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Número 25 - Julio de 2011   

Artículos
El día en que River Plate descendió al infierno
David E. Guzmán y Gloria Estrada. Ilustraciones Verónica Velásquez

Dos periodistas colombianos que viajaron para
cubrir la Copa América en Argentina vivieron un
hecho histórico: el descenso de River Plate a
la B. Un recorrido en taxi dos días antes de la
debacle, la inspección en las afueras del estadio,
momentos previos al partido y el sufrimiento
gallina desde un cafetín en el barrio Núñez
componen esta pieza escrita a cuatro manos,
exclusiva para UC.

Ilustración Verónica Velázquez
 

El taxista millonario

Era un viernes a la noche en Buenos Aires, dos días antes del inédito y fatídico descenso de River Plate a la categoría B del fútbol argentino. El viento frío peinaba las calles cada vez más desoladas y humedecidas y la temperatura helada se incrustaba en cada hueso. Dolía dar cada paso. Cuando llegué al cruce de la avenida Rivadavia con Callao, en el barrio Congreso, decidí tomar un taxi. Ya el subte estaba cerrado y para viajar en bus debía caminar varias cuadras más con esa espada de hielo atravesada en el pecho, que me hacía circular frío polar por las venas en lugar de sangre tibia.

Canoso y mechudo en los parietales, y con la coronilla calva, el taxista siguió por Callao. Tras saludar y comentar sobre el clima, empezó a hablar del partido que ese domingo jugaría River contra Belgrano: la última oportunidad que tenía el equipo Millonario para no manchar su historia definitivamente. El taxista casi no movía la mandíbula para hablar y tenía una voz enredada que salía con dificultad, pero una vez afuera sonaba aguda, a un ritmo vertiginoso, mientras arrugaba el ceño. Parecía dictando cátedra, con una seguridad y neutralidad sospechosas.

"River es una institución. No puede descender, no va a descender, ya vas a ver vo", decía el hombre subiendo por la calle Sarmiento, en un monólogo, ansioso por hablar, por creer lo que él mismo decía: "Habrá penales en ese partido, acordate de mi". El tipo a simple vista parecía normal, tranquilo, pero al escudriñar su comportamiento se adivinaba su angustia. Era como si en el fondo supiera que River iba a descender, pero confiaba ciegamente en que por algún lado se iba a solucionar la situación. "Ya vite lo que dijo Grondona papá, River no desciende, ¿vo sabé cuánta guita pierden todos?", decía el canoso, sugiriendo -y aceptando de plano- que el poder, los millones, iban a salvar a River de caer humillado, ultrajado, a la B.

Hasta ese momento el taxista no había dicho que era hincha de River. Y sabiendo que mi intervención iba a punzarlo en algún lado de las costillas, le pregunté de qué equipo era. "De River", respondió como si fuera obvio pero con el tono más grave, más pausado, por el dolor que le producía decirlo. Y de un momento a otro pasó de futbolero neutro a hincha de River. Viajamos unos centenares de metros más, y el taxista, ahora con más propiedad, atacó a Pasarella, a J.J. López y se quejó del proceso nefasto que ha vivido el equipo de la banda cruzada en los últimos años, sobre todo por la paternidad de Boca: "Nunca pasó algo así", dijo con nostalgia, no mirando la calle sino el horizonte.

Allí, en la calle Malabia, en Villa Crespo, antes de que me bajara, repitió el leit motiv de la carrera, dando por hecho que todo estaba arreglado: "Habrá penales, acordate de mi. River no desciende, no puede descender".

Ilustración Verónica Velázquez

El día B

El domingo 26 de junio había llegado y con el orgullo en juego, con los nervios tensionando todo lo que va de las bolas al cuello, no importaba ya lo futbolístico, ni lo administrativo. En eso, el viaje de River a la B había comenzado hacía semanas, meses, incluso años. Lo importante ahora era zafarse del descenso y si el asunto era por medio de poder y dinero, bienvenido, así sería. La AFA no va a dejar que las gallinas se vayan a la B, era lo que se pensaba. Pero lo que al principio del torneo clausura 2011 era un fantasma, en junio era una realidad latente que, para los hinchas del fútbol y de River, no podía ocurrir. Como fuera había que cambiar el curso de la tabla y conservar la historia. Ante la impotencia futbolística valía la plata: sobornar al árbitro Pezzota, comprar penales o incentivar a los muchachos de Belgrano de Córdoba con un buen fajo. El fútbol argentino, como varias veces ha pasado, se llenó de suspicacias con el tema del descenso de uno de los más grandes del país. "Tengo la sensación de que River no va a jugar la promoción", había dicho Grondona, presidente de la AFA, calentando la polémica cuando la catástrofe plumífera ya era inminente.

