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Crónica Gráfica (26 de abril de 2013)
La infancia de la guerra
 
Texto: Alfonso Buitrago Londoño. Fotografías: Albeiro Lopera "El Nueve"
 
 

En la fachada de un salón que en el pasado fue el comedor comunitario del barrio Nuevo Conquistadores, de la Comuna13, la tarde del martes 19 de febrero se podía leer un cartel que decía:

"No + Policía
No + Ejército
+ Educación"

—Nos dicen que nos vayamos, que nos van a matar —dice un niño de unos diez años que entra en el salón.

En el interior se celebra el velorio de Esleider A. G. y Esteban A. M., dos niños de 11 años, vecinos del barrio, raptados, asesinados y enterrados en una fosa el sábado anterior en el sector de Aguas Frías, del corregimiento Alta Vista, en un paraje rural varios kilómetros montaña arriba de donde vivían.

—Se mantenían juntos y los mataron juntos —dice el niño y camina hacia donde están los cuerpos.
—No tienen manitos, ni orejitas —dice Alis, la tía de Esleider, de pie a la entrada del salón.
—A Esteban como que le querían quitar la carita. Ni a Pablo Escobar, que era el hombre más buscado del mundo, lo dejaron así —dice Beatriz, la madre de Esteban.

El año pasado se registraron en Medellín 117 homicidios de menores, de acuerdo con el Informe de Derechos Humanos de la Personería. Las principales causas de amenazas contra menores en la ciudad, dice el Informe, se dan por negarse a pertenecer a los grupos armados ilegales, por quererse desvincular de ellos o por rechazar las propuestas de trasportar armas, drogas o llevar y traer mensajes.

Esteban y Esleider habían nacido en 2002, año de la famosa Operación Orión, que metió tanquetas, helicópteros y tropas del ejército a los barrios de la Comuna 13. Eran hijos de la guerra y crecieron viendo a los muchachos del barrio cuidando los caminos, armados para proteger su territorio de quien pretendiera apoderarse de él. Cuando se fuera el ejército, ¿quién llegaría a mandar?

Y el ejército se fue. Y los niños vieron llegar gente extraña, con acentos diferentes, que entraban a sangre y fuego y empezaban a dar órdenes, a crear plazas de vicio, a vacunar a sus padres y al señor de la tienda, a consumir drogas; marcaban en una quebrada, en una cancha o en una esquina las fronteras de su poder y decían que había que darse plomo con los que quedaran del otro lado.

El reportero gráfico fotografía dos ataúdes grises de madera, de no más de 1.20 m de largo, que yacen al fondo del salón, uno al lado del otro, abiertos en la parte superior; lucen pequeños, extraños, livianos y pesados a la vez; como si fueran de juguete y al mismo tiempo representaran una escena de una película de terror.

El reportero no quiere ver las caras de los niños muertos. Levanta la mano por encima de su cabeza y dispara la cámara sin mirar. Los niños del barrio, amiguitos de Esleider y Esteban, entran al salón, rodean los ataúdes, miran las caras rígidas y maquilladas de quienes el día anterior jugaron con ellos y vuelven a salir; parecen haciendo una ronda, como si estuvieran jugando, como si los ataúdes fueran un escondite. Pero Esteban y Esleider no lograron escabullírsele a la muerte.

Nadie controla la entrada al salón, algunos niños, que no alcanzan a mirar en el interior de los ataúdes, se empinan y se agarran de los bordes. No quieren perderse detalle. En esos cadáveres hay un mensaje que se expone sin censura. En esos cuerpos desmembrados aprenden a leer las nuevas reglas del barrio.

Esteban y Esleider no iban al colegio, estaban amenazados. Las aulas quedaban más allá de una frontera que no podían cruzar, en el filo de la montaña donde está enclavado Nuevos Conquistadores, a unos 500 metros más arriba de donde ahora los estaban velando. Justo donde era el comedor comunitario se acaba la calle asfaltada y a partir de ahí, para llegar a las casas, se asciende a través de escalas y caminos estrechos que se entrecruzan en pasadizos y recovecos.

El reportero fotografía a la hermanita de Esleider, de 13 años, que se recuesta contra el vidrio del ataúd, llora e intenta acariciar la cara de su hermanito. Otros niños repasan las marcas dejadas en el cuerpo de Esteban, que no alcanzan a ser ocultadas por el maquillaje. La nariz partida, la quijada acomodada, parece reconstruido con barro.

—Mi hijo no era así —dice Beatriz— ¿Por qué le tenían que hacer eso?

Los ataúdes estarán en ese mismo lugar hasta el otro día en la tarde, cuando comience una marcha de vecinos que los llevará al cementerio. El reportero gráfico volverá ese día y seguirá tomando fotos por encima de su cabeza, intentando registrar, sin mirarlo, el mensaje encerrado en esos ataúdes, la respuesta que quizás nadie quiere escuchar.

Los niños marcharán con camiseta blanca detrás de sus amiguitos, como si siguieran jugando a encontrar lo que no tenía por qué habérseles perdido. Un, dos, tres por Esteban y Esleider.UC

 

 

 

 

La historia en fotos

Fotografía: El Nueve
  
Fotografía: El Nueve
  
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