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     Número 39 - Octubre de 2012


CUENTOS
Un fantasma muy apacible
Eduardo Escobar. Ilustración: Cristina Castagna

Ilustración: Cristina Castagna

Siempre, o casi siempre, cuando compro la lotería me digo que si me la gano voy a comprar esa pequeña casa en Envigado donde se abrió mi alma a la conciencia del mundo, a las primeras impresiones conscientes.

Era una pequeña casa en el centro del pueblo, cerca del lugar donde muchas tardes después fundaron el primer almacén Ley, desde cuya puerta, al salir, se podía ver la que llamaban la calle de El Talego, porque era ciega.

Era una pequeña casa de apariencia benévola. Tres cuartos en galería entrando a la derecha, un patio luminoso ni pequeño grande, un comedor frente al patio con una puerta de marquesina, una cocina de las viejas de fogón de leña, un cuarto oscuro donde guardaban el carbón y donde había un fuelle que exhalaba un aire pútrido, y un solar pelado donde crecían un papayo mustio que nunca fructificó y un limón frondoso que daba una sombra perfumada.

Por las tardes, al crepúsculo, el niño que fui, y de quien a veces todavía me acuerdo con cierta ternura, se sentaba en el escalón de la puerta del solar y se ponía a mirar el espectáculo sencillo de una chispa de luz que del papayo saltaba tranquila, lentamente, para desaparecer en las raíces del limonero. Eso era todo. Se encendía, emprendía su viaje vespertino hacia la raíz del limonero con la sencillez de un diamante volantón y allí se apagaba. Pero a mí me gustaba contemplarla.

Nunca le dije a nadie lo que sucedía, que había una luz en el solar que caminaba. Porque todo sucedía con una rara naturalidad. Y porque todo lo que yo experimentaba entonces era una gran calma de corazón, como si me hicieran partícipe de un regalo. Aspiraba a ser santo. Y me preparaba con discreción para lograrlo.

Vivíamos en esa casa cinco personas. Mis padres, dos jóvenes recién casados, mi hermana mayor que me llevaba un año, y mi abuela y yo que compartíamos el segundo cuarto porque el primero, el que daba a la calle, era el de mis padres y mi hermana, y el tercero, un poco más bajo, dos escalones altos más bajo, era el de ropas, donde había un canasto lleno de sábanas limpias por planchar y una mesa de comino.

Yo dormía en un pequeño jergón, en algo como eso que llamaban las familias antioqueñas de antes un nido. Y frente a mi nido, casi tocándose con los pies, estaba la enorme cama negra de mi abuela, una cama ancha como un barco y que tenía su propia música porque mi abuela la mantenía muy enredada, quizás temiendo que la llevara a navegar muy lejos, anclada con un montón de rosarios de semillas y medallas atadas con las sedas de colores de las cofradías a las que pertenecía, y que se colgaba a veces cuando iba a sus reuniones sin imaginar que entonces a mí me parecía mucho más vieja de lo que estaba.

No era fácil para mí presenciar cada noche el ritual de la abuela antes de echarse a dormir en esa cama formidable. Las medallas cantaban, los rosarios, y mi abuela permanecía un momento en la penumbra después de desvestirse, cubierta apenas con su combinación de popelina, como un esqueleto respetable que dice sus oraciones por lo que pueda pasar mientras duerme. Bisbiseaba. Emitía un lamento. La vieja era lamentosa. Y creo que yo le heredé la manía. O eso dicen mis hermanas.

De cualquier modo mi abuela dormía como las santas de palo. En cuanto ponía la cabeza en la almohada y se quitaba los dientes postizos cesaban sus lamentos y sus ayes. Y no roncaba. En cuanto la medallería y los rosarios del cabecero de su cama enorme hacían silencio, la casa adquiría esa cualidad maravillosa de las cosas que hacen una pausa en su crecimiento.

Desde chiquito fui de dormir liviano. Es una antigua costumbre en mí despertar en la alta noche para ponerme a pensar pendejadas. Y saborear las penumbras. Y escuchar los grillos. Por lo cual la salida del sol me coge casi siempre cansado y soy propenso a permanecer hasta tarde en la cama para desatrasar el sueño. Pero una madrugada, las claraboyas de nuestra habitación ya se teñían con la leche de un sol nuevo, cuando me sorprendió una voz, la voz de una boca cálida que pegada a mi oído silbaba levemente y me llamaba por mi nombre: “fuui, fuui, Eduardo, Eduardo”.

