Un viejo y obstinado corazón
Anamaría Bedoya Builes

Un viejo y obstinado corazónSólo esto, entre todo, quedará…
han vivido y han apostado,
gran parte del juego serán ganancias,
aunque el oro de los dados se ha perdido.

Jack London.

 
 

Un viejo y obstinado corazón De espaldas a don Pedro

Enrique llevaba puesto el fedora blanco alicorto. Hasta en los días grises cubre su cabeza con aquel viejo sombrero sin pluma. Esa mañana el cielo despejado auguraba un tiempo caluroso, en esos casos el sombrero es lo único que le brinda sombra. Era martes, día de María Auxiliadora, día de la suerte de Enrique. Solo a él le aguardaba la ventura. Para el resto de quienes trabajan sobre la calle Palacé, a los pies de la Basílica Menor de Nuestra Señora de La Candelaria, sería un día como todos.

–Dios le pague mijo, Dios lo bendiga.

A todo el que le daba limosna, Enrique le decía lo mismo. No paraba de agitar el vaso; el ritmo sincopado, metálico y seco, marcaba cada segundo de las seis horas que permaneció frente a la puerta izquierda de la iglesia. Eligió esa entrada porque por ahí la gente sale más caritativa. Se dio cuenta después de pasar dos años en la puerta derecha, donde otro señor, también inválido, pedía.

En El Pedrero, el mercado de la antigua Plaza de Cisneros, se conocieron varios de los que trabajan en el atrio. Allá llegó Enrique muy aburrido después de abandonar Andes, su pueblo natal, la misma mañana que su mamá murió. Consiguió trabajo como camarero en el Hotel Amazonas, pero cuando se incendió la plaza y la gente perdió los negocios cargó una carreta con pescado y aguacate y se fue a vender por los lados de Laureles. A Enrique lo que más le gustaba era jugar billar, y le iba bien. El día que sumó treinta carambolas decidió que viviría de su suerte. Pero la suerte le tenía reservadas otras jugadas.

–Vendí un afiche de la Madre Laura, cinco mil pesos –le dijo Julio a 'El Diablo', un señor trigueño y bajito, de cejas espesas y ojos oscuros. El Diablo recibió el billete y le dio mil pesos por cuidarle el puesto en el que vende novenas, relicarios, libros y afiches.

Antes de ser El Diablo lo llamaban por su nombre: Jaime. Fue en la época de El Pedrero. Vendía atrapamoscas en las mañanas y al medio día se encontraba con su papá, un albañil de la construcción del Pasaje Veracruz, para almorzar. El Diablo no recuerda el nombre de las dos películas japonesas que vieron en el Teatro Granada. En la segunda el papá empezó a sudar a chorros. No alcanzó a llegar vivo al hospital. Antes de morir le escuchó decir: "pórtese bien, mijo".

Está cumpliendo esa última voluntad después de haber estado encerrado mucho tiempo en la pieza de un hotel barato del Centro, llevado de la soledad y las drogas, hundido en el recuerdo de la mujer que conoció en el Parque Berrío el día que un aguacero los destinó a escamparse bajo el mismo balcón. Tuvieron una hija que luego lo haría abuelo de una niña, la única capaz de obligarlo a dejar el bazuco.

–A la orden, señoras –dijo a dos devotas, pero Ramiro, el señor del lado, se le adelantó con la novena de Santa Ana. El Diablo se sentó en la butaca, sin apartarle la mirada ceñuda. Abrió el periódico para encubrirse y vigiló a Ramiro de soslayo.

Se distinguen desde El Pedrero. Ramiro vendía panela a cinco centavos. Dejó la escuela por los Lleras, billeticos que le daban las señoras por cargarles el mercado hasta el Tranvía de Ayacucho. Después de entregar la novena se puso a ordenar los libros. Ramiro también vende recetarios de magia blanca, fórmulas para hechizos, conjuros para el amor, la impotencia sexual, el trabajo y las enfermedades, contras y sahumerios mágicos.

