Número 2, diciembre 2008


Los malditos gatos jugando en el techo
Luis Miguel Rivas.Ilustración: Juan Fernando Vélez

 
 
 

 
El ruido vino del techo. Volteó la cabeza y miró el maletín sobre el nochero, al lado de la cama. Pensó levantarse y salir a averiguar la causa, pero desistió.

Tal vez eran meras ocurrencias suyas. Giró el cuerpo, abrazó la almohada y volvió a los esfuerzos por dormir. Afuera, luces multicolores explotaban en el cielo y se desperdigaban formando sombrillas refulgentes. De la calle llegaban voces exaltadas, música de parranda y estallidos de pólvora. Eventualmente una voz infantil gritaba: “A mí ya me trajo”, y luego se oían voces de niños que llegaban de varias partes acercándose al lugar del grito.

Pero el insomnio de él no tenía nada que ver con la bullosa alegría de afuera. La felicidad estridente de los niños recibiendo el regalo que habían esperado todo el año, no le impedía dormir. Tampoco eran obstáculo para su sueño el estallido de las papeletas ni el chucuchucu de los discos bailables. No lo habían vuelto a molestar los resplandores pirotécnicos que al principio de la noche se filtraban por la ventana. Media hora antes se había parado de la cama, había revisado el maletín comprobando la presencia de los billetes y luego había colgado una cobija gruesa de los clavos que sostenían la cortina. Asunto solucionado. La habitación había quedado en una penumbra inmodificable.

Además de la música guapachosa, otras músicas complementaban la algarabía externa. De una grabadora ubicada quién sabe dónde salía un villancico. El hombre aguzó el oído tratando de reconocer qué tema era. Pero el “ruido” irrumpió otra vez, en primer plano, opacando todos los sonidos de la calle. En esta ocasión se oyó claramente el resquebrajamiento de una teja. Entonces el hombre se tiró de la cama y alcanzó el nochero donde reposaba el maletín. Allí estaba su vida en billetes: el producto de veinte años de trabajo, organizado en fajos gruesos. Papeles verdes, al alcance de la mano, listos para ser tocados, conservados y quizás invertidos en algo seguro. Su pasado y su futuro dispuestos en hileras dentro del maletín. Pero en una ciudad, todos sabemos con cuánta facilidad cualquiera puede arrebatarnos el pasado y el futuro en un instante.

Sacó el cajón del nochero y tomó el revólver con las dos manos. Caminó hasta la puerta que daba a la sala y la abrió, tembloroso. La salida estaba iluminada por los focos intermitentes de un balcón vecino. Por la pequeña ventana ubicada en el techo, a manera de claraboya, sólo entraba la débil luz de la luna menguante. Todo estaba en completo orden. El hombre se quedó parado un instante escuchando el estruendoso silencio del apartamento en medio del jolgorio de la calle. Caminó de lado, con el revólver al frente, hasta llegar a la ventana que daba a la calle principal. Desde allí levantó el arma y apuntó al tragaluz esperando que el ruido se repitiera o que apareciera una figura humana dispuesta a meterse en el apartamento. No hubo ruido ni apareció nadie.

