IMPRESOS LOCALES

Certeza de lo imborrable
El cine en busca de sentido
Santiago Andrés Gómez Sánchez
 
Certeza de lo imborrable

 

Al ver una película recordamos y olvidamos incesantemente su comienzo, los antecedentes de todo lo que se desenvuelve frente a nosotros, y nos adelantamos a su conclusión, pero en verdad estamos recordándonos y pensándonos a nosotros mismos, pues tal experiencia originaria es un hecho sensible. Al ver una película inolvidable, todo lo que ella logra es una apoteosis de nuestra individualidad, nuestra sensibilidad y nuestro intelecto, removidos en sus fibras más profundas y sutiles y lanzados, literalmente, a una nueva vida en la que, más de lo que creemos, nada volverá a ser como antes. Accedemos, entonces, a una revelación demoledora, a la certeza absoluta de que lo que hemos vivido, todo lo que somos, lo que alguna vez fue nuestro y se perdió entre nuestros dedos, es imborrable, como nuestro sueño más remoto y profundo, como nuestra mirada anhelante a las estrellas, como nuestro inexorable porvenir.

Certeza de lo imborrable alude al carácter conmovedor del arte cinematográfico. No todas las películas ni todos los cineastas caben en esta expresión categórica; sí los diez directores abordados en este libro: David Wark Griffith, Robert Flaherty, Alfred Hitchcock, Yasujiro Ozu, Luis Buñuel, Robert Bresson, Nicholas Ray, Federico Fellini, Glauber Rocha y Rainer Werner Fassbinder. Conocedor de su obra, el autor funge como testigo de momentos e imágenes únicos logrados por estos directores, y conjuga hábilmente, en su ejercicio crítico, sus inquietudes personales, su sensibilidad narrativa y su cultivado saber en torno al cine.


Introducción
Por un cine demoledor

En un artículo sobre el cine silente norteamericano, publicado por la revista Cine, de Focine, a principios de los ochenta, el difunto crítico bogotano Hernando Salcedo Silva se quejaba de cierto tipo de personas que creían que el cine nació cuando ellos vieron una película por primera vez. Esa forma de arrogancia a la que alude Salcedo no es poco común, pero lo que uno debería preguntarse es por qué la queja, en qué podría perjudicar tal ceguera a quienes vemos las cosas de otro modo, o a cualquiera. Entonces nos responderíamos tal vez que no hay razón para la molestia, que no puede haber otro más afectado que quien se mantiene en su error. La cosa, sin embargo, es distinta. Usualmente, y no es de ahora, los medios de comunicación son manejados por personas del corte expuesto por Salcedo, personas que jamás se tomarán el trabajo, o no tendrán la dignidad, de someter sus criterios bajo la lupa no de otra sino de su propia inteligencia.

De ese modo, entre la permeable juventud sobre todo, pero en general en el discurso corriente de la sociedad, se instaura una mentalidad que confunde, o más bien equipara, la información sobre cine (los datos) con el enjuiciamiento caprichoso de las películas, según parámetros incorporados automáticamente como los normales y que, sin embargo, son como hojas al viento, entre los cuales el más en boga es aquel del cinéfilo “todoterreno”. Nunca hay en los textos de estos comentaristas, no diré el más mínimo razonamiento, sino una verdadera claridad sobre lo que afirman: todo lo dan por sentado. Sus frases suelen ser redondas y tajantes, y ellos creen ser espontáneos, cuando solo repiten en cada reseña una o dos de las escasas muletillas con que suelen despachar el asunto. Este tipo de personas es lo que abunda, no solo en los periódicos de mayor tiraje, sino en colegios, oficinas y universidades, aunque los “comunicadores” se llevan la palma.

Por eso el perjuicio que provocan es colectivo, pero tampoco cabe culparlos. Sucede que la mayoría piensa que su época y su modo de ser son “lo que debían ser”, y por más que sueñen con una era o con un sitio más “adelantados”, tienen del pasado o de lo desconocido la idea de algo incompleto, que nunca fue actual ni es normal. Aceptan a Chaplin, pero juzgan que vivió en una época “atrasada”, y a cualquier cine distinto al de Hollywood lo toman por un género exótico, raro. Todo hace eco de esa forma de ver el mundo, no necesariamente eurocéntrica, según la cual lo propio es un ámbito fijo y privilegiado. Así, para quien crezca en estos tiempos, los de Boyle y Tarantino, le será muy difícil entender, como lo fue para mí en tiempos de Spielberg, por qué habría de venir alguien a decirnos de pronto que lo que más nos marcó, lo que definió nuestro gusto, lo hizo ni siquiera por costumbre, sino por azar, y que ese azar es un tirano que nos ciega.