Quedé paralizado, la cara vuelta a la pared apenas teñida del azul del nuevo día, y como dijo el poeta la voz se me pegó a la garganta. “Fuiii”, silbaron otra vez. Y repitieron mi nombre. Quise gritar. Pero no podía. Como si me hubieran soldado los huesos en una sola pieza y hubiera perdido el dominio de mis articulaciones. Con gran esfuerzo volví la cabeza hacia el centro de la habitación. Y entonces miré a esa niña. Una niña pequeña, flacucha, aindiada de pelo, y descalza, y vestida como las sirvienticas de entonces con un trajecito de coleta barata con estampados. La niña iba y venía entre la puerta del cuarto de ropas y la que daba acceso al cuarto de mis padres y mi hermana. Aunque su visión era tranquilizadora, pues solo iba y venía, lo extraordinario de ese visitante en la casa madrugando, apenas despertando, me obligó a gritar como haría cualquier niño a sus cuatro años: “mamá…”, logré decir con desesperación. Oí cascabelear la cama de la abuela, ella se incorporó apoyándose en su codo huesudo y la oí decir, perentoria: “salga de ahí”. Las viejas de antes, sobre todo cuando pertenecían a la cofradía de la Santísima Trinidad y a la del Niño Jesús de Praga y a la de la Virgen del Perpetuo Socorro, debían ejercer algún imperio sobre los fantasmas. Porque la niña que caminaba en ese instante hacia el cuarto de ropas bajó los dos escalones altos y se perdió de mi vista hasta hoy. Pero no se perdió de mis recuerdos. ¿Quién sería?

Más tarde, a la hora del desayuno, mientras la casa recobraba su ritmo de costumbre, papá le preguntó a mi abuela por mi grito de madrugada. Y ella, habituada a las cosas sobrenaturales y creyente en milagros y en cuentos de sacristanes, solo dijo, como si nada: “es que allí donde él duerme, fue donde se murió Pacho Pareja”. “¿Pacho Pareja?”, preguntó mi padre. Y la abuela, que se llamaba Tulia, Tulia Ochoa, aclaró: “esta casa fue de Pacho Pareja”. Y se olvidó la cosa. Papá se fue a su trabajo en la carpintería que había abierto cerca de la plaza de mercado y que después le quitaron los bancos. Y mamá a tender las camas y a agitar sus escobas.

Muchos años después, una década, digamos, cuando comenzó mi afición por los libros, papá se mostró muy preocupado porque cayeran en mis manos libros prohibidos por el Index Vaticano, y me encomendó a un amigo suyo para que dirigiera mis lecturas. Miguel Gómez, se llamaba el hombre, y era un maestro de escuela jubilado que fumaba calillas y escupía unos buches amarillos con energía sobre las piedras de su patio, a quien mamá temía porque me dijo que buscaba con los pies por debajo de las mesas las piernas de las señoras. Él me prestó el primer libro de Fernando González que leí, El Remordimiento. Y allí descubrí, para aumentar la intriga de aquella inolvidable, que Dios había creado a Eva de catorce años y medio. En el solar de Pacho Pareja. Averiguando, averiguando, más tarde supe que Pareja había sido un agiotista temible de Envigado. Un hombre muy odiado pero que a veces se necesitaba, como suele pasar con los agiotistas en todas partes.

Hace un par de meses, o tres, o cuatro, el director de Otraparte, a quien le conté esta historia hace tiempos, me mandó una pequeña fotografía de Pacho Pareja, tamaño cédula. Y no me gustó esa cara. Nada. Nada. Una cara arrugada, piel gruesa como debía tener el alma y una mirada de pocos amigos.

Hoy es martes. Mañana viene el lotero a San Francisco. Y como siempre voy a comprarle ese pedazo que quizás me gane. Y que voy a invertir, seguramente, al menos en parte, en la compra de una pequeña casa de Envigado, una pequeña que ahora convirtieron en un diminuto centro comercial. Porque estoy convencido de que allá encierran un misterio. El fabuloso tesoro de un agiotista en la raíz de un limonero de sombra perfumada. O quizás algún recuerdo, la trenza, por ejemplo, de la sirvientica antioqueña que me llamó al oído una madrugada y después comenzó a pasearse por nuestra habitación, como a veces hacía mi abuela cuando rezaba su rosario. Y que tal vez tuvo por nombre Eva. UC