Número 44, Abril 2013
 
Primeras Historias

Juan Carlos Orrego

Entre los escritores campea un cliché de dos caras opuestas como las de Jano: decir que a los ocho años ya habían leído El Quijote, tomado de la biblioteca del padre, "quien era un hombre muy culto"; o decir, con desparpajo igualmente exhibicionista, que llegaron tarde a las letras y que fue apenas en la vida adulta cuando, por azar, la literatura brilló ante sus narices. Me resultan sospechosas, por igual, la precocidad y la explosión tardía del amor por la lectura. Si por un lado es indiscutible que los mamotretos aburren a los niños, por otro es evidente que quien está destinado a escribir historias prefiere, desde los tiempos del colegio, ojear un libro ilustrado –más exactamente una revista frívola o un cuadernillo de chistes– a participar en el arduo esgrima de las "herraduras" futboleras.

A continuación ofrezco –a modo de respuesta a una pregunta que nadie me ha hecho– una estampa de lo que fueron mis lecturas infantiles y púberes. A los diez años –esto es, la edad en que Jorge Luis Borges ya había escrito su primer cuento y su primer ensayo, y había traducido a Oscar Wilde– yo apenas había leído dos libros flacos: Cuentos para soñar de Hernando García Mejía y El principito de Antoine de Saint-Exupéry. Me aburrió el bachueísmo edificante del primero, y en cuanto al segundo debo confesar –a pesar de que se trate de un libro de culto entre los moralistas más dados a las ternezas– que mi entusiasmo se desvaneció a partir del capítulo tercero, cuando el narrador clausura el tema de cómo dibujar corderos. Sin embargo, mi carrera como lector vino a salvarse por un hecho profano, por completo alejado del tinglado literario: el que una prima de mi madre se fuera a vivir con un industrial del plástico.

El marido de la prima distraía sus ocios con la lectura de las revistas de historietas ofrecidas en el mercado; sus pingües ganancias le permitían comprarlas casi todas, semana a semana: Fuego, Águila Solitaria, Samurái, Balam, El fugitivo temerario, Kendor, Candilejas, Almas de niño, La Capitana, Arde Vietnam, El Pantera y otras más. Por motivos que nunca conocí –no me incumbían las intimidades de esa familia–, el Rey del Plástico no frecuentaba las más canónicas de esas historietas, Memín y Kalimán. Con independencia de tan discutible modo de hacerse el original, lo más importante era que ese lector empedernido no perdía su pragmatismo de hombre de negocios, razón por la cual, una vez leídas las historietas, nos las cedía a precio ínfimo a mi hermano y a mí. Aunque sea harina de otro costal, cumplo con señalar que el vacío de Memín y Kalimán nos lo llenó la generosidad de "Caballo Viejo", un muchacho bellanita que poseía la mejor hemeroteca en el género de las historietas, y que condescendía a prestarnos las revistas a cambio de nada, hasta que estuvimos en situación de comprarlas por nuestra propia cuenta.

Nada mejor que las historietas para completar la educación literaria de cualquiera. Los personajes que ofrecían tenían toda la singularidad de esos que, como Sancho Panza, Sherlock Holmes y Úrsula Iguarán, se hacen entrañables hasta para el lector más desprevenido. Cada uno de esos ejemplos ilustres puede confrontarse con una figura equivalente en las viñetas de las revistas: Chilón Chilónides, el griego que ayudaba a Kendor, no tenía nada que envidiarle al socio de Don Quijote: era cobarde y tosco, y lo distinguía una barriga incipiente que se apretujaba tras su camiseta marinera a rayas. El detective ilustre era Gervasio Robles, "El Pantera", por más que reemplazara la fineza y astucia de Holmes por su fuerza bruta de mexicano mujeriego; y la matrona imponente estaba en la ropa de la Mamá Juana de Fuego, aproximada a las maravillas del realismo mágico garciamarquiano gracias a sus siniestras artes de vudú. Incluso, a veces era la misma factura literaria la que hacía memorables a los personajes de las historietas; prueba de ello es el recuerdo que, tres décadas después, me queda de la presentación de un esbirro de harem en La Capitana: "Alí Mayel, fuerte y bello, dominante por naturaleza, eunuco por obligación". Asimismo, imagine el lector lo que puede significar que el protagonista de la primera serie de Almas de niño, un pastor alemán, se llamara Bolillo.