Tres horas antes del partido, los seguidores de River habían empezado a tomarse, de a pocos, las estaciones del subte verde, la línea que oye música clásica y llega a Nuñez tras pasar por los barrios de Palermo. Los hinchas abordaban los trenes en silencio, meditabundos. Sentados en las butacas con aire de preocupación y las miradas puestas en la nada, las manos entrelazadas y una sola idea en la cabeza: no descender. Como si estuviera en sus pies el futuro del equipo.

Para llegar al monumental es preciso bajarse en la última estación de esa línea D del subte, Congreso de Tucumán, y de ahí caminar algunas cuadras por la avenida Congreso. El barrio Núñez, que rodea el estadio, está lleno de casas elegantes que en un invierno como este, de temperaturas entre cero y diez grados centígrados, se mantienen bien cerradas, dejando ver no más una que otra bandera de River colgada en las ventanas.

Desde la estación del subte podían verse ya los policías. Se confundían con los aficionados que también caminaban en dirección al estadio. En la ruta, apenas se veían algunas banderas ondeando y uno o dos hinchas intentando contagiar a los otros con un canto que no encontraba eco. Eran sólo un montón de hombres, muy escasas mujeres, ansiosos todos, que caminaban callados, con el uniforme puesto y bien abrigados.

Ese trayecto tenso y silencioso fue interrumpido por el paso de la hinchada contraria que ingresaba por Congreso a bordo de siete buses de dos pisos y con una avanzada policial que hacía sonar sus sirenas. Desde las ventanillas de los vehículos, como presos, los hinchas azules de Belgrano le daban golpes a los vidrios para que los vieran y hacían gestos, juntando la pun- El día en que River Plate descendió al infierno 6 ta de los dedos de una mano, sugiriéndoles que tenían culillo, que se les estaba arrugando. Y luego hacían el gesto premonitorio de que descenderían: con los dedos pulgares hacia abajo. De la calle, por supuesto, las gallinas respondían con la mano en el pecho y hacían la mímica de que ellos eran unos chiquititos.

El ambiente ya estaba caldeado. Los contrarios venían alegres y subidos de nota por la victoria. Los locales, tras cinco años de torneos malos, sabían que su equipo estaba débil y más por amor que por convicción iban a apoyar al equipo, tenían que apoyar al equipo. Porque aquí el fútbol es una obligación.

Dos a cero, le gritó un aficionado a un periodista. Pero eso no parecía creérselo ni él mismo. Ni los cientos de aficionados que faltando media hora para comenzar el cotejo todavía estaban entrando para llenar hasta el último lugar de las tribunas del Vespucio Liberti. Un par de veces, dos o tres hombres iniciaron una estrofa y, otra vez, se quedaron sin eco, sin aire. Parecía un velorio la escena en las afueras del estadio. Sin embargo, desde allí también se escuchaba el atrueno de tambores y los primeros cantos adentro, en el Monumental. La hora de jugarse la dignidad y la vida con el balón en los pies había llegado.

Llanto gallina en un cafetín de Buenos Aires

Conjunto de sudadera negro, el pantalón con listas blancas a los costados y la chaqueta con el escudo de su equipo en el pecho, zapatos deportivos blancos y gorro de lana negro con un listón horizontal rojo. Así estaba vestido un hombre en el café-restaurante Chipre, del barrio Núñez, al noreste de la ciudad, a escasas cuadras del Monumental, viendo el partido en el que su River del alma se jugaba la vida en la máxima categoría.