Un viejo y obstinado corazón

Enrique se despertó a las cinco de la mañana. Se afeitó la barba con jabón perfumado, eligió la camisa de cuadros y el pantalón de paño gris, dobló el resto de la bota y la guardó debajo de los muslos. Se puso el reloj de manilla de cuero, se caló el sombrero y salió del pequeño cuarto alquilado luego de apagar la luz. En el camino hacia el Parque Berrío se detuvo una vez y desayunó empanada con chocolate. A las 6:30 a.m. se ubicó a la entrada de la iglesia.

La salmodia de una voz varonil y aletargada anunció el fin de la misa de ocho. Algunos devotos rezaban arrodillados en el reclinatorio frente a la hornacina de Jesús Nazareno, junto a la entrada donde Enrique esperaba. Miró la hora: 8:30 a.m. Las monedas en el vaso no sumaban dos mil pesos.

Una vez, hace cincuenta años, contó treinta mil pesos. Los ganó después de vencer en el billar al carnicero de un pueblo. El carnicero salió a buscar un cuchillo para sacarle las tripas a ese pobre campesino de sandalias y poncho curtido. Un policía lo ayudó a escaparse. Regresó a Medellín por una niña de catorce años de la que estaba enamorado y se fueron para Cali a gastarse la fortuna.

La feligresía salió de la iglesia en una marcha acompasada y se dispersó al ritmo apresurado de Palacé, con los bolsos apretados contra el pecho y la mirada al frente. Una señora de cabello corto y cejas pintadas salió de la misa sin ver a Enrique, siguió por la acera hacia los puestos de los loteros alineados frente al Pasaje Comercial La Bolsa, ignoró a los jóvenes de traje que le ofrecieron créditos para pensionados.

Enrique regresó de Cali sin dinero y sin la niña de catorce con la que tuvo un hijo que nunca conoció. Y volvió a vender pescado en la carreta. Primero le empezó a doler la pierna derecha, se hinchó y se puso morada. Le dijeron que era un hechizo, gastó en brujos que no lo curaron. Una noche le salieron de la pierna unos gusanitos con cabeza roja. Se desmayó al verlos y despertó en un hospital. El pie y la rodilla derecha habían desparecido. Pasó lo mismo con la izquierda. Desde entonces Enrique pide limosna.

Por segunda vez, miró el reloj: 8:50 a.m. No había por qué desesperarse, Envigado queda muy lejos. Llegaría. Es devota de María Auxiliadora y desde hace tres años no falla. ¿Y si amaneció enferma? En ese caso no almorzaría sancocho de pescado de la Minorista.

Una mujer blanca de gafas oscuras, cabello teñido de castaño y labios pintados de rojo le echó al vaso un billete que sacó de su billetera de cuero.Un viejo y obstinado corazón

–Mi Dios le pague, Dios la bendiga.

La mujer respondió con una mirada corta, le sonrió y entró al templo enganchada al brazo de un hombre.

–Vea, ¿no le dije? Yo no miento. Cinco mil pesos. A mí es que me da pena hablarle porque siempre anda con el marido y de pronto la cela.

Sonaron los oscuros tañidos de las campanas afinadas en Do Mi Sol.

La 50 con la 50

Las guías turísticas aseguran que el cruce de Palacé con Colombia –la 50 con la 50– marca el centro de la ciudad. Insisten en que el Parque Berrío es el corazón de Medellín. En ese caso, este músculo padece una taquicardia sinusal. Corre al ritmo de taconeos, bramidos, guitarras y cornetas. Recibe el humo negro de las arterias taponadas por las que circulan buses y taxis, y el humo oscurece las hojas de los árboles. En cambio, estos producen oxígeno para quienes viven bajo su sombra, al pie de sus troncos. A pesar de las arritmias, el corazón no se detiene.

En este campo cardiaco los lustrabotas están en el ventrículo izquierdo. Óscar no conoce la especie ni ha visto florecer el árbol que eligió para estacionar su puesto de lustrabotas. Una vez le dijeron que podía vivir hasta 300 años. Lo prefirió porque sus ramas gruesas, cubiertas de hojas lanceoladas, lo protegen del sol. Descartó las palmas reales, que se elevan más de diez metros, porque sus penachos están poblados por una bandada de pericos que cagan y parlotean todo el día.