Recuerdo cuando Luis Alberto Álvarez, ante mi pedido de educarme en la historia del cine, me mostró antes que nada el primer gran largometraje de todos los tiempos: El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, Griffith, 1915). El aburrimiento fue mortal, el cansancio, la desesperación… Pero verlo de nuevo, acompañado por los comentarios de Luis, fue un asombro ante lo que significaba ese primer gran ordenamiento de imágenes filmadas según una intencionalidad precisa y, como se hacía ya notorio, visionaria, genial… Y saber que el fenómeno desatado por esa película perdura aún, y que el éxito que cosechó en taquilla no ha sido superado ni de lejos, si se hace proporción entre la población de hoy con la de entonces; todo esto me hacía pensar que este asunto del cine, como diría Cassavetes, lo trasciende a uno, y que cada vez será más apasionante, porque ya en esos tiempos de mi adolescencia, la frase de Caicedo sobre la posibilidad real de ver “todo lo bueno” (“todo lo que vale la pena”), no podía seguir siendo cierta.

Yo no aspiro a creer que sea uno el cine valioso, el bueno, el que hay que ver, o incluso el verdadero (el demoledor). Pienso, con Robert Stam —y tampoco soy el único—, que, como dice él en Teorías del cine, “el ‘verdadero’ cine se presenta en muchas formas: ficción y no ficción, realismo y no realismo, mayoritario y de vanguardia”.1 Y no es necesario lamentarse de que algunos alimenten la ignorancia de muchos. Vale por encima de todo la actitud de otros, también muchos, y más de los que uno pueda imaginar, que prefieren guardar cierta cautela ante la inmensidad que saben desconocer. En mi caso, y este es el origen de este libro, cuyo segundo volumen ahora presento, siento que desconozco más que nada lo que ya he visto, lo que he creído conocer, o lo que conozco y no entiendo ni logro descifrar con más de un vistazo. Como crítico a veces alucino con mi propia ignorancia y caigo en el necesario juego del sabedor. Sin embargo, siempre intento, y es mi mayor vanidad, ser un sigiloso guía en ese laberinto fantasmal de cosas imborrables, que se nombran y se pierden, se ven y se olvidan.

Con todo, mientras escribía este libro era bien claro para mí que, pese a no ser uno solo el cine verdadero, o más bien, aunque “se presente en muchas formas”, eso no quiere decir que no exista como tal, sino al contrario, y ya he señalado que, en mi criterio, se trata justamente del cine que llamo “demoledor”: ese que descoyunta y al mismo tiempo emancipa nuestra percepción. Tarea difícil es identificarlo entre la plétora de filmes que se precipita a nuestro alrededor, e imposible definirlo de manera unívoca y concluyente: este cine se abre conforme se abre nuestro intelecto, y solo un espíritu libre, hasta donde le sea posible, de prejuicios, puede calibrar hasta qué niveles de comprensión y asombro lo lleva o lo puede llevar una película. Lo único permanente en el gran cine es el hecho de que el conocimiento y el placer que nos procura van de la mano de un acto de conciencia estremecedor ante nuestra ignorancia y ante la precariedad e incluso virtualidad de nuestra condición. Pero nuestra virtualidad no es necesariamente la de la realidad.

En otras partes hemos dicho que desde el momento en que nació, y quizá desde antes, el cine pasó muy pronto de ser una cosa a ser muchas. Las múltiples influencias de la fotografía, del teatro, de la narrativa escrita, de la pintura e incluso de las apenas por entonces nacientes ciencias sociales, mostraron que innumerables deseos silenciosos latían en busca de una expresión unitaria, de una lente convergente como la del cine, que podía en sí misma dar cabida, en apariencia, al propio mundo, al misterio inasible de la vida en su somnífero caos, en la fecha perdida de sus noches, de sus paisajes y símbolos, en sus costumbres y relatos, en la lógica oculta de sus ruinas, su pompa y sus anhelos.

