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Número 33 - Abril de 2012     

Artículos
Botero

Fernando Botero, una marca de recepción

Elogio solapado de Fernando Botero

Monólogo del gato que quería ser un bicho raro

 

Fernando Botero, una marca de recepción
Efrén Giraldo. Ilustración Mauricio Ospina.
 

La historia de la recepción de Botero es la historia del campo artístico contemporáneo en Colombia.

Aclamado por el establecimiento y los medios como héroe cultural, negado por críticos y artistas "avanzados" que ven en él la encarnación de un concepto artístico superado, cada vez que se hace una de sus exposiciones, que una de sus obras se vende por un precio exorbitante o se le rinden homenajes, se avecina una polvareda. Lejos están los días en que sus logros se reconocían como una especie de victoria nacional, y ahora, con un campo que critica los valores hegemónicos provenientes de la visibilidad comercial, esos reconocimientos han sido sometidos a un severo tamiz.

Esto, por supuesto, no es nuevo. Desde los tiempos en que su nombre apenas era insinuación de marketing, Marta Traba (la comentarista a quien Botero debe, en parte, su fortuna crítica) indicaba que la venta de una de las obras del artista en más de cinco cifras era un acontecimiento. De hecho, el encabezado de Cromos poseía una grosera elocuencia monetaria para la época, cuando empezó el ascenso comercial del artista: "Botero, cien mil dólares por una obra suya en Washington". La crítica argentina, sin embargo, también advertía sobre lo inconveniente de unificar obesidades: la del precio y la de las figuras.

Esta atención al valor monetario por parte de una crítica de arte aguda muestra hasta qué punto el valor de uso y el valor de cambio se enrarecen en el caso del artista antioqueño, hasta confundir las opiniones más extremas: la de quienes hacen apología de su reconocimiento como si se tratara de un futbolista que mete tres goles en un partido de una liga foránea y la de quienes ven en su notoriedad algo vergonzante, que prueba nuestro provincianismo y distancia de las grandes ligas donde se juegan los capitales del arte contemporáneo, contexto en el que Botero no posee la relevancia de la que intentan convencernos los apologistas de última hora. Si el juicio acerca del valor monetario y el valor estético vino de quien produjo los mejores textos que se han escrito sobre Botero y sus compañeros de generación, no hay que alarmarse con que sus donaciones, su presencia en las subastas y hasta sus opiniones sobre arte contemporáneo (francamente peregrinas) hayan desplazado de la crítica actual cualquier atención directa y mesurada a su trabajo, más allá de que la prensa local se esmere en ocultar esta recepción dispar, conocida por los que trabajan en el campo del arte, pero no por quienes se enteran a través del noticiero y la gacetilla.

Ilustración Mauricio Ospina

 
 
Botero es un suceso de mediación, uno de los más interesantes fenómenos de apropiación de un artista histórico por parte de políticos, publicistas y oportunistas con los más diversos intereses. Y, en el otro extremo, es aquello contra lo que se puede definir una posición "avanzada", con la que se puede quedar bien en la lucha por el capital simbólico que representa ser "independiente". Sin duda, un caso de recepción problemática, que también los académicos y turistas intelectuales han aprovechado para sus propios fines.

Prueba de ello, dos caras de la valoración reciente de Botero: la del historiador Carlos Arturo Fernández en el Coloquio de Americanización, realizado con Serge Gruzinzki en la Universidad EAFIT el año pasado, y donde se llamó a una valoración sobre todo histórica de un artista que tiene ya ochenta años y que pertenece, según el dictamen de la historia del arte, "a otra época". Según esto, Botero sería un verdadero caso de mundialización de las artes colombianas (similar a la ocurrida en otros terrenos con García Márquez, Shakira o Betty, la fea), a cambio de que se acepte que esa recepción internacional del pintor sea vista como algo no exento de discusiones, pues su onerosa visibilidad en plazas y espacios públicos ha despertado también rechazos que no se muestran en Colombia.

Y, por otro lado, la del crítico Lucas Ospina, quien en una conferencia impartida un año antes en el Centro Cultural y de Desarrollo Moravia, mostraba, de manera implacable, con cifras, cómo el arte de Botero, tal como dijo de sí mismo Andy Warhol, es "el arte de hacer dinero". Dos de las resultantes de ese último análisis son planteamientos que merecen toda la atención: el lastre administrativo que supone cuidar donaciones que no son "desinteresadas" y el impacto especulativo que tiene sobre el mercado sacar de circulación varias obras. Si para muchos especialistas el Botero que cuenta es el de los primeros trabajos, no es menos sorprendente que pueda verse la conversión de una larga y paciente carrera artística en patrimonio como una burda maniobra comercial.

Sin embargo, vale la pena resaltar un hecho que, quizás, explica el desdén que producen los "triunfos" de Botero en la intelligentsia sabanera. En buena medida, la idea del paisa exitoso, del "arrimado" que logra conseguir lo que quiere, es un mentís contra el centralismo bogotano y una ironía que muestra la presencia soterrada que aún tiene el enfrentamiento Bogotá-Medellín en el campo cultural. Con el rechazo de los pensadores "avanzados" capitalinos, se tiene un nuevo capítulo de la historia que empezó a escribir Carrasquilla con sus observaciones sobre Silva, que siguió Fernando González con su invectiva contra los bogotanos, que retrató humorísticamente el filósofo Cayetano Betancur y que encuentra su culminación con la exacerbación de los infiernos locales en Fernando Vallejo o en el silencio de los bogotanos ante eventos como el MDE.

Ahora, coincidiendo con la celebración de los ochenta años del artista, se abre en el Museo de Antioquia la exposición Viacrucis. La pasión de Cristo y se dan noticias con una retórica inflamada, característica de medios como El Colombiano, que, sin hacer mucho por el arte, se suben a una especie de bus de la victoria y muestran a Botero como una suerte de prócer, sin la más mínima interrogación crítica a su legado, fuera de la referencia peregrina a alguna escaramuza sobre la pérdida de un par de bigotes en el corregimiento de San Cristóbal. (A todas éstas, nadie ha dicho que también la gente puede decidir con qué obras de arte quiere vivir en el espacio público). UC

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