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Número 22 - Abril de 2011   

Artículos

 
Pentateuco: Barrabás

Ricardo Peña

 

En el Evangelio según Pär Lagerkvist se lee que el único hombre de su época que podía decir —sin necesidad de metáforas— que Cristo había muerto por él, era Barrabás. Sin embargo, ese protagonismo no ha sido entendido por diseñadores de pasos de procesión ni por directores de cine: el personaje nunca aparece sobre las andas, mientras que en la pantalla grande suele representarlo un hombrón de barba hirsuta y mirada aviesa que aparece y desaparece con la rapidez de un ratón casero.

De niño me interesó el rebelde liberado por Pilatos, y con toda la ingenuidad del caso esperaba ver venir su estatua, a los tumbos, en la procesión unificada de las iglesias de San Bernardo y del parque de Belén. Sin embargo, ese maniquí jamás se vio desfilar por la carrera 76 —el sambódromo de la Semana Santa en el Belén de hace tres décadas—. Me resignaba imaginando que Barrabás debía tener la misma apariencia de Simón de Cirene, sobre todo en el vestuario con túnica rayada, pues físicamente debía ser mucho más musculoso y moreno.

La obsesión por Barrabás me duró hasta pocos días antes de la mayoría de edad. Una noche soñé con una procesión que, en uno de sus pasos, incluía la exposición pública de Jesús y Barrabás, uno parado al lado del otro, ambos con las manos amarradas a la espalda. Desperté con un mal sabor de boca a pesar de que, por fin —así fuera en clave onírica—, había logrado vislumbrar al ansiado monigote. Pero antes de que el sueño se esfumara de la memoria pude entenderlo todo: el Barrabás de la visión llevaba bigote sin barba, y sobre su ropa talar de rayas verdes y blancas había, estampado, un número 8. Comprendí que todo ese tiempo me había desvelado un hombre ruin.

 
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