Había pasado una hora desde que lustró los últimos zapatos. Ya había leído el periódico del día y se había tomado el tinto de la mañana. Simplemente esperaba en silencio que algún cliente llegara. Miraba los zapatos de quienes pasaban a su lado: algodón, lona, gamuza, cuero, charol, poliéster. Hace diecisiete años, cuando empezó a lustrar, estaban de moda los Tres Coronas color uva y café. Le iba mejor. Ahora hay mucho zapato moderno que no necesita más que agua y jabón.

Lustrabotas le parece mejor que embolador, esa palabra no va para nada con su estilo. Inventó una que sí: Lustrólogo de la Universidad de la Vida. La escribió con marcador negro en un bloque de Icopor, sobre el que reposaba un maletín ejecutivo surtido de utensilios ordenados según la categoría: tintas, brochas, grasa de potro, gamuzol y champú. En el bolsillo interno exponía dos recortes de periódico: una vieja nota titulada "El poeta del calzado" en la que aparece junto a su hijo mayor, que en ese entonces tenía seis años; y una opinión que les pidió un periodista a él y a otros dos lustrabotas, Harry y Henry, acerca del marcador de un partido entre Uruguay y Colombia. Los tres miran la cámara abrazados, sonríen.

Óscar miró el reloj; su esposa debía estar recogiendo a los niños en la escuela. Antes de salir de casa le dejó los veinte mil pesos del diario. Ojalá, pensó, viniera el cliente misterioso que le ha dado hasta cincuenta mil por una lustrada; el que prometió ayudarle a terminar de construir su rancho, al que le contó que su fin es jubilarse porque le da miedo terminar como su mamá, encerrada en un asilo.

Un viejo y obstinado corazón

–¿Mala? El que le dijo eso no conoce de relojería. Esta maquinaria es japonesa y no toda máquina viene con compartimento de calendario –dijo Alberto al bogotano. Destapó el reloj y le sacó la pila, se la puso entre los labios y la tocó con la punta de la lengua.

–La pila es la mala. La gente cree que colocar una pila es coger y tran, ya. El que vio este reló no conoce de relojería. Espere me pongo mi ojo mágico.

Alberto decoró el estrecho cubículo con un reloj que hizo en una placa de piedra; está detenido, desde hace mucho tiempo, en las dos y media. Buscó su lupa en la repisa donde tiene arrumados celulares, relojes, cargadores y hasta limas de uñas. Encontró el monóculo y se lo puso en la cuenca del ojo derecho.

–Es un super beat. Water resistente. 1996. Este número hay que hacerlo en chance.

"Hay que hacerlo en chance", dijo, porque ese fue el año en que el Metro le entregó el módulo ubicado en la acera de la calle Colombia. Alberto aprendió el oficio mirando a los relojeros del sanandresito de Maturín. Le gustan los relojes automáticos. Su favorito es el Rolex, pero jamás ha tenido uno en sus manos.

–Ese reló lo tengo hace diecisiete años, se lo compré a un tío que lo trajo de Ecuador. Él es coleccionista. Cada que va a distintas ciudades, compra relojes. Ese man debe tener por ahí unos 500 relojes. ¿Cuánto vale el cambio de pila?

–Para mí el reló es como una comida. Llegué a tener 180. Después me puse a mirar, yo pa qué 180 relojes si solo tengo una mano, y empecé a vender. La pila le vale cuatro mil porque es original. De antemano le digo: si le saca la mano, no lo lleve a otra parte, porque hay gente que uno les da garantía y cuando menos piensa dizque se fueron para La Candelaria, y allá le sacan la pila original y le ponen otra.

El bogotano le entregó cuatro mil pesos. Alberto ajustó la hora y se lo pegó al oído para escuchar el tictac, como un paramédico que vuelve a percibir la sístole y la diástole después de una reanimación.

–Señor, muchas gracias, nos hablamos cuando se me acabe la pila.