El hombre tomó varias bocanadas profundas de aire y se apoyó en el borde de la ventana. Miró hacia la calle para no sentirse tan solo y la respiración jadeante dejó un parche opaco en el vidrio. A través del parche observó las hileras de bombillos de colores en los balcones vecinos. Hombres y mujeres con pasos trastabillantes y botellas en la mano recorrían la calle abrazados, gritando incoherentes palabras de regocijo. En la acera de enfrente un grupo de niños apresurado se reunía alrededor del juguete vistoso de un hijo de familia madrugadora, donde la deidad decembrina se había adelantado. Volvió a ser consciente de la voz ahogada del villancico. Ahora lo reconoció: zagalillos del valle, venid; pastorcillos del bosque, llegad; la esperanza, la gloria y la dicha, ya vendrán, ya vendrán, ya vendrán.a Le traía recuerdos de la infancia. Ya vendrán, ya vendrán, ya vendrán, repitió en voz baja. Tratando de prolongar su estadía junto a la ventana buscó la procedencia de la música. La melodía salía de una grabadora maltrecha, puesta sobre la acera, en la casa de la esquina. Afuera de esa casa varias personas bailaban. El frente estaba lleno de serpentinas y en la ventana colgaban dos grandes adornos de icopor. Uno representaba a varios venados en gran carrera, arrastrando un trineo lleno de regalos. El otro era la figura, perfectamente moldeada, de un hombre alto, gordo, de barriga prominente, con un gorro rojo sobre su cabellera larga y blanca, y una barba abundante y esponjosa como hecha con espuma de afeitar.

 

Ilustración: Juan Fernando Vélez

En el rostro resaltaban unos ojos claros, limpios y una gran sonrisa de hombre bueno. Le pareció un poco estúpida la idea de un hombre, en pleno siglo XX, trabajando un año entero para repartir en una noche decembrina el producto de su trabajo, sin cobrar un solo peso.

Sosegó el ánimo y son- rió. Se dirigió, calmo, a su habitación. Había dado dos pasos cuando el sonido irrumpió una vez más, esta vez junto a la ventanilla del techo. Súbitamente, el hombre corrió hacia la habitación y volvió a salir esgrimiendo la pistola con la mano derecha. Había sacado el maletín y lo apretaba al pecho con la mano libre. En la salita todo seguía en orden. No había a quién dispararle. Con la boca del arma apuntando al techo dio pasos cautos y vacilantes por toda la sala. Tumbó con los pies los sillones y la mesa buscando un asaltante escondido. Cuando comprobó que no había ningún intruso se detuvo en la mitad de la sala y se limpió el sudor de la frente con el envés de la mano. Volvió a respirar hondo y tuvo un momento de lucidez: “Los malditos gatos jugando en el techo”. Se vio a sí mismo con los nervios crispados, jadeante, ridículo, víctima de una ficción construida por él mismo. “Todo está en la mente”, pensó. “Uno puede hacer de su vida un paraíso o un infierno”. Se fue a la cama tratando de pensar en cosas agradables; el villancico, la infancia, el hombre bonachón vestido de rojo, la independencia económica y el capital que ahora tenía. Pensó en el futuro y en el bienestar, en inversiones y en utilidades. Esos pensamientos lo arrullaron y le dieron el letargo que había deseado desde el principio de la noche.

El ruido vino del techo de la sala. Esta vez era una evidente quebrazón tumultuosa de tejas. Luego se oyó el chirriar de la bisagra oxidada anunciando la apertura del tragaluz. Instante seguido fue el golpe blando de algo que cayó entre las sillas desparramadas de la sala. El hombre saltó de la cama con los ojos tan abiertos como dos bolas de billar a punto de salirle de la cara. Apretujó la maleta y con la respiración atosigada y la mano temblorosa asaltó la sala. Disparó tres o cuatro veces antes de cruzar la puerta. Una vez en la sala disparó varias veces más a la deriva hasta ver el bulto yaciendo en la alfombra y oír desaparecer los últimos quejidos. Bajó la mano. Respiró profundo. Se acercó, trémulo, y vio el cuerpo. Era un hombre alto, gordo, de barriga prominente, con un gorro rojo sobre la cabellera larga y blanca. De su frente salía un hilito grueso y escarlata que bajaba hasta la alfombra y empezaba a formar un charco. La mano derecha todavía apretaba con fuerza un costal del que habían salido varios paquetes dispersos en el suelo. El papel regalo empezaba a mancharse de rojo. Afuera, las luces de colores aumentaban su intensidad. Los gritos de alegría y el volumen de la música eran cada vez más altos.UC

 

 

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