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Número 20 - Febrero de 2011   

Artículos
Así de monótona es la guerra
Líderman Vásquez. Ilustraciones de Max Gallinazo.

Anda amañado con el culo atrás
(Dicho callejero)

Hay una novela que narra el conflicto armado que vive Colombia, un conflicto que según los entendidos tiene más de cincuenta años. No es un panfleto sobre la violencia y quien la escribió no andaba a la caza de temas que gustaran al público y a los jurados de los concursos, además, aquí, a muy poca gente le gusta leer. En las escuelas y colegios el libro es el gran ausente. Se exaltan en público sus bondades, pero en privado se le desprecia. De modo que si alguien escribe lo hace para sí mismo, para sus amigos, nunca para el gran público. Cuando los escritores viven en medio del horror en algún momento escriben sobre el horror y Colombia estaba viviendo la pesadilla de los años cincuenta. En el campo Los Pájaros hacían el corte de franela y se cuenta que a una mujer embarazada la rajaron, le sacaron al bebé ya formado que pataleaba en el polvo como un perro degollado, le metieron un gallo vivo donde antes estaba el bebé y la cosieron. Cuando la sociología, la antropología, y los otros discursos que pretenden explicar las cosas humanas, se tornan limitados, aparece la novela.

Escrita a finales de los años cincuenta, El día señalado, del novelista colombiano Manuel Mejía Vallejo, obtuvo en 1963 el premio Nadal. La leí el último año de bachillerato y, aunque todo se me había olvidado, quedó en mi memoria lo que sentí una vez cerré el libro y lo guardé en el baúl, junto con mis otros libros, entre los que estaba El remordimiento de Fernando González. Era una sensación parecida a la devastación, como quedamos luego de que un ser querido se marcha. Una sensación que volvió a repetirse con muchas novelas leídas a lo largo de los años.

Empieza contando la historia de José Miguel Pérez, un muchacho de veinticuatro años que desde niño soñó con tener un alazán. Ya grande, después de ahorrar lo suficiente, enfrentado a la opción de casarse con Marta, su novia, y comprar el caballo, opta por esta última. El ejército, que anda reclutando jóvenes para la guerra, decide llevarse el caballo. Cuando José Miguel se entera de que se han llevado su alazán, decide ir por él, le pertenece, es el fruto de su trabajo, no fue un regalo del gobierno. En la cruz dice: José Miguel Pérez, 1936–1960. Los años de una vida sencilla, de campesino, segada por el ejército.

En el pueblo, Tambo, la violencia está pegada a las cosas, se respira en todos los lugares, oscurece los corazones. Hay un gamonal, don Heraclio, a quien también llaman el Cojo Chútez. La historia de su pierna mala es la historia de Tambo. Por las calles se pasea el sepulturero con su pica al hombro, un personaje vitando a quienes muchos desearían ver muerto, es manco, quiere enterrar a todos los soldados y al Sargento Mataya, pues han asesinado a su familia. La mano que le falta está enterrada con ellos. Matones al servicio de don Heraclio, en connivencia con el ejército, siembran el terror. Más allá está el Páramo, territorio de los guerrilleros al mando de Pedro Canales. Las mujeres están solas con sus hijos, los hombres están en la guerra, unos en las filas del ejército, otros en el Páramo al mando de Pedro Canales, y otros sirven al gamonal. Perece una guerra entre vecinos, entre parientes. El nuestro, como dice el investigador y escritor Alejandro Reyes, siempre fue un país con mucho territorio y poco Estado, éste abarcaba el mundillo de las élites, lo demás era la mezcolanza envilecida, violenta por naturaleza. Por eso en Tambo, y en otros pueblos imaginarios como Macondo, las élites son distantes, como si no existieran, pero, a semejanza del Dios judeocristiano, son el motor de la guerra.