Un viejo y obstinado corazón

El bogotano siguió por la acera de la calle Colombia y pasó por el acopio de taxis que se movía lentamente. Se detuvo en la esquina de la 50 con 50, junto al pilar coronado por el reloj del Metro, y desde ahí miró hacia el parque. Escuchó al hombre que cantaba frente a la efigie de Pedro Justo, dueño del único corazón de este lugar que no bombea. Un corazón que enfermó y finalmente se detuvo un 14 de febrero de un siglo olvidado, meses después de que su esposa Estefanía muriera. "Cómo pretendes llamar amor a lo que me brindas / si tan solo disculpas escucho al ponerte un cita". El bogotano miró la hora y continuó su camino.

A los ojos de don Pedro

El aguacero menguó cuando aclaró el día; sin embargo, la ciudad amaneció sin sol. No había ni una mancha celeste y el cielo parecía una bóveda blanca que lo confinaba todo. Durante el resto de la mañana cayó una llovizna que aminoró los ánimos de quienes, a pesar del frío, tenían que ir al trabajo. Una voz mecánica anunció la estación del Metro. Hombres y mujeres se agolparon en la puerta, pegados los unos a los otros como si fueran un solo cuerpo que luego se deshizo de a poco.

Una señora del aseo trataba en vano de limpiar cientos de huellas pantanosas. La gente se dispersó rápidamente por las escaleras que conectan la estación con el Parque Berrío. A esa hora el parque seguía desolado, parecía un animal mojado y sin refugio.

Guarecida bajo el viaducto, la gente esperaba a que escampara: vendedores con chazas surtidas de mecato, cigarrillos y cerveza, señoras con baldes plásticos llenos de chicles, lustrabotas con la caja bajo el brazo, músicos afinando las guitarras, mujeres jóvenes con termos llenos de tinto endulzado con panela. A pesar del frío ellas lucían blusas escotadas, minifaldas o shorts. También se escampaban los viejos que madrugan a pasar el día entero sentados, llenando el estómago de tinto y de deseo por la carne joven que los sirve.

En una cafetería de los bajos de la estación, Luis Ángel pidió una aromática. Se protegía del frío con un buzo de lana. En un bolsillo secreto guardó la plata para comprar las carnes frías que necesitaría por la tarde. El viento frío rozó su cabeza calva. Sorbió un poco de bebida para calentarse. Escuchaba el inmutable zumbido del tren mientras recordaba su primer día en el Parque Berrío. Tenía once años y en el bolsillo noventa pesos que le quedaban de los cien que robó de un mandado.

En su pueblo la gente decía que en Medellín estaba el progreso. Con los cien pesos compró un par de tenis y una muda de ropa, y se montó en una chiva rumbo a la ciudad. Llegó al Parque Berrío porque le dijeron que ahí se cogía el bus para Aranjuez, donde, sin dirección, buscaría a una tía. El parque se le pareció al de su pueblo; lo asustó el tranvía pero lo alivió la certeza de estar lejos de la correa de su tío policía. Volvió a contar los billetes para calmarse. "¡Cien pesos!", recordó después de darle otro sorbo a la aromática. Luis Ángel tiene 61 años, no se casó ni tuvo hijos.

Un viejo y obstinado corazón

Al fin escampó y la gente salió de sus refugios. Poco a poco se acomodaron en el pedazo de parque que les corresponde. Un señor achicaba con una escoba el charco donde pondría la chaza. Edilma impulsaba el carro de supermercado al que le adaptó una pecera dividida en tres cubículos: el más grande es para el apetecido jugo de guanábana, los otros son para el de mandarina y el de fresa. En la parte delantera de su carro mantiene tres guanábanas carnosas. Vende jugos hace seis años, desde que se separó. El hombre se olvidó de ella y de sus dos hijos.

–Mañana, la necesito es mañana –le dijo a un joven que le ofreció tortas caseras.

Al principio tenía miedo de que le robaran, pero pasaron los primeros meses y empezó a andar más tranquila. Ahora trabaja hasta la siete de la noche, llega a su casa en Itagüí casi a las nueve y se sienta a revisarle los cuadernos a su hijo menor.