Así pues, cada quien veía en el cine mucho de lo que buscaba, y desde ese momento empezaron a surgir preceptivas o normas en cuanto a lo que el cine debía hacer, postulados estéticos sobre lo que el cine era, sobre lo que lo diferenciaba de otras artes al tiempo que lo emparentaba o lo elevaba a la dignidad de ser una de ellas, y también empezaron a surgir lecturas o interpretaciones políticas y sociológicas, no solo en cuanto a las películas como tales sino además en cuanto a su impacto, malévolo según muchos, benigno y redentor para otros, en la comunidad, o a veces ambas cosas.

La apreciación cinematográfica puede significar primero que todo un acto de conciencia sobre nuestras propias sensaciones y perspectivas en el momento de ver el cine. El aporte que el cine nos hace es, justamente, el peculiar aporte que solo nosotros podemos ofrecer en su disfrute colectivo. Esta visión, este elemento de “aporte”, no es una ilusión ingenua ni un moralismo, es un hecho que descubre para otros cosas que acaso quedarían sin ver, o en todo caso demorarían en verse —y se verían distinto—, si no hubieran sido advertidas y compartidas, digamos, por un André Bazin o una Pauline Kael.

Tales comentarios, y aun a veces los que por un tiempo son menos notorios pero luego se suman a un acervo histórico periódicamente revisado, tienen una eventual incidencia transformadora que surge de lo que se vio y de cómo se vio, es decir, provienen tanto de hechos objetivos como de sensibilidades personales que los descifran. Pero lo más importante es esa significación personal, pues quien abre los ojos ante nuevos mundos y nuevas formas de ver la vida en el cine, puede experimentar cambios radicales que, a su vez, influyen en las relaciones interpersonales, íntimas y sociales.

Los cambios individuales debidos a los aportes que puede hacer en nosotros el cine (digamos una cierta forma de tolerancia o de apertura mental al ver Todo sobre mi madre [1999] o Hable con ella [2002] de Pedro Almodóvar; o una mayor valoración de nuestros propios sentimientos, incluidos los resquemores y odios, al ver Dogville [Von Trier, 2003]), pueden llevarnos, si son asumidos de modo consciente, y ya sean o no expresados a los demás, a un segundo paso fundamental en la apreciación cinematográfica: el consecuente respeto por la diversidad de formas, e incluso la consideración de manifestaciones que se consideran inválidas, divergentes o espurias.

Lo audiovisual, en últimas, es cada vez más un universo como las nubes, imposible de predecir, y, sin embargo, su impacto sobre la sociedad y sobre la vida pública y privada es total. Saber apreciar el cine puede tener que ver, más de lo que uno cree, con saber pensar la vida, con incrementar el poder de la conciencia y aprender a percibir al otro, a conocer ese otro que también somos, y que nos altera o que alteramos.

Por algo, ejemplos edificantes en Hable con ella o Rosetta (Jean-Pierre & Luc Dardenne, 1999) o El niño (L’enfant, Jean-Pierre & Luc Dardenne, 2005) de que lo que llamamos y sentimos más hondamente como “humano” se da de los modos más inesperados, en los confines de lo posible, en la trasgresión a lo convenido, e incluso, de que “lo humano” no es siempre propiamente lo ideal, ni lo deseable, son cosas que nos pueden hacer superiores a nosotros mismos, pues nos enfrentan con una realidad tan nuestra como inaceptable, sin más posibilidad de identificación que con una conciencia trascendente, como en El viento que agita la cebada (The Wind that Shakes the Barley, Loach, 2006)… Hablando “a lo Bazin”, el cine demoledor es como Jesús echando a los mercaderes del Templo y haciendo el amor un sábado: entregándose así a un sacrificio más victorioso, para él y para nosotros, los gentiles, que la destrucción del Templo de Jerusalén.

Este volumen

En esta segunda entrega de la serie que hemos llamado, siguiendo al psicólogo vienés Victor Frankl, El cine en busca de sentido, el lector podrá encontrar visiones diversas del cine en algunos de sus momentos más demoledores, o sea renovadores o, simplemente, inimitables. Una obra que niegue una vía distinta a la propia es, por definición, un callejón sin salida, pero en el cine esto solo afecta a su autor, aunque él siempre llega a tener sus discípulos; todos traidores, por demás. En esto el cine crea una disposición semejante a la que caracteriza el pensamiento de maestros como Sócrates o Emerson, para quienes el intelecto lo es todo, con lo que elevan al individuo y a sus mismas circunstancias a una autonomía de poderío inestimable pero absoluto. El cine revela que las palabras de Jesús, como el instante en que escribo, tuvieron un origen histórico tal como lo lamentara Proust al hablar de su encuentro con las soñadas playas de Balbec: bajo una luz precaria, en torno de una fisonomía anodina de las cosas, casi vulgar, pero al final imborrable.

