Número 46, junio 2013
Centenario
La sonrisa del Demonio
Andrés Ferreira. Ilustración: Cachorro
 

Aquel 13 de diciembre comenzó en el Parque de Bolívar: compré dos cigarrillos, miré al cielo y entendí por anticipado lo que pasaría más tarde, al caer la noche. El parque era ajeno a la fiesta del día: casi podía sacarme sin peligro el buso negro que ocultaba mis colores.

Entendí que ella también estaba en camino hacia el Estadio, y que por lo tanto nos veríamos de lejos, tal vez un poco más cerca en la tribuna, pero no lo suficiente para el saludo y el silencio incómodo. No nos hablaríamos hoy, el día más importante que pudiéramos recordar en nuestras vidas: era la lucha que definía el paso a la final, y era clásico. Nacional contra Medellín. Era la serie que nosotros, los testarudos militantes del Deportivo Independiente Medellín, habíamos soñado siempre, casi en broma por lo increíble.

Bajé a pie hacia el Estadio por la calle Colombia, con mis últimos 900 pesos en el bolsillo izquierdo, como uno más de esa peregrinación intermitente que lleva a los hinchas hacia el occidente desde los barrios altos. Evité a los rivales en Carlos E., antes de llegar al sitio de reunión en los alrededores del Obelisco. La gente reía evadiendo la Ley Seca; me tomé un par de aguardientes y me uní a los cánticos de la barra. La ciudad había enloquecido: nosotros, el Deportivo Independiente Medellín, estábamos a noventa minutos de borrar años de fracasos. Si ganábamos, nos acercaríamos al título por tercera vez en 33 años.

Ella iría. Hacía solo dos semanas habíamos apretado nuestras manos durante todo el segundo tiempo contra Millonarios, ese 2 – 1 angustioso como solo pueden serlo los del Medellín. Los jugadores se acercaban a la tribuna a tirar las camisetas; nosotros nos abrazábamos sin decirnos nada. Luego no la vi más. No fui al primer partido de la semifinal para no verla. Ahora, hoy, quería volver a ganar un partido, pero con ella al lado. Yo sabía el final de la historia, pero no me lo quería narrar. Ya dentro del Estadio me hice al lado de los "originales", en la parte baja de la Tribuna Norte. Cayó la tarde y la demencia vino por nosotros.

El partido fue un pulso en el que Nacional fue doblegándonos con paciencia, inexorablemente. Nos hundíamos. Ellos creían humillarnos de nuevo, pero nosotros, el Deportivo Independiente Medellín, pagamos siempre por la película completa: la tribuna cantaba la derrota entre los dientes, todos en su sitio. El árbitro nos expulsó a dos jugadores. Descontamos con euforia, y ahí fue cuando miré hacia arriba, a la bandeja superior de la tribuna. Ahí estaba ella, en su sitio de siempre, el nuestro. Su rostro nunca estaba vuelto hacia la cancha: hablaba con gente que yo no podía ver.

Faltaba un minuto. Los rivales celebraban. Esta era la película que había visto por anticipado: la de buscar otra cosa en la derrota, el dolor y la esperanza. Todo se nos iba de las manos, otra vez. Y ella se iba con un jefe de la barra: él la abrazaba del talle y ella le decía cosas al oído con insistencia. El árbitro pitó, los rivales rugieron de alegría, y nosotros, el Deportivo Independiente Medellín, nos alejamos con todos los esfuerzos puestos en mantener la cabeza erguida. Yo me alejé también, de nuevo por la calle Colombia, solo, con mi buso negro puesto y cara de no haber estado allí nunca. Pero estuve, a pesar de haber visto desde temprano aquello que solo un hincha del Deportivo Independiente Medellín conoce: la sonrisa del Demonio, aquella que nos da esperanza para dejarnos con el dolor. O al contrario. UC

 

Ilustración: Cachorro

 
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