Número 47, julio 2013
CAÍDO DEL ZARZO
 
Plagiando a Max Beerbohm
 
Elkin Obregón S.

 
6 p.m. Estoy sentado con Mico en un pub bogotano de la Jiménez, y vamos por las tres cervezas. Se me suelta la lengua, y le confieso a Mico una obsesión que me acosa de manera cada vez más apremiante: anhelo saber si mi aporte al mundo de la caricatura será recordado dentro de cien años.

—Mefistófeles siempre se entera de estas cosas —le digo—. Accedió a regalarme ese viaje de una centuria; regalarme es un decir, porque el precio puedes imaginarlo. Pero no me importa; tengo que saber, eso es todo. De hecho, me he citado a esta hora con él, aquí mismo. Debe estar al llegar.

Como si me hubiera oído, aparece. Su aspecto es el de un atildado clubman cachaco, de chaleco, traje impecable y flor en el ojal. Recuerda un poco a Alberto Casas Santamaría, el de la Doblejulio. Sonriendo, me invita a marchar. Le pido a Mico que me espere (los viajes en el tiempo no obedecen a la tiranía de nuestros relojes), y salimos. En la entrada del pub Mefistófeles desaparece, y yo también.

Cien años adelante. Una ciudad futurista, similar a las que hemos visto muchas veces en el cine. Busco un café internet, me conecto al buscador más avanzado. Unos minutos después, estoy de vuelta. Mico ha pedido la cuarta cerveza, y me mira. Mi cara debe revelar las fatigas del viaje.
—¿Y bien? —pregunta. Voy al grano.
—Busqué de inmediato ítems alusivos a mi apellido. Profusión de informes sobre Alejandro: Famoso pintor colombiano, cultivó un expresionismo figurativo, de fuerte raigambre tropical, un largo etcétera. Mauricio, humanista, navegante e historiador bogotano. Recorrió en su barco las rutas de Colón, un largo etcétera. Me cansé en vano de buscar un espacio que hablara de mí. No existo más, nadie me recuerda.

Hay un silencio incómodo, mientras apuro un sorbo de mi cerveza, todavía fría.
—¿Buscaste mi nombre? —pregunta al fin Mico, con voz muy suave.
—No —respondo—. Comprenderás mi estado de ánimo. No se me ocurrió, perdona.
Él me mira en silencio, y dibuja una vaga sonrisa giocondesca. La verdad es que no sé mentir.

 

Elkin Obregon

CODA

Se dice que existió en la Barcelona del siglo XIX (verdad o leyenda, da lo mismo) un tal Fray Vicent, cura renegado y dueño de una librería, rica en incunables, primeras ediciones e inclusive códices. Su gran pasión eran esos libros que amaba por sobre todas las cosas, y que, por paradoja, se veía obligado a vender. Resolvió el problema de un modo expedito: vendía unos de sus preciados ejemplares, salía tras el comprador, en alguna callejuela lo apuñalaba, y devolvía a su cubil el precioso libro. Hubo pánico y asombro en la ciudad condal ante esos asesinatos inexplicables, hasta que, al cabo de unos años, el mismo fray Vicent llamó desde su establecimiento a la policía, y confesó sus crímenes. Hasta aquí esa crónica.

Dos siglos después, Fernando Botero repite de manera incruenta esa historia. Ya con el riñón bien cubierto, Botero suele comprar cuadros suyos que ama, y que debió vender en tiempos menos felices. Y así ha ido rehaciendo su colección personal. Colección que sería acaso la ilusión de todo artista, la confesión de que, en el fondo, solo se trabaja para uno mismo. Feliz Botero, que no se mancha de sangre. Es mejor ser rico que pobre. UC

 

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