Número 49, septiembre 2013
La pensión de las monjas carmelitas
Guillermo Vásquez.
Ilustración: Camila López
 
Ilustración: Camila López
 

Creo que fue Don Andrés Díaz Venero de Leyva, presidente de la Real Audiencia de Santa Fe, el fundador de nuestra villa boyacense que lleva su apellido: Villa de Leyva. Cuando llegaron los españoles, por allá en mil quinientos y tantos, la convirtieron en un valle ubérrimo donde crecía el trigo y la cebada al lado del maíz y de las habas, las vides daban un vino flojo pero abundante y a la larga muy agradable, y los olivos fructificaban sus aceitunas verdes, rojas y negras. Por supuesto que cantaban los gallos, balaban las ovejas y a lo lejos rebuznaban los burros. Estar en Castilla de Oro era estar en las llanuras de la Mancha.

Muy pronto vinimos las carmelitas descalzas, un poco tras los pasos de los dominicos del monasterio del Santo Ecce Homo que nos servirían de confesores y capellanes. Buscábamos silencio, paz y sosiego. Nuestras antepasadas se encerraron en una choza de piso en tierra y techo de paja, mientras los obreros indios y los capataces españoles terminaban de apisonar los muros, tender las vigas y emparejar las tejas de barro rojo. Ellas mismas enjalbegaron las paredes y dispusieron las baldosas, también rojas, sobre los largos claustros que unían todas las dependencias del convento.

El pueblo nos sentía propias y nunca faltaba el alimento en nuestra mesa austera. Por eso todos los rincones del inmenso monasterio se llenaron de pinturas hermosas y de bellas esculturas en madera policromada que recreaban pasajes de la Biblia, a nuestro padre san Elías –el profeta del Monte Carmelo–, a nuestra madre santa Teresa de Jesús, a nuestro padre san Juan de la Cruz y a varias de nuestras abadesas, aquellas que alcanzaron a ser retratadas por un pintor ambulante que venía desde Tunja pasando por pueblos y aldeas. Las retrataba como jóvenes novias coronadas de rosas blancas así tuviesen 95 años, cuando, temblorosas y durmientes, posaban para él. Y el Niño Dios en cada celda, empelotica para que por lo menos le pudiéramos bordar los pañales.

Ellas mismas, nuestras antepasadas, las monjas carmelitas descalzas del siglo XVI, cavaron en lo más retirado del huerto la primera fosa del cementerio cuando murió la primera de las siete fundadoras, y así se fueron enterrando las unas a las otras, entre los cipreses altos y negros contra el cielo.

Las monjas del coro, las profesas solemnes, veníamos de familias prestantes o ricas, o ambas cosas. Los padres inducían la vocación en la hija poco agraciada, para descartar los riesgos de un mal matrimonio y conservar unido el patrimonio familiar. Una pequeña dote era quitarle un pelo al gato. Las monjas freíamos buñuelos que con miel sabían a gloria, orábamos día y noche por los nuestros, y la familia prosperaba. Se nos exigía para entrar, además de la dote, estar sanas y ser vírgenes, lo mismo que saber leer, escribir y contar corrientemente.

Las otras, las donadas, exentas de lo anterior con excepción de la virginidad, atendían al torno: "¡Ave María Purísima!", llamaba el visitante, y la portera de turno respondía con su voz cantarina "¡Ave María Purísima!" para iniciar el diálogo en el que se recibían noticias, cotilleos, peticiones, avisos. También se intercambiaban dones, limosnas, provisiones, a cambio de los escapularios bendecidos y los Agnus Dei protectores de fieles y pecadores. Ellas, las donadas, podían salir a hacer mandados de urgencia y a prestar algunos cuidados a enfermos e indigentes que la caridad imponía hasta a las enclaustradas más observantes.

Los días pasaban somnolientos, la luz se movía sobre zócalos y paredes encaladas, arruga tras arruga, cuaresma, pascua, pentecostés, la Santísima Virgen, los santos y las santas, los mártires. Se moría la abadesa y elegíamos sucesora a la mejor de todas, para que siguieran los días, el adviento, la navidad, la epifanía.

Con el depósito de las dotes se hicieron malos negocios y préstamos, se pagaron intereses, se encargaron vasos de oro y de plata y coronas de esmeraldas. Por días, meses, incluso años, sobrevivimos gracias a la providencia divina que viste a las flores del campo y alimenta a las aves del cielo. Nunca nos faltó el pan, ni faltaron nunca el aceite y el poco vino que empleábamos. El médico nos atendía a expensas de la alcaldía, y así pasábamos.

La clausura era estricta, papal. Solo podía traspasarla sin cometer sacrilegio el mismo sumo pontífice, su majestad el rey o el virrey, el señor arzobispo, el cura párroco en caso de viático o de extremaunción in articulo mortis, y nadie más, so pena de excomunión ipso facto reservada al papa. Así fue por siglos.

