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Número 18 - Noviembre de 2010   

Editorial

Medellín a solas consigo: turistas, viajeros y migrantes
Camilo Jiménez

 

Diletantes y académicos han tocado el tema del viaje y han destacado las diferencias entre viajeros y turistas. No remito a ellos –son fáciles de encontrar al primer golpe de Wikipedia– sino más bien a la evidencia empírica: si quiere ver a un turista vaya al Intercontinental, si quiere ver a un viajero vaya a los hostales cerca al Parque Lleras. Pero si se miran bien, son tan turistas los señores de Dockers, cámara al cuello y tour por el Museo de Antioquia como los muchachos de bermudas y pecueca que preguntan por un porro en el semáforo de la 10. Unos y otros buscan la aventura a su manera, la cuestión es que tienen mejores defensores los que van detrás de la comida criolla, los mercaditos apestosos o las largas caminatas que los que recorren 14 ciudades en 20 días o pasan sus tardes haciendo shopping. Ahora queremos que los viajes que hacemos sean nuestro propio show de Anthony Bourdain o Andrew Zimmern. En los ochenta el no va más eran los cruceros. Son los tiempos: hace cien años un viaje se parecía más a un trasteo, para comprobarlo basta leer otra vez Frutos de mi tierra de Tomás Carrasquilla o los Cuentos y crónicas de doña Sofía Ospina de Navarro.

Ahora bien, los migrantes son otra clase. Como llegan para quedarse usan el dinero de otra manera, los lugares que visitan, por los que se mueven, no coinciden con los de turistas y viajeros –o coinciden lo mismo que los residentes—, traen con sus muebles sus maneras de ser y de hacer. Buscan espacios, motivan competencia. Con las debidas particularidades, Medellín se porta bien con el turista, algo seco con el viajero y definitivamente mal con el migrante. ¿Cuántos santandereanos trabajan en su oficina o viven en su edificio? ¿Con cuántos pastusos estudió? Es cuando menos paradójico que la ciudad le haga el fo a quienes quieren vivir en ella y acoja con cariño de tía a quienes la visitan por unos días, porque Medellín a ratos sabe tratarte bien.

Tenía más de un año sin visitar mi ciudad, y apenas descargué las maletas salí a dar una vuelta por Vizcaya, los alrededores del Lleras, Manila. Me gusta mucho la vida de barrio en las mañanas, y aunque esos no fueron los de mi infancia me estaba quedando cerca, por lo que salí a buscar casas de un piso, gritos ofreciendo frutas y servicios, perros paseando sin dueño ni correa. Paré en una frutería de Manila a tomar jugo. Al frente de la frutería queda un gimnasio, y de allí salió una mujercita de las que solo da esta tierra. Se acercó al mostrador donde yo estaba sentado y cantó dulce esta letra, con esa música que no oía desde hacía un año largo: "¿Tenés jugo de fresa?". El dependiente —rapado, delantal blanco tres tallas más grande, tenis blanquísimos— dejó mi jugo moviéndose en la licuadora y dio una mirada a las canastas y a la nevera. Luego le dijo a la chica: "No miamor, pero le tengo de mora que es casi lo mismo". Estaba en Medellín.

 

No fueron al azar las regiones que escogí para las preguntas que hice arriba: conozco a una pareja de sangileños y a una pastusa que quisieron instalarse en Medellín, trabajar aquí y levantar a su familia (o buscar una en el caso de la pastusa). Lo que al comienzo fueron sonrisas y amabilidades, pura consideración, se fue tornando en desplantes cuando empezaron a hacer negocios, a ir a reuniones de copropietarios, a conseguir clientes. Ella nunca despegó, la pareja se fue antes de tener que empeñar hasta la tostadora para pagar deudas. Sí, ya sé: estas tres golondrinas no ilustran el invierno de todos los que se quieren quedar en Medellín. Pero tampoco son casos aislados: mire otra vez las preguntas. Una ciudad de puertas abiertas acoge tanto a los que vienen de paso como a los que quieren quedarse. A los que vienen a hacer dinero con los residentes y a los que vienen a dejarlo en ocho días, sea en city tours o callejeando –ese verbo tan de aquí.

Esa política de puertas abiertas que está impulsando la administración de Medellín va más allá del arreglo de vías y parques, requiere más que abrir los cielos para que lleguen vuelos de otros lados con mayores facilidades. Está bien remodelar la casa, arreglarla, limpiar el mugre y comprar muebles nuevos, pero también es necesario preparar las conciencias. Las ciudades más cosmopolitas son las que han aceptado con complacencia a sus visitantes y a los que se quedan. Sus habitantes saben bien que quienes se instalan en su ciudad traen sus costumbres, sus comidas, sus formas de ver la vida, y eso no quita oportunidades sino que, al contrario, las amplía. Hay que tratar bien al turista, claro que sí, pero también hay que hacerle espacio a quien viene a quedarse, convencernos de que no nos van a quitar la papita. La remodelación de infraestructura es necesaria y también costosa, pero es más difícil y costoso remozar las ideas que se han sedimentado en los medellinenses después de ciento cincuenta años de aislamiento. Y la tendencia no solo se da aquí: creo que Bogotá es la única ciudad grande de América Latina que no tiene un barrio chino, por poner apenas un caso. Pero es Medellín la que está empeñada en abrir sus puertas de manera programada e institucionalizada.

El poema en el cual se inspira el título de esta nota fue escrito por un migrante de Andes que nunca estuvo del todo cómodo entre las montañas de Medellín, aunque las amó con locura. Al comienzo de Medellín a solas contigo Gonzalo Arango escribió: "Quisiera vivir en medio de este esplendor de fuerza, sol y poesía. Pero tal vez no. Esta violencia desencadenada terminaría por matarme, es demasiado inhumana. […] La felicidad tendría aquí su reino, pero también una muerte melancólica".

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