Número 47, julio 2013
Historia de un atraco
Papaya para las pirañas
María Laura Idárraga Alzate. Ilustración: Juliana Soto Vallejo

 
Un 28 de diciembre Gabriel Jiménez conoció a las pirañas. Era de noche y había tomado con un amigo en varios bares del centro, entre ellos El Guanábano y La Casa de Asterión. Se hizo tarde y su amigo tenía que irse, así que se quedó solo.

Hacía poco vivía en Robledo, y pensó que en el Parque Berrío podía alcanzar un bus. Iban a ser las once de la noche. La ruta que le servía parqueaba más lejos, por el viaducto del Metro; ya un poco entonado, caminó hasta allí, con tan mala suerte que ya no había buses. Ya eran las once y media.

Se arriesgó entonces –cuenta entre risas– a coger los buses de Bello. "Me metí por el Parque Bolívar; yo viví por ahí mucho tiempo, por eso pensé que no me iba a pasar nada". Al llegar a la calle Bolivia, donde está ubicada la Catedral Metropolitana, vio quince muchachitos quemando totes en la calle. "Qué bacano, aquí también se ven esas cosas", pensó Gabriel, y siguió caminado con una sonrisa entre la ronda de "chinches", como les llama jocosamente.

Había avanzado veinte o treinta metros cuando escuchó el correr de los chinches; se oían coordinados. En ese momento, la palabra atraco llegó a su mente. "Intenté salir corriendo y cuando menos pensé estaba atrapado como por treinta manitos, así, agarrándome", dice Gabriel. El más grande tenía unos doce años y el menor unos siete. Más conocidos como "las pirañas", un amigo suyo le contó tiempo después que incluso los travestis del Parque Bolívar los odian porque los atracan a cada rato.

"Me robaron plata, no estoy muy seguro de cuánta, entre cincuenta y sesenta mil pesos, el celular, y una candela. Ellos me querían robar el bolso, pero yo no me iba a dejar porque ahí estaban las llaves de mi casa y no tenía a quién llamar para que me abrieran". A pesar de que era más alto que ellos, en ningún momento pudo escapar de la redada a la que lo sometieron. La única solución era entregarles el bolso, pero no quería hacerlo. Mientras forcejeaba para no dejarse robar, pasó un sujeto en moto que se quedó, por un par de segundos, observando la escena. Gabriel le pedía ayuda entre dientes, pero el motociclista lo vio tan embalado que simplemente continuó su camino. Los chinches eran demasiados, lo amenazaban con un chuzo que él ni siquiera veía, estaba completamente inmovilizado.

"Agarré el bolso y la billetera con los papeles, no tenía nada de valor ahí, pero las llaves eran un embale y la billetera otro. Me decían que soltara el bolso y yo les decía que no; cuando vieron que no tenía nada en los bolsillos, salieron corriendo. Estaba muy confiado. A esa hora de la noche, solo, y en diciembre, ¡peor! Por los lugares que pensé que me iba a dar más susto había gente, y en los lugares que supuestamente conocía fue donde me atracaron". Era el día de los inocentes, y todo parecía una broma. Gabriel ni siquiera culpa a los niños que le robaron. Se queda pensando y dice que ese día dio mucha papaya. Papaya para las pirañas. UC
 

 
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