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El loco de la familia
Mónica Gil Restrepo Ilustrador: Hernán Franco Higuita

 

Mi familia es muy normal. Abuelos que cumplieron sus bodas de oro en un matrimonio en el que, como dicen por ahí, no ha habido ni un sí ni un no, al menos público. Tíos que conforman un variado ramillete profesional: administrador, abogado, arquitecto, vago y hasta biólogo. Lástima, falta el médico. Variados también sus estados civiles: los hay casados y vueltos a casar, separados, arrejuntados, solteros, indecisos. Primos de todos los estilos: una que adoptó la estética gótica, otro que no se baja de la bicicleta, uno que desde que entró a la universidad se puso la corbata, tanto en actitud como en vestimenta. Tampoco falta el rumbero, el alternativo y la ecologista, ni una prima mayor que su tía. Por el momento nos salvamos, aún no hay muerto.

Los almuerzos familiares, por ende, también son de lo más normal. Están los que no se pueden ver ni en pintura y pretenden mantener una cordialidad a toda luces falsa. Los que tampoco se pueden ver y no simulan simpatía. Los que son íntimos pero a espaldas no paran de criticarse. El que da cátedra porque su vida es un ejemplo a seguir. La que tiene el mundo en contra y no le pasan sino cosas malas. Los muchos que no paran de hablar de sí mismos. La que se encarga de sufrir por los demás. La mayoría observa con anhelo la botella de vino que se descorcha por tradición. Han pasado por los rigores de Alcohólicos Anónimos y ahora les está vedada cualquier bebida espirituosa. También está, cómo no, mi tío loco, único distinguido con tan honorable título.

Muy mal estudiante el tío loco, ganó las materias como pudo. A la profesora de matemáticas le regaló los simbidium orgullo de sus padres y que arrancó del jardín con un recatón mientras ellos estaban de viaje; a la Secretaria de Educación, en cuyas manos estaba decidir si se graduaba como bachiller, parte de la preciada colección de phalenopsis. Con estos actos quedó condenado a la sospecha, que luego se dispuso a confirmar. Testarudo con los números, pretendió ser ingeniero y cuando hubo pasado por varias universidades sin éxito, se fue al exterior a obtener algún título que tranquilizara a la familia.

Un encuentro fortuito en una carretera interestatal de Arizona prolongó su estadía. Loco, de esos a los que les alcanza la compasión hasta para recoger perros heridos, se detuvo ante una escuálida silueta que rompía la monotonía del desierto. Pasado un tiempo, no necesitó consultar a un veterinario para corroborar que el cobre del pelaje y el fulgor amarillo en los ojos del animal pertenecían a un lobo. Más loco aún, se rigió por el tácito pacto de lealtad que sellaron con una mirada, e hizo caso omiso a las advertencias de quienes lo imaginaban con la yugular desgarrada en un ataque de ira de la fiera. Sólo cuando el lobo murió, siete años después, mi tío regresó con los brazos tostados por el sol y la sonrisa tan amplia como los horizontes vislumbrados, pero sin cartón

A su retorno se negó a tener un trabajo de oficina e imitar a sus hermanos. Desde niño uno de ellos sueña con ser torero en la Madre Patria, pero, siempre prudente, lo intentará sólo tras calentar silla por más de treinta años. En cambio, mi tío recorrió la Costa Atlántica abriendo pozos de agua sin cobrar un solo peso en localidades necesitadas que no tenían cómo pagar. El negocio, si es que así puede llamársele, se terminó cuando mi abuelo suspendió su financiación.

Entonces practicó con más ahínco la aviación en ultraliviano, viajando hasta los sitios más recónditos para consolidar, también en el aire, su libertad. Cuando en uno de sus vuelos se quedó sin gasolina, no dudó en aterrizar en un claro abierto en el monte, desde el cual veinte guerrilleros lo recibieron. Ese mismo día agradecían la llegada del nuevo cocinero caído del cielo. Pasado un tiempo y luego de tres días de caminata, lo dejaron en una carretera destapada. Entregó el motor de la nave a cambio de puesto en un colectivo destartalado y un loro que repetía “bala, bala” sin descanso, para posterior preocupación de mi abuela. A su regreso vigilamos sus escasas palabras, intentando advertir cualquier tinte que delatara las ideas facinerosas que el ave insinuaba. También conoció la cárcel, período oscuro que nos empeñamos en olvidar, no sea que su locura llevada a extremos ilegales contagie el buen nombre y la cordura de la familia.

El tío desaparecía de vez en cuando. En una ocasión, mientras mi abuela veía el noticiero que cubría la tragedia de la avalancha de Armero, una cámara enfocó a su hijo descendiendo por un cable desde un helicóptero para rescatar personas del lodazal. En otra de sus locuras había cambiado parapente y ultraliviano por casco, arnés y un propósito altruista. Durante una semana le arrebató vidas al pantano y enfrentó el drama de quienes lo pierden todo.

 

 

 

 

La canalización, Alfonso Buitrago Londoño 
 


En su solidaridad amparó a un joven desconocido que nunca perdió la expresión de espanto que seis noches con sus días en el lodo tatuaron en su rostro, haciéndolo su hombre de confianza ante la alarma de la familia. Con su honradez, el muchacho traumatizado desmintió a quienes dudaron porque había aparecido de la nada. Por esos días, la recomendada secretaria de más de veinte años de mi única tía fue descubierta perpetrando un hurto continuado. La muy sensata había entregado firmas, cuentas, contabilidad y el manejo de su vida y, aún así, todavía despotrica contra quien tan mal respondió a sus votos de confianza.

El muy loco de mi tío decidió no tener hijos. No quiso multiplicarse, reemplazarse, tener la oportunidad de revivir su vida en ellos. Escogió no transmitir sus fobias, miedos y frustraciones. Prefirió no contribuir con un mundo sobrepoblado en el que se acaba el agua, en el que las amenazas nucleares son cada vez más frecuentes, los virus cada vez más mortales, y el fanatismo y la intolerancia conducen a todo tipo de actos violentos. Ni qué decir de traer al mundo una criatura condenada a morir. No imitó a la cuñada que no permite que su hija de dos años coma frutas por temor a que se engorde, ni al que prohibió a su hijo estudiar artes plásticas, ni al que se olvidó de los mismos una vez separado, como si formaran parte de un pasado digno de olvidar. Chiflado, favoreció la compañía de un perro enorme con el que va a todas partes.

Mi tío parece haberse asentado. Camina despacio y la mirada triste constata que ha visto demasiado. En las manchas de sus manos queda el rastro de la vida que por ellas ha pasado. Poco habla, pero su silencio es sereno y no incomoda. Todavía me maravilla su abrazo cálido de oso. Su nueva seriedad le ha permitido adquirir, a lado de sus hermanos, un puesto en la Junta Directiva de una compañía familiar. En la reciente asamblea de accionistas escuchó balances y presupuestos mientras comía papas fritas con salsa de tomate. Al momento de elegir la nueva junta, pasó a ser miembro suplente, sancionado por devorar lo dispuesto en las mesas con fines únicamente decorativos. Desde allí, y sin dejar de masticar, dio las ideas que mis tíos, por fin locos, se atrevieron a ejecutar y que sacaron a la empresa de la insolvencia.

Tranquiliza saber que, en realidad, no hay nada insólito en mi clan. Como también dicen por ahí, no hay semana sin lunes ni familia sin loco, porque a la locura queremos tenerla lejos, pero no tanto como para que no pueda ratificar nuestra propia normalidad. UC

 
 

 

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