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Número 22 - Abril de 2011   

Artículos

Once upon a time in Mango's
María Alunada. Ilustración Viviana Palacios

 

Ilustración Viviana Palacios

Soy antidiscotecas. Lo confieso: no me gustan. He salido corriendo de dos que he visitado. De la primera, en Sabaneta, salí angustiada, con agorafobia, y con ese malestar en el estómago que produce escuchar la música que a uno no le gusta, en mi caso rancheras, vallenatos y reggaetón a todo volumen. De la segunda, en El Poblado, ostentosa, con fila de dos horas para entrar, salí corriendo debido a una especie de fobia a los olores dulzones —muy comunes entre las niñas baby-princesa— y a los tipos que se las dan de galanes. Esas sensaciones, unidas a lo mucho que hay que gastar o disfrazarse para entrar y a la paciencia que hay que tener, me convierten en esto que soy: antidiscotecas. Aún así, me vi obligada a una tercera experiencia en Mango's.

Busqué en Facebook quién me acompañara y solo encontré comentarios psicodesorientadores. Santiago dijo que hace cuatro años fue a Mango's y le dieron ganas de sacarse los ojos con una cuchara: "Enanos y bailarinas encima de uno todo el tiempo, mucha maricada que atosiga". Se negó rotundamente a acompañarme. Alejandra escribió un chiste con risa incluida, ja ja ja: "Había una vez una discoteca que se llamaba Diablo's y en ella se apareció un mango" (no entendí). Dijo que los baños la habían impresionado. Anita siempre se ha imaginado que hay hombres barrigones con peladas monas y prepagos tetonas al lado. Cree que es una especie de circo, y no me acompaña porque no tiene plata. Lina me contó que fue a los 15 días de que se inaugurara (por allá en el 2000), que no se pudo sentar, que había reggaetón, grillas y traquetos. Se marchó ilíquida del lugar: "Entre mi novio y yo nos gastamos doscientos mil pesos". Otros aludieron a testimonios de una aparición demoniaca, reportada en el periódico La Chiva del 12 de mayo de 2004. Los testimonios, que sirvieron para hacer un retrato hablado del diablo, repetían la historia de que un Sábado Santo se apareció un hombre hermoso que a todos dejó lelos, que tenía pezuñas de vaca y que se hizo humo cuando una niña que bailaba con él descubrió sus piernas de sátiro peludo (ya entendí el chiste de Alejandra, ja ja ja).

Terminamos mi amiga Paca y yo en un taxi: vidrios polarizados, amplio, recién salido del concesionario, no se sienten las llantas en el asfalto. Paca fuma, me dice que se siente desnuda con el disfraz que lleva puesto (vestido corto, azul, chalequito negro, uñas de los pies pintadas y unas hermosas chanclas azules de 140 mil pesos), que tiene nervios. El conductor nos confiesa que traquetiaba hace diez años y que se mantenía en Mango's. "No me pregunte cuánto me gastaba porque en esa época tenía plata. Al final uno se iba con una niña para un apartamento o, si estaba animada la fiesta, nos íbamos para una finca a rematar". "¿Y cómo fue que terminó en un taxi?", le pregunto. Responde que la cosa se puso maluca y prefirió invertir su platica en unos carritos (uno de esos, el taxi en el que vamos, un Hyundai Vision, 62 millones de pesos con cupo) y marginarse de los negocios.

Llegamos. En la entrada de Mango's hay árboles forrados de luces de colores, un molino de neón estático y, justo al lado, un viejo Willys destartalado con aspecto de superviviente de la Segunda Guerra Mundial pero con placas de Medellín. En la silla trasera hay un cowboy apuntándonos con una 45 Long Colt y un letrero que dice: Bienvenidos a Mango's. Desde afuera solo se ven sillas vacías iluminadas por una luz rosada, tenue. Me recuerda a los saloons de las películas de vaqueros, solo que en este no hay bandidos, no juegan póker, no hay cerveza, no hay rosas primorosas. Más adelante nos dicen que lo abren de lunes a jueves, cuando no funciona la discoteca, que está detrás del saloon.

Hay seis cowboy criollos que esperan para requisar a los posibles visitantes; nos miran expectantes. Paca dice que es mejor que fumemos y que esperemos a que venga gente. Por unos minutos hay una sensación de desierto, con melodías que tocan en la armónica en las películas de vaqueros. Poco a poco algunas personas van llegando: once jóvenes de aspecto universitario, cuatro hombres con pinta de funcionarios públicos, un costeño con acento ordinario y acompañado de dos niñas con pelo largo, negro, zapatos puntudos con una bota que sube hasta la rodilla, faldita. "¿Estas serán las prepago?", le pregunto a Paca, mientras apagamos el cigarro y nos vamos hacia la entrada. Dos vaqueras nos requisan muy amablemente con la 45 Largue Colt —eso sí, descargada— y nos dan la bienvenida: "Pagan 15 mil pesos en la caja cada una, por favor".

