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Número 27 - Septiembre de 2011  

De memoria
Historias largas y cortas.
www.casadelamemoria.com.co
Una ventanilla tan siniestra como indispensable.
Joaquín y sus dos hijos
Katalina Vásquez. Fotografías Casa de la Memoria
 

Sus ojos aguados y su sombrero —sus manos grandes, su hablar pausado— me recuerdan a mi abuelo. Sus dos hijos muertos, también. Él era negro como usted y sus dos muchachos, a quienes conozco en fotos. Fotos de desaparecidos. O sea, fotos tipo documento, rostros en primer plano, últimas miradas vivas, ropas coloridas, relatos dolorosos, episodios confusos. Son fotos pegadas a documentos. Papeles que, en sus ires y venires de buscar justicia, resultaron paseando por Antioquia y Santander en una carpeta grande, ajada y café. Derechos de petición. Números telefónicos. Fechas señaladas. Remisiones de organismos públicos. Nombres de fiscales, defensores públicos y, por supuesto, amistades. Anote mi número, le pido. Los papeles se mezclan como sus sentimientos de pérdida, sus deseos de encontrar la verdad, su fe en un Dios que escuchará sus súplicas y en un gobierno que lo ayudará en la tierra.

Usted, según me explica pacientemente esta tarde sin nubes en un parque de Medellín, sigue tras el rastro de su hijo Léider y acaba de enterrar a Joaquín, el que —tras años de insistencia— rescató del olvido entre un arrume de civiles asesinados por el Ejército. Qué valiente, pienso de usted mientras me cuenta cómo recogió dinero para el pasaje, viajó hasta Cimitarra, reconoció a Joaquín en una camilla fría, volvió a Medellín sin el cuerpo y volteó el mundo para regresar y traerlo a su sagrado funeral. De nuevo en Cimitarra, pasó la noche en casa del sepulturero, un hombre muy bueno que lo ayudó en todo cuanto pudo, me cuenta tomándose un café con leche.

Días después, ya en Medellín, el Estado le devolvió a su hijo. Primero, lo invitaron a respirar. Eran los psicólogos del Programa de Atención a Víctimas del Conflicto. Usted, cuerpo grueso, bastón en mano, sombrero blanco, canas en el rostro, se toca el vientre como buscando el aire. Los profesionales lo instruyen, le hablan del duelo, lo invitan a recordar a Joaquín y hacerle un homenaje. Hay velas, fotos, dibujos, miradas cabizbajas, ojos tristes. Me explica, sin una sola lágrima, que hay que ser fuerte para soportar tanta cosa. Qué valiente y qué fuerte, don Joaquín, pienso esta vez, y lo sigo escuchando creyendo que va a llorar. Pero no. Una frase tras otra, tranquilamente, mirando al cielo, como ese mismo día cuando, después de respirar y dibujar, se fue para la Fiscalía a reconocer a su niño. Tenía 31 años cuando le perdió el rastro. Pero es su niño, que de grande buscó suerte de albañil y fue entonces cuando se perdió. En el búnker, junto a funcionarios judiciales vestidos de negro y batas, lo mira, ya en huesos, descubre los huecos de bala. Se pregunta por su sufrimiento y por qué lo harían. Este país, me dijo cuando nos conocimos, está muy mal.

Al otro día le devuelven el cuerpo. El día de la entrega está usted sentado en un sala limpia. Ya no trae la corbata, pero sí el sombrero de cinta negra y, como siempre, la mirada atenta, fija: al frente, pequeños ataúdes con cintas blancas, flores blancas y hombres de negro; atrás, usted, su hija mayor y otros familiares de desaparecidos con las manos en la cara, agachados, algunos desmayándose. La Fiscal los llama uno a uno; le entrega entre un sobre de cuero negro el acta de defunción, usted vuelve al puesto; después se para de nuevo y va por la caja, el pequeño ataúd con lo que apareció del desaparecido. Ya están su hija y un amigo junto a usted. Se abrazan, y de su ser y su fe en Dios reciben la fortaleza para ir al entierro.

Hay que continuar, me dice en medio del bullicio de los buses de Aranjuez, y yo imagino que eso se repitió al agarrar el bastón y retomar el paso, cuando subió al bus custodiado por la Fiscalía hacia el Cementerio de San Pedro. O quizá entonó una alabanza, como esa que canta cruzando la calle, al terminar el café. La melodía es lenta, dulce, y su voz es paternal, sus palabras cálidas. Entonces, cantando y cojeando, me recuerda a mi abuelito.

Joaquín y sus dos hijos

 

Joaquín y sus dos hijos

Él era un campesino humilde pero honrado como usted mismo se describe en esta breve entrevista. Él también perdió una pierna, y la tierra, los animales, el cultivo, el arroyo, la paz. Su hija menor, mi tía Lucía, también desapareció un día. También regresó en una caja desde un pueblo ardiente del Magdalena Medio. Y para recordarla, le he puesto su nombre a mi hija. No se lo cuento; me parece insulso junto a sus palabras. Usted, respondiendo a una de mis preguntas, me explica que sigue su búsqueda para no olvidar. Que se sepa mi historia, me dice con la mano en el pecho, para que los que cometieron estas injusticias paguen. Y porque, si no la cuento, me sentiría cómplice de tanta cosa horrible que pasa y pasa y sigue pasando en este país por miedo a la verdad.

Quedamos en una segunda charla: quién era antes de convertir sus días en la búsqueda incansable de un padre a sus hijos. La niñez en la vereda, la adolescencia de pescador, la picadura de serpiente, el primer destierro, la amenaza, el homicidio de sus compadres, la llegada a Medellín, un segundo desplazamiento, sus diez hijos en la ciudad, su rancho en Altavista, sus setenta años, sus mujeres, su proyecto de ser chef. Ojalá consiga el horno que tanto quiere para hacer panes y sancochos, lo que mejor le queda, según me cuenta sonriente, orgulloso. Con el negocio, tendría un sustento para, además de alimentar a los hijos que le quedan, pagarse un taxi, no cojear diez cuadras del centro de Medellín, y quizá financiar la búsqueda de Léider; volver a Santander, recorrer el país. Porque, comprendo en medio de la entrevista, usted a sus hijos los encuentra porque los encuentra. Comprendo su foto en el cementerio. Después de enterrar a Joaquín, como pausando la película de su vida, usted se tapa la cara, se recuesta a un muro, abraza el poste, descarga la cabeza en el antebrazo, respira lento, tiene algo en el pecho, ¿un peso? ¿un punzón? ¿un presentimiento? Ahora que Joaquín descansa tiene la certeza de que Léider está muerto.

Nos despedimos. Hay que apresurar. La abogada lo espera con más papeles. Léider, esté donde esté, también. Usted, don Joaquín, fuerte y valiente, lo encontrará. UC

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