Un taxista pitó varias veces y le pidió a gritos un guanabanazo. Apenas le entregó el jugo, guardó la plata, sacó el celular y marcó:
–Hola papi, ¿qué hace, mi amor?
–Papi, ya le compré su ropa de marca, ¿oyó?
–Papi, lo único que necesito es que se ponga a estudiar, bien juicioso.
–¿Qué?
–Una camiseta y un pantalón.
–Ay, qué conchudo, papi. ¿Usted cree que la plata me alcanza pa tanto?
–Papi, es muy bonita. Hágale pues juicioso pa que mañana se venga conmigo y le celebro el cumpleaños acá trabajando.
–Ah… ¿Y entonces? No se va a quedar aburrido en la casa, ¿oyó?
–Ah, bueno papi. Esté bien juicioso, hágame todas las tareas, ¿oyó?
–Chao papi.

En el parque las tinteras iniciaron la interminable ronda del café. Desfilaban atentas a las miradas, analizaban los gestos y descifraban si el cliente iba a querer algo más que un tinto. Llevaban uno o dos termos, y vasos plásticos que ofrecían a los que estaban sentados en las jardineras. Una mujer de unos veintitrés años, el cabello lacio y negro, los ojos delineados, rechazó a un viejo flaco y canoso que le acarició la espalda. Insolente, el viejo insistió y le puso su mano callosa en la mejilla. La mujer lo despreció de nuevo.

Un viejo y obstinado corazón

A 'La Flaca' le daba risa la escena. Estaba sentada en la jardinera que rodea la estatua de Pedro Justo, que parece mirar al suelo, reflexivo, como si pudiera escuchar lo que la gente cuenta. La Flaca iba vestida de jean, tenis y ombliguera. Llevaba el cabello amarrado con una balaca. Tiene los ojos rasgados y los pómulos gruesos. En sus brazos hay cicatrices largas y profundas. Sirvió un tinto y sin tapujos dijo lo que tenía por decir: "a mí no me gusta que me manoseen, yo les digo: 'a mí no me venga a haraganiar, conmigo es plata en mano, culo en tierra, y usted me dice cómo es la vuelta'. Yo soy muy jodida. Aquí en este punto se maneja mucho la envidia, la que se quiera meter conmigo ya sabe cómo es la vuelta. Por obligación me tocó volverme así. Respeto pa La Flaca. Yo aquí trabajo con estos termos; antes trabajé embolando, vendiendo mecato en chaza, minutos... Yo he sido de todo, hasta ladrona. Mi papá trabajaba aquí, pero yo venía muy poquito porque no me llamaba la atención. Yo estaba concentrada en el estudio; hice una carrera, estudié comercio exterior. Y ahora el propósito es ponerme a estudiar derecho. Cuando llegué aquí, no me gustaba para nada este ambiente. Pero tuve mi hija, tiene seis añitos, producto de una violación. Y ahí me metí del todo acá, porque al papá de mi hija me tocó matarlo. Aquí he aprendido a sobrevivir. Lastimosamente aquí la mayoría somos consumidoras, para poder trabajar, porque uno en sano juicio no es capaz de acostarse con un man de esos. Es muy sencillo, ellos preguntan '¿cuánto cobra?', unas dicen quince, otras veinte… Allí abajo, por Los Búcaros, está el Hotel Carusso. Vale cuatro mil la pieza, veinte minutos. Yo este parque no lo quiero. Este parque es una esclavitud. De esto no hay sino una ganancia de dos mil 300 pesos. Hay que vender mucho tinto, mentirosa la que diga que vende diez termos de tinto. Los clientes míos son gente que viene y me dicen: 'Flaca, vámonos a farriar'. Y listo.

Pero yo aquí no, aquí hay mucho enfermo. Uno no se puede confiar de esos manes. Arman unas muy raras, se las llevan y después las conejean, no les dan plata. Ya me metí en las comunidades negras, allá lo mandan a uno para la universidad. Yo sé que yo puedo ser muy buena abogada. Yo ya sé lo que son las injusticias. A mi hija quiero darle la profesión que ella quiera. Y para mí, desarrollarme profesionalmente. Cuando menos piensen me voy a ir de aquí, mi mamá no me dio un estudio para yo morirme aquí".