Estampados en afiches, los pueblos salvajes y empolvados de las películas del Viejo Oeste cubren un pasillo que separa la entrada de la pista principal. Según las traducciones en voz alta de Paca, allí se lee: "Si estás bebiendo para olvidar paga por adelantado", "Vaquero: sacúdete la mierda de las botas antes de entrar", "Por la seguridad de nuestros patrones, se les pide a los vaqueros dejar las armas al entrar", "US Marshall Office. No pasar. Los que violen esto serán abaleados y los sobrevivientes serán abaleados otra vez". De las paredes cuelgan campanas, lámparas de petróleo, vasijas de cobre, azadones, dos calaveras de búfalo y avisos de recompensa por la captura de los bandidos Billy The Kid, Pancho Villa y Butch Cassidy.

Una vaquera de cara bonita nos trae un balde lleno de palitos de papitas crocantes de limón, una bandeja con cascos de naranja, mango y piña, y nos pregunta qué vamos a ordenar. Ante su amabilidad me da pena decirle que traiga lo más barato, y entonces opto por preguntar los precios de los licores: Aguardiente: $55.000 (media) $ 100.000 (botella); Ron: $65.000 (media) $120.000 (botella); Ron Zapaca: $230.000; Vodka: $80.000 (media) $150.000 (botella); Tequila Don Julio: $450.000; Whisky Old Parr: $200.000 (media); Whisky Sello Azul: $1.450.000; Champaña: $550.000 (media) $1.200.000 (botella). La orden está clara: "¡Media de aguardiente por favor!".

"¿Habrá alguien en este lugar que haya ordenado un güisqui Sello Azul?", preguntamos medio indignadas. La vaquera nos indica que la pareja que está al frente de nosotros pidió champaña. Es una pareja extraña: ella tiene la mirada perdida, él solo la mira a ella; ella tiene falda corta y él tiene cara de que la quiere mucho; ella está borracha y baila en las sillas, él la sostiene para que no se caiga. Algo debe haber pasado con los traquetos que frecuentaban la discoteca: esta es una pareja singular, pero no hay ningún barrigón, ninguna tetona, nada sospechoso, como se me advirtió.

En el show de Mango's sí hay bailarinas y enanos que te bailan encima, pero no me dieron ganas de sacarme los ojos con una cuchara. Dos extranjeros asiáticos persiguen con una cámara a las bailarinas de cabello negro y largo, cuerpos esbeltos, tonificados, con cacheteros y pantalones de cuero. Los bailarines tienen cuerpos de fisicoculturistas de gimnasio, llevan traje militar y todas las mujeres gritan cuando bailan. Hay uno, más joven, que nos tiene embelesadas: sus músculos se marcan sin prepotencia, se mueve como los dioses —según Paca— y siempre está al lado del enano. Este también baila, lleva puestas unas gafas oscuras que nunca se quita, y también causa sensación. Hay otro bailarín, moreno, con sombrero, acento mexicano y cara de animador. Se pasea por las mesas, hace reír a la gente y saca a varias personas a la pista de baile. Toda la noche nos pregunta si estamos bien.

Los baños son impresionantes, como me dijo Aleja. Ambos comparten la melodía de un viejo rock'n roll y un duende que tiene el dedo en la nariz haciendo "¡Fo!". En el de hombres hay afiches de chicas pin-up vestidas de cowboy y algunas fotos eróticas que dejan ver enaguas. En los baños de mujeres, la canilla sale de la cabeza de un caballo y el jabón sale de un tetero al lado del caballo. En el tocador iluminado por bombillitos se puede ver un secador, brillos, rubores, polvos y un cowboy de nombre Óscar: "Yo soy el que consiento a estas niñas", dice mientras le pasa brillo a una de las bailarinas que entra a retocarse; "También, si usted quiere, la puedo maquillar", agrega, y señala una cajita transparente llena de billetes.

Le pregunto a Óscar por unas huellas de herradura marcadas por todo el piso blanco y me cuenta que son las huellas del diablo. "¿Acaso fue verdad aquella aparición?", le pregunto, y me asegura con picardía que no, pero que el rumor sirvió para crear una fiesta en honor del peludo con pezuñas. Hace dos años no la hacen porque otras discotecas la han copiado. "Es que todo lo que se inventa Mango's, las otras se lo apropian, hay mucha competencia", dice en un tono nostálgico, como enamorado de la discoteca en la que ha trabajado durante nueve años.

Esta corta visita de tres horas se acaba cuando nos tomamos el último trago de aguardiente. Nos vamos casi con ganas de quedarnos, pero sin plata no hay Mango's. De salida, nos llama la atención un aviso del pasillo: "Los viejos vaqueros nunca mueren, solo huelen de esta manera". Paca y yo salimos con esa sensación: de que hubo una vez un viejo oeste en Medellín que se llamaba Mango's, y que hoy se resiste a desaparecer. Soy antidiscotecas, lo confieso. Pero hay una que me gusta.

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