Número 47, julio 2013

En el cementerio de El Cairo viven más de un millón de personas. El lugar, que recuerda viejas tradiciones faraónicas, se ha convertido en un tugurio improbable donde la gente convive con generaciones de muertos.
 

La ciudad de los muertos
Marcela Barrios. Fotografías por la autora.
 

 

La Ciudad de los Muertos es el cementerio musulmán más grande del mundo. La gente dice que es tan grande que no se sabe dónde termina. Sus entrañas llenas de mausoleos, tumbas y bóvedas tienen más de un millón de habitantes. En esta fascinante zona de la ciudad de El Cairo los muertos llegan todos los días y los sepultureros cavan mientras los habitantes duermen, se levantan, comen, salen a trabajar, rezan. Hay panaderías, cafés, mercados y mezquitas: una vida corriente, sino fuera por el sustrato que lo sostiene todo. Los niños se crían en medio de las cabras y las tumbas, que llevan inscritos los nombres de viejas estirpes de Al-Qahira, o La Victoriosa, como era llamado El Cairo en los tiempos prósperos y lejanos de la era musulmana.

Urbe en el seno de la urbe

Todo comenzó cuando Egipto perdió el Sinaí en la Guerra de los Seis Días en 1967. Israel ocupó el triángulo desértico que desde la antigüedad conectaba Egipto con Siria y Palestina, y las familias egipcias que habitaban los pueblos de arena del Sinaí tuvieron que desplazarse a otras regiones del país. Por supuesto, muchos llegaron a El Cairo, que era ya la ciudad más poblada de África. El alojamiento escaseaba y muchos desplazados solo encontraron una opción en el viejo cementerio. Desde entonces nadie ha podido sacarlos. No importó que Egipto recuperara el Sinaí en 1979.

Desde el neolítico, en Egipto los cementerios se organizaban como pueblos para alojar la eternidad. Grandes ejemplos son el Valle de los Muertos o la necrópolis de Memphis donde se levantan las misteriosas pirámides. La costumbre de velar los restos de sus antepasados les llevó a construir mausoleos de dos y tres piezas habitados por guardianes. Frente a la sobrepoblación y la crisis de vivienda en la ciudad, muchas familias siguieron el ejemplo de los desplazados del Sinaí. En medio de las tumbas se construyeron escuelas y hasta un hospital con oscuros presagios. Las tumbas se han vuelto tan apreciadas que tienen, además de habitantes vivos y muertos, promotores inmobiliarios.

Para los occidentales la idea de vivir sobre el territorio de los muertos solo es posible en las ficciones de terror, como en el célebre filme Poltergeist, donde los muertos le hacían pagar cara la invasión de sus dominios a los vivos. En El Cairo esta fantasía es un hecho, y la relación que establecieron los vivos y los muertos es tan llevadera y tan pacifica que podría ser la envidia de cualquier copropiedad horizontal.

Copropiedad horizontal

Si los egipcios son capaces de vivir entre las tumbas es porque tienen un concepto de la muerte diferente al del islam tradicional y al del cristianismo copto; una idea faraónica proveniente de una fabulosa historia de amor que forjó el alma del antiguo Egipto: el mito de Isis y Osiris. Cuando el dios Osiris fue asesinado por su hermano Set, su esposa, la diosa Isis, buscó sus restos desperdigados a través del alto y del bajo Egipto. Logró ensamblar los pedazos de su amado y le devolvió la vida. Pero la muerte es rotunda, incluso cuando se trata de un dios, e Isis pudo revivirlo solo el tiempo suficiente para concebir un hijo. De ese amor improbable nació Horus, con cabeza de halcón, que llegaría a ser el dios más amado del pueblo de los faraones. Así se amaron Isis y Osiris, él reinando en el inframundo y ella en la vida.

Esta relación fundó la concepción atávica de que la vida y la muerte se tributan la una a la otra. Es por esto que los dueños de las tumbas aceptaron que desplazados de guerras y miserias se instalaran a vivir y cuidar los cuerpos de sus antepasados. De tanto ver esqueletos la gente empezó a considerarse especial, y tal vez sea esta certeza la que les permite sobrellevar la marginalidad. Algunas tumbas deben pagarse y otras son gratuitas. A menudo se encuentran tumbas de una decena de metros cuadrados que albergan hasta diez personas. Otros alojamientos son solo tugurios que se fueron construyendo alrededor y entre las tumbas, como es el caso de la vivienda de Dou'a Aziz Barham.

Dou'a

En el muro Oeste, que demarca el límite de la necrópolis, viven Dou'a y su familia, en un rancho vecino a un mausoleo. Dou'a extiende la ropa limpia en el lavadero que comparte con otras familias. Me saluda jovial con el tradicional "Salam Aleykoum" (La paz sea contigo). Ella y su marido nacieron en los suburbios de El Cairo, y cuando tuvieron sus dos hijos, hoy en la pubertad, encontraron en la Ciudad de los Muertos la casucha de lata y madera donde habitan. Pagan al dueño del mausoleo noventa libras egipcias al mes, que equivale a doce dólares. Ella está convencida de que la grandeza de Alá les permite vivir entre los muertos y no en los apretujados e insalubres tugurios de otras zonas de la ciudad: "la mayoría de nosotros no tiene más remedio, pues encontrar alojamiento en El Cairo es caro y casi imposible. Aquí estamos mejor que en los barrios pobres. Podemos servirnos del agua de un lavadero que compartimos con otras tumbas, y como la mayoría de las tumbas vecinas tienen electricidad, podemos conectarnos".

Pero aunque Dou'a no le teme a los muertos, sí le teme a la pestilencia. Lo más difícil para ella es convivir con el olor de la cadaverina, ese perfume impune que despiden los muertos, al que ni el olfato más tenaz podría acostumbrarse. Los muertos, en cambio, no parecen molestarse con el murmullo de los vivos. Dou'a me dice que es bueno que los difuntos escuchen los versos del Corán que pasan por la radio, los gritos de los chicos y los balidos de las cabras. A ellos ya no les impresiona nada. No se perturbaron con el levantamiento de los mamelucos, ni con la invasión otomana, la ocupación inglesa o las guerras contra Israel; tampoco con el furor y la cólera que sacuden la capital egipcia desde el 25 de enero de 2011, cuando cayó Hosni Mubarak. Hace poco Mohamed Morsi también debió abandonar su palacio, y los muertos ni parpadearon.

***

Del minarete de la mezquita vecina sale la llamada al rezo, que celebra con un portentoso melisma la grandeza de Alá. Como es costumbre, tres veces al día los hombres piadosos dejan de fumar sus narguiles y entran a las tumbas que les sirven de hogares para arrodillarse sobre las alfombras y orar. Es el rezo del crepúsculo, y La Ciudad de los Muertos se prepara para descansar. La cotidianidad persiste aunque en la capital se esté librando la más feroz de las luchas por el poder entre los militares, las fuerzas democráticas y los partidarios del islam político.

A esa hora la arena dorada del desierto norafricano que flota en el aire se torna rosácea, y El Cairo se pone tan bello que pienso que justo en un lugar así, donde en promiscuidad la vida convive con la muerte, y en un momento así, cuando el sol comienza a abrirles paso a las tinieblas, Isis y Osiris debieron haber consumado su unión milagrosa. UC

 

Fotografía Marcela Barrios

Fotografía Marcela Barrios

Fotografía Marcela Barrios

 

 

blog comments powered by Disqus
Ingresar