 –Hola mami –dijo La Flaca a su hija, que apareció de sorpresa y se lanzó a abrazarla. Tiene los ojos claros, el cabello rubio, la piel blanca.

El cielo comenzaba a despejarse.

Báilalo Rubiela que esto es para ti

Un viejo y obstinado corazón

Cuando Flor destapó la olla de aluminio emanó un intenso olor a pollo aliñado. El vapor fue directo al cerebro y activó la alarma del hambre. Los estómagos crujieron. Ebrios con aquel aroma condimentado, los indigentes detenían a los transeúntes, y hasta a los carros que iban por la vía, para pedirles un almuerzo de dos mil pesos.

Con un cucharón, Flor sirvió rabadilla, papa y yuca; de una caneca plástica sacó arroz blanco y de una jarra, ensalada. Le entregó el plato al ingeniero que desde hace tres años, cuando ella y el esposo empezaron el negocio, viene al mediodía y se sienta a comer junto a los demás comensales en una silla plástica, en pleno Parque Berrío.

–Tenemos buena clientela, vea que hasta el señor que es profesional viene a comer aquí. No es por yo afamarme sino que dicen que mi comida es buena –dijo Flor mientras sonreía y alzaba las cejas.

–Hágale pues mija que el muchacho está esperando –le dijo Jairo.

–¿Y es que usted no puede servir? –le respondió enojada y siguió conversando–. Mi hija le dice a él que me trate con cariño, porque podrá conseguir otra trabajadora, pero no una que cocine como yo.

–Mama, echale un poquito de caldo –le pidió el muchacho.

La hija estudia ingeniería civil en un politécnico. Jairo y Flor ansían que se gradúe y encuentre trabajo, para ellos dejar de venir al parque al menos los domingos y los festivos. Aunque, en realidad, lo que ellos quieren es dejar de trabajar y regresar al pueblo, a San Rafael.

–¡Fo! Ahora sí huele a peo químico –se quejó Flor, rodeada de indigentes que esperaban la comida. Como sucede casi siempre, por fortuna para sus ventas, un señor regaló cinco almuerzos, aunque había más de cinco hambrientos.

Un viejo y obstinado corazón

Luceli, en cambio, no quería saber nada de comida. Tenía el estómago revuelto. Las náuseas le hacían dudar si aguantaría más rato parada frente a la puerta de Flamingo. Se quejaba de un dolor punzante en la espalda. Tenía los párpados caídos y unos mechones grises sobre su frente arrugada. Desde ahí ve los electrodomésticos de última tecnología y los jeans en promoción. Ella nunca ha entrado.

–Vea, lleven la bolsa –decía, y le ofrecía a la gente que salía con paquetes las bolsas negras que colgaban de sus antebrazos. Tenía de 300, de 500 y de mil pesos. Esa mañana Luceli se despertó con escalofrío. Se resistió a quedarse en la cama porque ayer apenas consiguió nueve mil pesos.

Era su segundo turno del día. Se acabaría cuando vendiera una bolsa de mil; entonces, otra de las vendedoras la relevaría. Las seis son mayores de sesenta años, a todas les duele algo. Llevan mucho tiempo trabajando frente a esa puerta. Los operarios de seguridad de Flamingo fueron quienes las organizaron por turnos. Antes se arrumaban en la puerta, peleaban y hasta se agarraban del pelo. Ahora, cada una espera.

Luceli tiene 69 años, de los que lleva más de treinta en el Parque Berrío. Tuvo once hijos, vivos le quedan tres. Hace un mes fue a la alcaldía a inscribirse para recibir el subsidio de la tercera edad. Le dijeron que este año ya no alcanzaba. Su voz delgada y afligida se perdía en medio del bullicio de la calle Boyacá, donde se ofrecen cosas a los alaridos. Voces que se funden en una tonada enrevesada: peras, / peras chilenas, / lleve cuatro por mil. / A mil, / todo a mil, / lo que coja le vale a mil, / entre. / Chicle, / chicle, / chicle, / a cien pesos el chicle. / Vea, / lleve la bolsa a mil.