Recién pasaba el minuto cincuenta del encuentro y Belgrano acababa de empatar, lo que hizo que de un movimiento compulsivo y frenético de la pierna derecha, el hombre pasara al llanto. El empate sepultaba a las gallinas. Pero del llanto supe después, muy cerca del final del partido, cuando otro hincha, vestido como él, más borracho que él y con el mismo nudo en la garganta, vino desde otra mesa y se le acercó con la botella de cerveza Quilmes en la mano, ofreciéndosela. Y el hombre se negaba a recibirla. "Vamos a salir, vamos a salir", lo consolaba y le daba palmadas en la espalda como si fuera su amigo. Destrozado de verle la cara roja, los ojos rojos, el corazón rojo, le completó el vaso que tenía a medio llenar.

Atrás habían quedado los minutos de euforia por un gol tempranero que le devolvía la esperanza al equipo porteño de remontar el marcador del partido de ida, en el que perdió dos goles a cero frente a Belgrano. Fue en el minuto cinco que Pavone rompía la red cordobesa y la celebración riverplatense en el Chipre fue como en el estadio. Gritos, saltos, abrazos, palmas se tomaron un lugar, con espacio para unas treinta personas pero que esta vez contaba con dieciséis habitantes sedientos de fútbol, alternando la carne y la cerveza con un partido intenso por la necesidad, no precisamente por el buen juego.

Después del gol de Pavone en el primer tiempo y un penal claro a favor de River que no pitó el árbitro, en el minuto veinticinco, reinó el silencio en el monumental y también en el café del barrio Núñez. Los ojos de los comensales puestos en la pantalla de televisión. Los meseros envolviendo cubiertos en servilletas y alternándose la atención a las mesas. De tan silenciosos que estaban todos, el barman, de corbatín y cejas frondosas, tenía que asomarse de vez en cuando para ver cómo iba el partido, si era que iba todavía. En grupos de cuatro y dos personas, los hinchas del River miraban con miedo. Sólo aquel hombre sufría solo. En silencio, entre lágrimas, bebía su cerveza e ignoraba el maní salado, intacto.

Entre los minutos dieciséis y veinticuatro del segundo tiempo, las llamas del infierno empezaron a arder más alto, cuando Belgrano empató el partido y Pavone erró un penalti que los hubiera puesto un gol menos lejos del descenso.

Pero de penales se había hablado en el entretiempo del partido, según se supo días después, cuando justamente en el vestuario del árbitro Pezzota, una decena de barra bravas de River, con probable ayuda de dirigentes del Club, burlaron la seguridad del estadio, bajaron de las tribunas y abordaron al juez del partido mientras descansaba. "Si no nos cobrás un penal no salís vivo", lo amenazaron, cumpliéndose así la premonición del taxista de que a la fuerza y con el poder podía cambiarse la historia. Pero no fue así. No eran negociables ni el destino labrado por sus dirigentes ni el infierno prescrito para River.

Por eso, el hombre del café seguía llorando frente a la tele cuando el árbitro acababa de señalar el fin, diez segundos antes del tiempo reglamentario porque empezaban a venirse los aficionados encima.

Una mezcla de furia, impotencia y tristeza fue la que alimentó el llanto de los hinchas que la prensa local llama genuinos. Los mismos ingredientes que combinados en los fanáticos de las barras bravas, los violentos, provocaron los destrozos que ya se conocen. "Milicos de mierda", sacó fuerza para gritar el hombre desde su butaca. Rabioso contra la policía que dentro del estadio apuntaba con mangueras a las tribunas, en un intento por frenar el acercamiento de los hinchas enardecidos a la cancha.

Y en el estadio también había otros como él. Que no lo podían creer, que se quedaron estáticos viendo a los jugadores de River llorar en la cancha. El Chipre lo cerraron con la gente adentro. Cobraron las cuentas y dijeron que bien podíamos quedarnos y consumir lo que quisiéramos. Era sólo por si había quilombo que cerraban. Lo habría, era cuestión de esperar unos minutos.

Mauricio Domínguez, como dijo el hombre que se llamaba, salió del café arrastrando los pies, después de pasarse las manos por la cara y por la cabeza, queriendo despertar de la pesadilla y sin poder hacerlo. Se agachó para cruzar el portón enrejado rumbo a la calle donde miles de hinchas provenientes del estadio estaban a punto de arrasar con sus estragos. "¿A dónde voy ahora?", dijo, repitiendo la pregunta. "Y, no sé. No sé". Lo perdí de vista, todo de luto, después de que le dio un puñetazo al portón metálico de un almacén cuyo dueño había cerrado minutos antes. UC

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