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     Número 39 - Octubre de 2012


ARTÍCULOS
Algo / palpita / entre / las / junturas
José Andrés Ardila. Fotografía: Juan Fernando Ospina
Fotografía: Juan Fernando Ospina

¿Han probado andarse Medellín sin pisar las junturas de las losas? Es como saltar piedras en un río. De pronto, un pie calza holgadamente en la losa amplia y se puede estirar la pierna casi de forma natural, porque el otro pie cae sin esfuerzo a la distancia justa de las junturas, y uno dice:
—Así es que se debería caminar siempre en Medellín.

Entonces, hasta prueba mirar para arriba mientras camina y, cuando baja la mirada, ahí está el pie, a salvo en el interior de la losa.

Pero también suele pasar que uno deba andarse las calles en puntillas, aferrándose con los dedos a las diminutas cuadrículas de los andenes, a los adoquines de Carabobo, cada paso dado con la agilidad del equilibrista sobre mil adoquines en línea-recta-cuerda-floja, y una sombrilla invisible tirando el cuerpo hacia el lado opuesto del abismo. O que las losas sean tan anchas, que no quede más remedio que avanzar con zancadas de garza en pleno mangle. O que le toque la mala suerte de una calle agrietada —¡Dios, odio las calles agrietadas!—, y se deba buscar de improviso algún tipo de simetría en esos pasajes tan endemoniadamente arbitrarios.

Eso sí que es un problema. Tres grandes losas en serie, cuarteadas por líneas como relámpagos en un firmamento de hormigón y postura de bailarín de ballet: Undostrescuá, undostrescuá, undostrescuá, undostrescuá. Odio el ballet porque odio las calles agrietadas, undostrescuá, undostrescuá, y, aún si se es experto, lo sé, es inevitable terminar pisando alguna de las líneas y llegar a la tentación de pánico, un sendero ardiente, correr sin mirar el piso hasta estar a salvo.

Pero, también, andarse Medellín sin pisar las junturas de las losas es reconocerle a la ciudad su piel de asfalto y arañarla como un gato que anida en la poltrona de la sala. Uno camina por La Playa y no existe Coltejer ni intersección con Junín ni multitud de hora pico ni temor a los ladrones. Apenas una fanfarria de bocinas y un ¡clash! de la puerta trasera de un bus que frena y la cumbia saxo del músico sobre La Oriental y la moneda de cien pesos chocando con otras monedas en el fondo del sombrero y taconeo de oficinistas y esta sensación de muchas voces saliendo de ninguna parte porque en las calles nadie parece hablar con nadie.

Cuando uno se anda Medellín sin pisar las junturas de las losas, intuye la cercanía de los objetos por las sombras en el piso o por la franja de concreto más gruesa al final de la cuadra o por ese dolorcito punzante entre las cejas o por la imagen que grita desde el fondo de la memoria como una alarma. Entonces se percata, de golpe: Un semáforo. Una caseta de frutas. El hombre que se tiende en el andén de La Playa, cerca de El Palo, a leer y a comer pan con gaseosa. Todo le llega sin pedirlo. Alguien se agacha, le habla unos minutos, le dice:
—¿Qué está leyendo?

Y él responde como por no dejar. No despega la mirada de las páginas del libro. Ve a la persona con la que habla de reojo porque sabe que probablemente le dejará unas monedas para comprar algo de comer… y seguir leyendo, desde luego. Sólo quiere seguir leyendo.

Un hombre como este es más difícil de ver si uno no se anda las calles sin pisar las junturas de las losas —mirada al frente y al ritmo de la turba—, porque pertenece a ese grupo de hombres cuyas vidas transcurren casi al ras del asfalto. Toda otra ciudad en el rabillo del ojo del transeúnte; literalmente, la ciudad de abajo: la mujer con piernas de elefante de la Plazoleta Nutibara. Los artesanos y libreros, que empiezan a poblar las aceras después de la seis de la tarde. El hombre con ganchos en la tibia, tendido sobre la calle Colombia. Los venteros de cachivaches bajo las vías del Metro, que desaparecen y aparecen, como cucarachas, según el ánimo de los funcionarios de Espacio Público o el evento de turno en la ciudad.

Medellín tiene sus propias compulsiones. Se lava con la frecuencia de una loca. Como Lady Macbeth que se enjuaga sin descanso la sangre invisible de sus manos, así es Medellín: siempre con su propia sangre por lavar. Esconde cosas debajo del tapete. Hasta a los habitantes de la ciudad de abajo, quizá sus auténticos hijos, los sacudió en algún momento por vergüenza. A mediados de la década pasada, Espacio Público limpió de ellos las calles de El Centro y los descargó en la periferia de la ciudad, en municipios menos dignos. Medellín se veía fea con tanta gente tirada por ahí.

Salvo por las sillas de Junín y Carabobo, las calles del centro de la ciudad no están hechas para detenerse. Si uno no las camina sin pisar las junturas de las losas, es arrastrado, sin darse cuenta, como por tubos de cañería. Le es más difícil percatarse, por ejemplo, de que en Medellín casi no hay gatos ni perros callejeros y que solo las ratas han plantado resistencia.

Medellín quiere ser bonita. No cesa de hacerse retoques. De pronto, en alguna parte, brota otra biblioteca o un parque o un monumento de hormigón o se reforma una calle o se levantan tres torres de apartamentos diminutos en un antiguo barrio de invasión. La Medellín de los comerciales televisivos es una vista lejana desde el Metrocable, hermosa porque es lejana, un plano cerrado de la plazoleta Botero, varios campesinos con silletas de flores en las espaldas y un niño con un globo que ve pasar el Metro.

Pero cuando uno se anda Medellín sin pisar las junturas de las losas, puede tener más oportunidad de captar su pulso secreto. Así, paso a paso. Zancada a zancada, tal vez. Porque lo presiento… lo sé, mejor: en algún lugar debajo de tanto maquillaje y carne muerta… en algún lugar, queda algo que palpita. UC