Al atardecer el viento de agosto agitaba las ramas de los árboles. Las hojas más viejas se desprendían, arrastradas por la corriente. Trepados en el tulipán africano florecido, dos niños de unos siete años observaban a un culebrero que le soltaba su retahíla a un círculo de personas. Los niños se reían de las fotografías extendidas sobre el tapete rojo: penes deformados por herpes, rostros con malformaciones genéticas, mujeres con tres tetas. El culebrero los regañó dos veces.

–Mire caballero, esos varones que sufren de la presión, mucho cuidado. A este varón le sucedió allí en La Veracruz. Se tomó una cosa de estas y se llevó una dama. Al rato la joven creyó que el caballero estaba acabando, pero estaba acabando de morirse. Igualito a lo que le pasó al ex alcalde de Envigado. Hay varones que son muy chicaneros. ¿Sí o no mamasota? Le dicen a una dama que la van a hacer sentir lo que es verdad. Hay una cantidad de mujeres que han tenido cuatro o cinco maridos o diez y veinte mozos y nunca han quedado así. ¿Sabe por qué caballero? Vea lo que dice Ana Lucía Nader, una de las mejores sexólogas que hay en Colombia; trabaja con J. Mario Valencia, a las nueve de la mañana en el programa Muy buenos días. ¿Y sabe qué dice ella? Que más de una mujer le dice: "amo a mi esposo pero más gozo con el otro".

Un viejo y obstinado corazón

Entre el público, Daniel miraba el recorte que sostenía el culebrero: una mujer desnuda de piel tonificada y bronceada, con las tetas grandes y redondas, montada sobre un tipo al que agarraba del pecho como si fuera el lomo de una bestia. Daniel tiene trece años, y ha pasado muchas tardes en el Parque Berrío acompañando a su mamá, vendedora de tinto, cigarrillos y cerveza. Le gusta escuchar a los culebreros porque lo atrapan con sus juegos de palabras; le gusta más que ir a estudiar.

–Y mire este varón. Con noventa años canta, baila y se casa con joven de dieciocho. Vive en eterna relación sexual. ¿Quién? Un chino ojirrasgado descolorido pelo de chucha. Vea, en la China las mujeres le hacen fiesta al pene. Hacen monumentos como de un metro, lo cargan como un bebé y desfilan. ¡Que viva el pene, el dios de la fertilidad! Todos le rezan al órgano masculino. Aquí también le rezan: ¡Ay Dios mío, que se pare este desgraciado, que no me haga quedar mal! ¿Con qué se cuida el chino? La raíz con la que este chino se cuida se llama ginseng. El que no esté de afán regáleme cinco minuticos.

Martha, la mamá de Daniel, estaba en el corrillo de los músicos. Estacionó la chaza junto a la jardinera y allí se quedó el resto de la noche. La primera vez que los escuchó cantar le dieron ganas de sentirse así siempre, envuelta por ese ambiente festivo que parece un diciembre inagotable. En su casa las cosas andaban mal: siete hijos que mantener y a su esposo no le resultaba trabajo. Se decidió, aunque él no estuvo de acuerdo, y se vino a vender tinto y cigarrillos al parque. Desde ese día, hace siete años, no ha dejado de venir.

–Yo ya me muero en este parque –dijo varias veces.

Daniel llegó donde Martha y ella le pidió que cuidara el negocio mientras bailaba una canción parrandera: "Báilalo Rubiela que esto es para ti, / este porro suave de mi inspiración. / Muévete pa'llá / y échate pa'cá, / y verás lo bueno y sabroso que es bailar". Las parejas, pegadas de la cintura, dieron vueltas al ritmo de la música. Las manos enlazadas, la derecha de ella y la izquierda de su parejo, estaban levantadas hacia el cielo pintado de arreboles. Una bandada de pericos regresó a sus nidos en las altas palmeras reales.

Un viejo y obstinado corazón

 
 
 
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