamá era una mujer casada que se encontró con un hombre casado, y de esa relación resultó en embarazo; ese fue el problema más horrible en Envigado". Cuando pudo reconstruir su historia y su condición de sacerdote le abrió las puertas para revisar archivos y hablar con gente clave, supo que a su mamá la habían mandado a Ciudad Bolívar. "Allí nací, y le pagaban a una señora para que me tuviera porque mi mamá 'nunca estuvo en embarazo', se le podía dañar el matrimonio; aunque después se le dañó igual", relata con una sonrisa un tanto amarga.

Su nombre y sus apellidos, dice, son los que estaban en el registro que encontraron en Ciudad Bolívar, y resultaron ser los de sus padres verdaderos. El padre Diógenes no se lo explica, pero tampoco demuestra curiosidad por develar el misterio, como si su historia quedara saldada con el consuelo que le dejó, años después, saber que su madre lamentó siempre su pérdida porque había sido obligada a abandonarlo.

Con el apoyo y el aval del padre Díez, el jovencito Diógenes estudió. Vivió una adolescencia difícil en el barrio Las Cruces, pero como quería estudiar, aguantó y terminó el bachillerato. Quiso ser médico, se ganó una beca para estudiar ingeniería industrial, pero su precaria situación lo llevó a decidirse por el seminario. Su único capital era el apoyo de "su papá", y aunque en ese momento no sentía vocación sacerdotal, esa fue la única respuesta que encontró a la pregunta: "¿Cuál es el lugar en donde te dan estudio, te ayudan y te dan comida?".

Aunque la calle había quedado atrás, sus secuelas lo siguieron. Secuelas sociales como el estigma de su procedencia; secuelas físicas como la leucemia linfoide crónica que le descubrieron cuando ya ejercía como sacerdote; y secuelas en su carácter, pues su falta de sumisión hizo que lo expulsaran de cuatro seminarios y que su ordenación hubiera sido casi un milagro.

"Papá me avalaba para ingresar en los seminarios, pero cometía un error y era que siempre contaba mi historia, mi procedencia", explica. Así que al aspirante a sacerdote que solo quería estudiar filosofía lo ponían siempre a hacer los peores trabajos. "Como eres de la calle, tienes que trabajar más duro. Hay que domar el espíritu", le replicaban cuando se quejaba. Y entonces mandaba a sus superiores a domar a sus respectivas madres. El padre Diógenes sonríe cuando lo recuerda, como quien rememora una acción épica.

En el último claustro en el que estuvo llegó a golpear a su director, un reconocido arzobispo cuyo nombre prefiere mantener en reserva, no tanto para protegerlo como para no seguir sufriendo la marginación a la que lo condenó tras haberle puesto los dos ojos morados.

"Recuerdo que papá me llevó a otro seminario, me presentó al rector, le dijo lo mismo que decía siempre. El rector me acogió con mucho cariño, fue una persona espectacular durante dos o tres meses, me daba ropa, y algún día se me metió al cuarto y quiso abusar de mí. En el forcejeo y en la pelea le puse los ojos negros, le saqué una tabla a la cama y le di una 'maderiada'. Al otro día hubo consejo en el seminario, y me expulsaron porque el rector era una persona idónea y yo un muchacho mentiroso que venía de la calle con muchos problemas".

Fotografías: Juan Fernando Ospina y archivo familiar

 

Fotografías: Juan Fernando Ospina y archivo familiar

El padre Díez nunca le creyó pero tampoco lo juzgó, y siguió respaldándolo aunque las puertas del sacerdocio parecían cerrársele cada vez más, al menos en Colombia. En medio de su periplo el joven Diógenes había visto la luz de su vocación y decidido que sí quería ser sacerdote. "Cuando todavía estaba estudiando filosofía hubo un momento que llamamos el toque de Dios. Con los ojos abiertos, a las ocho de la noche de un martes, en un lugar donde me estaba escampando cuando iba para un seminario, una mujer muy hermosa me habló, me dijo que siguiera adelante, que quería verme como su sacerdote. Al principio no entendí quién era, pero siempre fui devoto de María Auxiliadora y sé que fue ella la que me habló. Me dijo que iba a tener muchos tropiezos. Fue extraño. Era una mujer que no se mojaba en medio de ese aguacero, con una luz muy hermosa, divina. Y me dijo 'sigue adelante no te desesperes'".

Sintiéndose renovado, siguió peleando. Vagó por algunos países vecinos en busca de seminarios que lo aceptaran, hasta que se topó con un sacerdote puertorriqueño, Héctor Alejandro Rey González, quien aceptó ordenarlo. Finalmente lo hizo en 1994, consiguió su primer empleo como cura y fue enviado a Venezuela.