Cuenta la cronista que vino la Independencia, la insurrección del 20 de julio de 1810, gobernadores y alcaldes elegidos por los presidentes de Bogotá, la patria boba de no saber si centrarse o federarse, y luego el regreso de los españoles, el patíbulo en las plazas y tantos patriotas fusilados. No se les daba nada, rechazaban la venda en los ojos, morían alegres, gritando vivas a la Nueva Granada libre y soberana, después de confesarse, recibir devotos el santo viático y besar el crucifijo.

Simón Bolívar pasó cerca, seguido por Francisco de Paula Santander. Lucharon contra Barreiro y sus tropas en el Pantano de Vargas, los derrotaron y apresaron al líder en el puente del río Boyacá. El camino a Santa Fe estaba expedito y en la capital se apresuraban los preparativos del recibimiento, en el que habría coronas de laurel por cientos y una corona de oro constelada de diamantes, rubíes y esmeraldas de Muzo para el Libertador.

Cuando él pasó cerca de esta villa le hablaron de nuestro monasterio y de los recuerdos borrosos del presidente de la Audiencia, su fundador. Bolívar decretó para nosotras una pensión perpetua de un peso de oro anual. Menos mal no vino hasta acá, habríamos tenido que franquearle la clausura en lugar del rey y su séquito. Bolívar era masón y por lo tanto estaba excomulgado, con todos los que le ayudaran.

Poco tiempo nos sirvió esa pensión, pero al menos se hicieron reparaciones urgentes, se bordaron ornamentos litúrgicos para no hacer que los capellanes celebraran con hilachas, de oro, pero hilachas. Cobrarla era una epopeya, por interpuesta persona que sacaba su comisión. Alguna vez la dejaron de pagar. Otra vez se cayó en la cuenta de que un peso de oro no alcanzaba ni para el aceite de la lámpara del Santísimo. Hasta que se nos olvidó que la teníamos.

Hubo muchas guerras civiles. Muchas constituciones. Hubo años de no tener capellanes, pues los religiosos dominicos fueron expulsados del país con todos los religiosos y muchas religiosas en tiempo de los gobiernos liberales radicales. Confiscaron los conventos, los muebles, las bibliotecas, los vasos sagrados, los esclavos y las esclavas que trabajaban las tierras. Quedamos a merced del párroco, que de cuando en cuando nos celebraba una eucaristía para renovar las especies en el sagrario. Las enfermas se mejoraban con tal de no perderse la única misa que tendríamos en meses.

 

Nuestro monasterio fue respetado porque el pueblo se alzó para defendernos, tanto nos querían. Labriegos y pastores durmieron por turnos a la puerta de la capilla y del vestíbulo para espantar a los enviados del gobierno radical.

En Bogotá al fin se resignaron: total son cuatro viejas nonagenarias, cuando acaben de morirse les caemos, dijeron.

Pero no nos acabamos: el Niño Dios hizo el milagro y la madre abadesa, Hermenegilda, tuvo la inspiración de recibir en el noviciado, para el coro, campesinas pobres, sin dote, jóvenes e ignorantes. Ella misma les enseñaba a leer, escribir y contar. El monasterio volvió a florecer. Las limosnas del pueblo no faltaban y nos arrebataban las colaciones, los merengues, el vino de manzanas y de peras criollas, las galletas y los panes de cebada y centeno.

"¡Alabado sea Jesucristo y la Virgen Santísima su madre! ¡A la oración hermanas, a alabar al Señor!", llamaba la sacristana tocando las campanillas por los claustros a las dos de la mañana, al canto de los gallos. Y era un correr de alpargatas, con griticos por el agua helada de las palanganas para el aseo matutino. A la media hora subían al cielo las alabanzas con nuestras voces de sopranos: "¡Deus in adjutorium meum intende. Domine ad adjuvandum me festina!" (¡Dios mío ven en mi auxilio. Señor date prisa en socorrerme!). Y las gentes madrugadoras de la Villa de Leyva pasaban arreando sus rebaños y sus burros, se persignaban frente a nuestra iglesia y se confiaban a nuestras constantes y fervorosas oraciones.

Y así por años y por décadas, hasta que llegaron nuestros hermanos los carmelitas descalzos y nos compraron el potrero del frente para poner allí su noviciado. Se murieron los presidentes radicales y vinieron los conservadores a reparar los entuertos de ese olimpo de ateos amigos del matrimonio civil, la educación laica, el federalismo satánico y la absoluta separación entre la iglesia y el Estado.

Ahí, en el archivo del claustro junto al pozo, están los libros de la crónica para quien quiera saber más de nuestra vida oculta y silenciosa, cuando no estábamos rezando y cantando en el coro tras la reja de hierro y las cortinas negras, que nos protegían de cualquier contacto con los fieles que asistían a nuestra iglesia.