Un día aparece un forastero en el pueblo, lleva un gallo bajo el poncho. Es joven, fuerte, y busca a un hombre para matarlo. Desde los doce años lo busca, vive para ese odio, lo aprendió en el útero, en las canciones de cuna, en los primeros balbuceos. Ha ido a Tambo porque son las fiestas y habrá pelea de gallos y allí, quién sabe, podría estar ese hombre. De las cuatro historias a partir de las cuales se estructura El día señalado, la del forastero fue la única que sobrevivió a los años y la que dejó en mi estado de ánimo esa sensación como de derrota que se siente en las grandes catástrofes: un muchacho recorriendo la geografía de un país buscando a su padre, a quien nunca ha visto, no para abrazarlo, sino para matarlo.

Los guerrilleros tendieron una emboscada al ejército y hubo muchos soldados muertos y ahora el ejército está acuartelado en el cementerio esperando a los subversivos que, se sabe, tomarán Tambo a sangre y fuego. Sin embargo, es tanta la insensibilidad, que la gente sigue como si nada, preparándose para la fiesta, en la que habrá peleas de gallos y mucho licor. Como esas vidas sembradas en el terreno de la biología pura, sin incursiones en el mundo espiritual, en donde las personas se lastiman, se insultan, se necesitan, cagan, comen, eyaculan, siempre igual, así de monótona es la guerra. Lo único novedoso es un curita nuevo, el padre Barrios, que quiere devolverle a Tambo la sensibilidad.

 

Ilustración Max Gallinazo

 

 

 

 

 




Los soldados mueren emboscados, otros son envenenados.
No es el triunfo de los guerrilleros, es sólo una fase de la guerra, y, en medio del fuego cruzado, el deseo que no da tregua.

 
Hay también un alcalde corrupto, manejado por el gamonal, cuya función es hacerse el de la vista gorda ante las crueldades del ejército y de los hombres de don Heraclio. A cambio recibe beneficios económicos. No importa que el gamonal se le esté comiendo a la esposa. Y está la puta del pueblo, Otilia, la encrucijada en donde se encuentran todos: soldados, guerrilleros, Pedro Canales, el Sargento Mataya, don Heraclio. Es, en ese pueblo envilecido, la única persona con dignidad.

Los soldados mueren emboscados, otros, entre los que se encuentra el Sargento Mataya, son envenenados. No es el triunfo de los guerrilleros, es sólo una fase de la guerra, y, en medio del fuego cruzado, el deseo que no da tregua. Marta, la que fuera novia de José Miguel, se entrega al Forastero y éste repite un viejo gesto: le deja el gallo y la promesa de que un día volverá. Lo mismo que hizo su padre, el gamonal, hace veintitantos años. No se dice, pero es fácil inferirlo: el futuro de Tambo, como lo fue el de muchos pueblos en los años cincuenta, será el fuego. Llegará el ejército al mando de otro sargento, o Los Pájaros, y las mujeres serán violadas, las casas incendiadas. Nada habrá ocurrido. Quienes sobrevivan seguirán cagando, copulando, comiendo, durmiendo, lastimándose.

Cierro la novela. Ya no tengo mi viejo baúl y El remordimiento, ese libro maravilloso que no he vuelto a leer, quedó en el camino, como la vida. Mucho ha llovido desde entonces: el Estatuto de Seguridad, la voracidad del sistema financiero, la primera guerra del narcotráfico, los asesinatos contra miembros la UP, la guerra que el Estado emprendió contra los pobres y que todos llaman violencia paramilitar, las bandas emergentes, las balas perdidas, los golpes de la guerrilla, los golpes del ejército. ¡A cuántas cosas hemos sobrevivido! Salgo a la calle y siento que nada ha cambiado desde los tiempos en que Manuel Mejía Vallejo escribió El día señalado. Ahí está la monotonía de la guerra. Dos estudiantes que hacían su tesis de grado fueron asesinados en San Bernardo del Viento. ¡Ingenuos! ¿Qué diablos fueron a buscar a esa tierra de nadie? Recomiendo este libro a todos aquellos que afirman que en Colombia no hay conflicto armado, a los que viven amañados con el culo atrás, a los que gastan sus días en turbias intrigas, a los que ven pasar El Erario y meten la mano, a los que enredan lo que es sencillo para fingir que saben, a los que se sienten perdidos cuando el rebaño se dispersa, a…

 

Ilustración Max Gallinazo

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