Nuestra perspectiva es la teoría del autor, no bajo la consigna de que el autor es el que hace el arte, sino de que hay algunos autores que merecen nuestra atención (esto está más explicitado en el artículo sobre Ozu). Si hoy se esgrime con frecuencia el argumento, del todo válido por demás, de que el cine es un arte colectivo, la figura del director, al mismo tiempo, no desmerece en nada de su propia nomenclatura, y esto lo confirma la necesidad que tiene el sistema de “locos” que se vuelven “marca”, como Tim Burton o Pedro Almodóvar, por ejemplo, y ni se diga de las estrellas del circuito de festivales. Que en nuestra selección no haya ninguna mujer, ningún cineasta africano, y pocos de Asia o América Latina, se debe más a cuestiones diversas de régimen que de convicción o gusto. Una cineasta entre diez directores no da para que hagas una selección justa jamás, y que te hayas educado viendo cine europeo y norteamericano no permite sino frustrar toda intención exhaustiva del lector. Esto no es un compendio de “los mejores”.

En cualquier caso, hay que matizar el carácter del todo elogioso de este libro con respecto a los cineastas de quienes se ocupa y advertir, nada menos, que el sistema productivo del cine obedece a un conducto regular que privilegia al productor y en ocasiones da mayor libertad al director por simples conveniencias de orden práctico y no por el favor divino o unas especiales capacidades visionarias. Un director debe ser, primero que todo, alguien ordenado en la exposición de sus ideas y de un gran talento en las relaciones humanas. El director y dramaturgo David Mamet, un buen consejero del oficio, exige que el director sea alguien sencillo que planifique, nada más, visualmente la película, controle o contenga a los actores (que los haga “inintencionados”) y mantenga el buen humor en el equipo. Bazin, por su parte, tenía su “teoría de la mostaza”, según la cual una película cuaja o no, y a partir de la cual Truffaut desmitificó a los autores y desmintió su juvenil aserto de que la cinta mala de un autor era preferible a la mejor obra de un simple asalariado.

Eso sí, los autores que figuran en este volumen, tal como los que aparecen en el volumen anterior, dan cuenta del lugar en que la vida manifestó a plenitud su poder transformador. Ese lugar extenso, profuso, pleno de dobleces y, quizá como el cosmos, finito pero ilimitado, toca en un borde último el criterio del autor y se filtra entero en el espectador, quien advierte la alteridad, aun en un orden imaginario, como una entidad trascendente, y su persona como una condición previa para ello, latente, que ha adquirido peso despojándose de sus obligaciones y cobra libertad encarando un conocimiento, una nueva experiencia. Rainer Werner Fassbinder, Luis Buñuel, Nicholas Ray, Yasujiro Ozu y los demás cineastas que analizo con una pasión apenas un poco correspondiente a la que advierto en el paso de su labor creativa, reconocen en el cine una capacidad, bien que maleable, de dar forma a lo intangible, de hacer absoluto lo que no admite convención.

No es solo que el cine logre captar un instante de la vida de, digamos, Marcello Mastroianni como actor en Ocho y medio (Otto e mezzo, Fellini, 1963), haciendo gestos que el director como sujeto mortal alguna vez en sus andadas ideó, pero todo surge de allí. De la posibilidad de crear, de la vida en un momento y un lugar determinados, surge un encuentro del creador consigo mismo, que es la creación, y en ella participa todo, como supo decirlo Fellini en su majestuoso himno vital: participamos todos. He llamado Certeza de lo imborrable a esta entrega de El cine en busca de sentido porque nada de lo que nos ocurre se da sin nuestra presencia. El texto dedicado a Buñuel, al final del libro, así como el capítulo sobre Hitchock, intentan hacer un énfasis tácito, si bien mayor en el que trata del aragonés, en la existencia viva de toda película en la mente del espectador, pues tanto Buñuel como Hitchcock fueron autores que hicieron su obra fundados en la idea del cine como forma artística análoga, si es que no idéntica, al sueño.