Primeras Historias

Con todo, no había nadie como Kendor, "El hombre del Tíbet". Se trataba de un humanista aguerrido, maestro de chaolín, enemigo acérrimo de las potencias oscuras del mundo. Su erudición orientalista –aprendida de niño sobre las rodillas del Dalai Lama, quien lo había adoptado después de su extraño nacimiento en el reino estelar de Etérea– no impedía que fuera un peleador agresivo y contundente, ágil como el doble de Bruce Willis en Duro de matar. Cuando el Rey del Plástico cortó nuestra suscripción después de romper definitivamente con la prima de mi madre, Kendor fue una de las pocas revistas – si no la única– que mi hermano y yo seguimos comprando con nuestro escaso dinero. Solo por el Hombre del Tíbet, con su figura alta, delgada, de sienes entrecanas, vencedor del temible rinoceronte Kifarú, accedíamos a poner en riesgo un patrimonio cuya principal destinación era adquirir las boletas para los partidos del inmarcesible "Equipo del Pueblo".
 
 

 
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Se equivoca quien piensa que las historietas apenas nos deparaban la oportunidad de conocer héroes inimaginables y personajes estrambóticos. Nada de eso. Ellas fueron, también, una puerta segura hacia la cultura general. Muchos de los episodios de las historietas, por ejemplo, estaban encandelillados por los argumentos de la mitología griega. A ese respecto, ninguno fue tan memorable como la aventura de Kalimán entre los dioses del Olimpo, episodio que arrancó en el número 299 y que pudimos leer gracias a los préstamos de "Caballo Viejo", quien por largarnos los ejemplares de veinte en veinte aderezaba con especial suspenso nuestra lectura; la tanda terminaba, por decir algo, cuando "El Hombre Increíble" iba a enfrentar a Poseidón, y era preciso esperar un nuevo viaje a Bello para renovar el préstamo. También Orión el atlante rondó por el imaginario helénico, toda vez que el primer monstruo que el protagonista debía vencer era la Cratotaura, una especie de remasterización del Minotauro de Creta (con el problema de que una vez vencida la criatura la serie perdió toda expectativa y cayó en desgracia, razón por la cual sus libretistas y dibujantes se concentraron en producir las aventuras de Alan Martin, El fugitivo temerario). Lejos de cualquier occidentalismo, las historietas también surtían escenas de la mitología americana, como ocurrió a propósito del episodio en que Kendor enfrenta a Simón el Mago, gracias al cual conocí –lo juro– a Kukulkán, la Serpiente Emplumada del panteón maya.

Las mejores historietas subsistían gracias a la savia que chupaban de la historia y la cultura universal, de modo que la educación enciclopédica del lector estaba garantizada. Los capítulos de mi experiencia personal lo muestran con claridad: los misterios de la Muralla China los aprendí en Kalimán; la vida en el Japón milenario se me reveló en Samurái, a modo de telón de fondo del triángulo amoroso formado por John Barry, Zumara y Buntaro; eché un vistazo sobre la vida cotidiana en la Francia de la Revolución gracias a Candilejas, la revista que –junto con Samurái– más gustaba a mi romántica hermana; supe la historia de la primera independencia americana, la de Haití –con Alexandre Pétion y Jean Jacques Dessalines a bordo–, en Fuego; el argumento de la primera novela hispanoamericana, El Periquillo Sarniento, lo conocí en la segunda serie de Almas de niño; las vicisitudes culturales de la guerra de Vietnam pude sopesarlas en Arde Vietnam, historieta que podría ser reeditada hoy en día con todo éxito, en vista del calor político suscitado entre las dos Coreas. De hecho, en esa historieta había algo más que aventuras de gringos y nativos entre los estragos del napalm: para mis doce años fue una revelación de erotismo por cuenta del soldado blanco y la vietnamita que protagonizaban la historia, cuyas desnudeces –o, por fortuna, solo la de ella– se exhibían púdicamente en el número 14. Era la vida entera, con todos sus secretos, la que se mostraba en esas viñetas.

Primeras Historias

Algún día, cuando ya recorríamos el camino de bajada del bachillerato, decidimos vender nuestro botín de revistas – eran más de mil– a un reducidor de la Plaza Minorista. Mi hermano y yo, ambos con bozo incipiente, no creíamos por entonces en héroes ni maravillas y preferíamos los relampagueos de la frivolidad, así que solo excluimos de la transacción nuestra invaluable colección de Condorito. El arrepentimiento sobrevino casi enseguida, cuando gasté todo el dinero que me correspondía, pero afortunadamente no duró mucho: muy pronto entendí que había llegado el momento de romper el cascarón. A los pocos meses de la subasta de nuestra hemeroteca ya me entretenía con Las mil y una noches, y un año después con Cien años de soledad. Las historietas habían cumplido la sublime función de la iniciación literaria, e incluso la habían rebasado: cuando empecé a estudiar antropología a los dieciocho años ya podía, gracias a Águila Solitaria, distinguir un indio sioux de un iroqués. UC

 

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