"Algo tenía que tener después de años de aguantar hambre y tantas cosas", dice sin asomo de autocompasión. En el país vecino recogería la herencia de su vida en la calle y comenzaría a transitar el camino que lo uniría a Joseph, pues allí le diagnosticaron leucemia linfoide crónica.

Como quien relata una vida ajena, el padre cuenta que con una dispensa pero sin dinero, "porque la diócesis a la que pertenecía era muy humilde", viajó a Medellín para "ver que podía hacer". Después de tantos años, y sin el "amigo obispo" en la ciudad, logró que un cura amigo le ayudara a acceder a la seguridad social y a las quimioterapias que necesitaba, a través de la incardinación, una figura del derecho canónico que permite que un sacerdote ordenado en una iglesia pase a servir a otra.

En 1999 el tratamiento dio sus frutos, la leucemia desapareció y pudo volver al ejercicio pleno del sacerdocio. Lo destinaron entonces al municipio de Peque, al occidente de Antioquia, como párroco y misionero. Pero su destino ya había sido marcado en Venezuela. Volvió a Medellín y logró que en el municipio de Guarne le adjudicaran una casa en comodato, con el fin de instalar un hogar de paso para niños de bajos recursos con leucemia que necesitaran viajar para su tratamiento y no tuvieran dónde quedarse. Allí mismo hizo su capilla y se dedicó a la obra. "Les dábamos comida, dormida y ropa. Casi me volví abogado porque nos la pasábamos poniendo tutelas".

Fotografías: Juan Fernando Ospina y archivo familiar

Hasta que en 2005 "recibí el regalo de mi vida. Mucha gente dice que fue la piedra en el zapato, pero fue el regalo de mi vida". Sonríe pleno al regresar a la historia de Joseph, su hijo, quien ahora tiene ocho años, está en tercero y disfruta tanto como su padre de los disfraces de Superman, Batman y el Enmascarado de Plata. "Como yo nunca tuve la oportunidad me paso disfrazándolo y yo también lo hago", dice mientras exhibe cientos de fotos compartidas que guarda en riguroso orden cronológico.

Después de adoptar a Joseph mantuvo el hogar en Guarne cinco años más, hasta que aparecieron denuncias ante Bienestar Familiar e incluso acusaciones judiciales que lo señalaban de falso sacerdote. El tiro de gracia fueron las amenazas que comenzaron a llegar para que desocupara la casa, a pesar de que la concesión en comodato había sido renovada. "Yo no temía por mí, pero cuando vos tenés un hijo las cosas cambian. Ya me daba miedo que me pasara algo y el niño…". Así que se acabó el hogar y con él la posibilidad de ejercer con libertad su sacerdocio.

El padre Diógenes vive ahora de consultas, asesorías de familia, oraciones de sanación, misas y ceremonias religiosas que tienen que ser registradas por sacerdotes amigos porque a él no se le permite. No cobra por ello y sus ingresos dependen de la buena voluntad de quienes reciben sus servicios. Sabe que no puede cobrar porque para eso necesita el permiso de la diócesis, "pero como no me acogen, ¿a quién le pido permiso? Yo le pido permiso a Dios. Lucho por mi niño. Nunca me volvieron a llamar para celebrar misa en las parroquias, no me dejan. De acuerdo al derecho canónico soy un sacerdote válido pero no lícito. Pero yo soy sacerdote adonde vaya, tengo los papeles", dice, y no puede disimular el dolor al señalar varios diplomas enmarcados en una pared que registran tanto su ordenación como el título de psicólogo que obtuvo después.

El Paisita no quiere darles el gusto de echarlo. "¿Quién me puede quitar a mí el derecho a ser sacerdote? Nadie. Creo en lo que hago, amo el sacerdocio y quisiera poder hablar con el papa Francisco para algún día tener un permiso y que no me molesten la vida. Yo no pido que me asignen una parroquia. Una parroquia me limitaría para seguir ayudando como lo hago".

¿Y la leucemia de Joseph? La pregunta sobre su hijo le devuelve la sonrisa amplia de otros momentos. "El niño se curó, está muy bien. Hace tres meses se hizo los últimos exámenes y no aparece nada, solamente plaquetas bajas. Su cuerpo no asimila el hierro, por eso hay que ponerle la inyección de Complejo B. Es lo único. ¿Cómo te explico yo que es un milagro…?".UC

 
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