Al ver una película recordamos y olvidamos incesantemente su comienzo, los antecedentes de todo lo que se desenvuelve frente a nosotros, y nos adelantamos a su conclusión, pero en verdad estamos recordándonos y pensándonos a nosotros mismos, pues tal experiencia originaria es un hecho sensible. Al ver una película inolvidable, todo lo que ella logra es una apoteosis de nuestra individualidad, nuestra sensibilidad y nuestro intelecto, removidos en sus fibras más profundas y sutiles, y lanzados, literalmente, a una nueva vida en la que, más de lo que creemos, nada volverá a ser como antes. Accedemos, entonces, a una revelación demoledora, a la certeza absoluta de que lo que hemos vivido, de que todo lo que somos, lo que alguna vez fue nuestro y se perdió entre nuestros dedos, es imborrable, como nuestro sueño más remoto y profundo, como nuestra mirada anhelante a las estrellas, como nuestro inexorable porvenir.

Se ha ordenado cronológicamente la exposición de los diez autores que se estudian en este libro, tomando como fecha inicial de sus obras la de sus primeras incursiones como realizadores (se sabe que en el caso de Hitchcock, como en el de Buñuel y Fellini, sus primeras películas fueron en dupla, pero no siempre esto significa una obra aceptada por sus autores o por la tradición). Se trata de diez varones de genio, o que se consideran de genio, lo cual conlleva cuestionamientos complejos. Como se dijo anteriormente, si no se incluye a ninguna mujer, esto se debe más que nada a la descompensación estadística, y desde luego conceptual, que ha obrado la división del trabajo de nuestro sistema patriarcal. Con todo, que en lugar de Alice Guy-Blaché, Ida Lupino o Chantal Akerman estén Robert Flaherty, Nicholas Ray o Glauber Rocha no es demérito de ellas, ni un desplante a la mujer cineasta, toda vez que esta selección no pretende incluir ni a los mejores ni a los más representativos cineastas de la historia.

Y se insiste en el siguiente punto: en cuanto a la genialidad, la perspectiva del cine de autor, que se adopta francamente, no sin reconocer sus limitaciones, tal como se señaló en el apartado dedicado a Jacques Tati del volumen anterior, y como se sugiere de algún modo en el capítulo sobre Ozu de este libro, permite identificar como un cineasta genial a quien está peculiarmente dotado para dar carácter a una obra extensa, y no propiamente por hacer mejor sus películas. Ahora bien, “dar carácter a una obra extensa” no es solo hacer un conjunto de películas únicas, sino ante todo animadas o vitales. Pecando de romántico, reitero: un gran cineasta es alguien que sabe crecer con sus películas. Así que no se trata de ser un incondicional de Fellini, de Fassbinder o de David Griffith, no se trata de eximir de error todo lo que toquen o hayan tocado sus manos. Mi interés principal a lo largo de estos escritos solo ha sido rastrear una elusiva presencia.

El genio del cine, maligno a veces, y a veces errático, es un espíritu que no se deja asir, porque está en todo lo que se transmuta en sus películas. Los genios hacen suyo lo ajeno y se disuelven en su creación, como quien decide morir en el mar; la autoridad que ellos cobran se debe más a la laxitud que al voluntarismo: es la asunción de un destino. Por eso se renuncia a explicar la obra y se prefiere indicar puntos de fuga: será común que yo diga cuán indescifrable permanece lo que si acaso me contentaría apenas con saber describir.
 

Fragmento de Certeza de lo imborrable. El cine en busca de sentido (volumen 2), de Santiago Andrés Gómez. Publicado por la Editorial Universidad de Antioquia en diciembre del 2017.


1 Robert Stam, Teorías del cine. Una introducción, traducción de Carlos Roche Suárez, Barcelona, Paidós, 2001, p. 17. Stam ha sido fundamental en la hechura de este libro, no solo por su defensa de lo que desde David Bordwell y Noël Carroll en Post-Theory: Reconstructing Film Studies, Madison, University of Winsonsin Press, 1996, se conoce como “teorización de nivel medio”, una forma de pensar el cine más abierta y aventurada, menos esquemática y determinista como fue la norma hasta los años ochenta, sino especialmente por su capacidad panorámica de acoger diversas y aun opuestas visiones del cine según una funcionalidad parcial de las mismas: “todo sistema tiene sus puntos ciegos y sus clarividencias; todo sistema requiere el ‘exceso de visión’ de los restantes sistemas [...], el cine hace casi imprescindible el empleo de parámetros múltiples de interpretación”. D. Bordwell y N. Carroll, Post-Theory: Reconstructing Film Studies, óp. cit., p. 14.