Solo quisiera recordar dos acontecimientos recientes: cuando trajeron desde Tunja los restos de doña Carola Correa de Rojas Pinilla, nuestra gran benefactora. Sin sus generosas mandas los techos nos habrían caído encima, las tapias se habrían desmoronado como si fueran bizcochuelos viejos y no habríamos tenido cera para alumbrar a tantos santos de las galerías y la sala capitular. Le cantamos la misa de réquiem de Palestrina, a capela, a cinco voces, mientras familiares y amigos bajaban el ataúd de roble a lo profundo de la fosa, abierta en la capilla de la Inmaculada.

Vinieron las cometas, se murieron los últimos olivos, los labriegos dejaron de cultivar el trigo, el valle se volvió casi un desierto y comenzaron a aparecer restos fósiles gigantescos, esqueletos de los dinosaurios como sellos sobre la tierra. Restauraron la casa donde murió el precursor, don Antonio Nariño, la gente vieja vendió sus casas a ricos capitalinos, abrieron hoteles y restaurantes, y la Villa de don Andrés Díaz Venero de Leyva apareció en los mapas turísticos y el presidente Carlos Lleras Restrepo quiso venir a inaugurar no recuerdo qué obras.

Nuestra madre abadesa tuvo una inspiración: le cursó al presidente liberal invitación para visitar nuestro convento, con su esposa Doña Cecilia de la Fuente, que era tan católica, y todo su séquito de ministros y chafarotes, muchos de ellos masones. No importaba. Para curarse en salud le pidió su permiso y bendición al arzobispo de Tunja, nuestro ordinario, y le consultó por correo secreto sus planes, que el santo y anciano prelado, ya un poco reblandecido, no dudó en aprobar.

Hubo revuelo de campanas, despliegue de tropas, detectives y guardaespaldas disfrazados de cultivadores de papa, banderas y pancartas de saludo, formación de las escuelas y colegios en uniforme de gala. Nosotras estrenamos hábito después de pasar quince días sacudiendo, barriendo, remendando, deshierbando los jardines y resembrando las plantas.

El presidente, bajito, regordete y de sonrisa bonachona, fue recibido primero por nuestros hermanos los carmelitas del frente, que le sirvieron el almuerzo a él y a su séquito en el amplio refectorio de su convento, mucho más luminoso, moderno y digno que el nuestro. Luego los trajeron hasta el atrio de nuestra iglesia, y la madre abadesa corrió las cortinas negras de la reja en el locutorio y abrió la puerta de hierro dulce y oxidado que no se abría desde la fundación hacía siglos; menos mal se nos ocurrió lijarla y aceitarla días antes.

Todas nos formamos en el claustro mayor, cubriéndonos el rostro con los velos, como estaba mandado en esos casos. Los visitantes nos miraban asombrados, conmovidos, mientras cantábamos el Te Deum. Boquiabiertos, contemplaban las pinturas, las esculturas, casi caminaban de puntillas, apenas se atrevían a rozar con los dedos las flores del jardín, mientras que las campanas de la espadaña mayor repicaban y repicaban.

Nuestra madre abadesa, velada ella también, acompañaba al presidente, que iba delante de su cortejo; le explicaba el uso de las salas, le abría las puertas de la cocina, la despensa, la biblioteca y el locutorio, lo acompañaba hasta el cementerio.

Las donadas repartieron masato y colaciones, buñuelos con miel y vino de manzanas y peras en vasitos de cerámica traídos desde Ráquira. La primera dama, doña Cecilia de la Fuente de Lleras, pidió a nuestra madre abadesa que le permitiera entrar a una de nuestras celdas. La madre contó después que Doña Cecilia se puso a llorar al tocar el burdo y duro jergón de la cama, y que se arrodilló devota frente al crucifijo renegrido de siglos, el único objeto que adornaba las paredes blancas de cal.

Salieron como llegaron: admirados, sonrientes, silenciosos. En la sala capitular el presidente Carlos Lleras, rodeado de los cinco ministros que lo acompañaban y de sus edecanes de campaña, pronunció unas breves palabras de agradecimiento, entregó a nuestra madre abadesa un cheque sustancioso y un decreto, en nota de estilo, sobre pergamino, asignándonos una pensión perpetua que debía incrementarse periódicamente según las fluctuaciones de la inflación y que ya había sido aprobada por el Congreso de la República en pleno.

¡Laus Deo et Virginaquae Matris! (¡Gloria a Dios y a la Virgen Madre!).

 

Medellín, Biblioteca de los Misioneros Claretianos en Jesús Nazareno Santa Fe de Bogotá. En el año del Señor de 2013. UC

 
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